Fabricar
una bomba atómica de hidrogeno es más fácil que ganar un campeonato mundial de
futbol si ya tienes una bomba atómica de uranio 235 o de plutonio 239
Nota del autor del blog: la mayoría
de medios dice que no es cierto que Corea del norte tenga una de hidrogeno : para
fabricarla solo tienes que purificar el deuterio y el tritio por difusión gaseosa o por ionización y purificar los iones con un
espectrómetro de masas que hay en las universidades; los iones son acelerados en una curvita y así
los iones de deuterio entran a un hueco y los iones de tritio entran a otro
hueco ; otro método que se me ocurre es utilizar una super centrifuga y pasar hidrogeno
liquido , con sensores entre 14 y 20 grados kelvin con 3 salidas , otra no sé
si es una zoncera es precipitándolo de su fase liquida con ese llamado condensado Bose- Einstein
(el sexto estado de la materia ) ;otra que se me ocurre es obtenerlos de isotopos de litio (aunque no tiene mucho que ver, leí de un átomo de litio de 11 neutrones creo en los cuales 2 neutrones orbitaban alrededor del núcleo creo salio en el WSJ en un laboratorio de Oak Ridge hace como 6 años)
no se crea los diseños de la web de la bomba pienso que la realidad es mas fácil d e lo que indican los gráficos y a diferencia de lo que se lee, creo mejor es tener la mezcla de deuterio y tritio mezclada y a gran presión cerca del uranio 235 me imagino debe haber una vbarreera qeu impida que los neutrones del U 235 lleguen al hidrógeno o cargar el hidrógeno poco antes de hacerla detonar, así como cuando se inyecta el hidrógeno al cohete pocos instantes antes d e despegar los cohetes
La
bomba norcoreana
http://elpais.com/elpais/2016/01/08/opinion/1452244866_879389.html
La comunidad
internacional tiene la obligación de actuar para acabar con el régimen de Kim
Jong-un, que se ha convertido en un riesgo para el resto del planeta
MARIO
VARGAS LLOSA 10 ENE 2016
- 00:00 CET
La bomba
norcoreana
FERNANDO
VICENTE
Hace unos 10
años comencé a leer un libro apasionante, pero abandoné su lectura a las pocas
páginas porque era, al mismo tiempo, terrorífico. Lo había escrito un grupo de
científicos que, luego de establecer, hasta donde era posible, el número de
armamentos nucleares que pueblan el planeta —se debe haber incrementado en el
tiempo transcurrido—, explicaba las consecuencias que podría tener para el
mundo el que, por un acto de locura ideológica o un mero accidente, esos artefactos
de destrucción masiva comenzaran a estallar.
Las cifras
eran escalofriantes tanto en número de muertos y heridos como en contaminación
del aire, las aguas, la fauna y la flora, al extremo de que, a la corta o a la
larga, podía desprenderse de este proceso la extinción de toda forma de vida en
el astro que habitamos.
Si esto es
cierto, y supongo que lo es, ¿no resulta incomprensible que un asunto tan
trascendente —la preservación de la vida— apenas llame la atención del público
muy de tanto en tanto, por ejemplo esta semana, cuando Kim Jong-un, el
patológico sátrapa de Corea del Norte, anunció que, celebrada por toda la
población norcoreana, acaba de hacer estallar su primera bomba de hidrógeno?
Los técnicos de Estados Unidos y Europa se han apresurado a decir que este
anuncio es exagerado, que la última dictadura estalinista del planeta apenas ha
conseguido fabricar hasta el momento una bomba nuclear. El Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas, la Unión Europea y distintos Gobiernos —entre ellos, el
de China— han condenado el experimento (cierto o falso) anunciado por Kim
Jong-un. ¿Habrá nuevas sanciones de castigo al régimen norcoreano? En teoría,
sí, pero en términos prácticos, ninguna, porque ese país vive en un aislamiento
total, como dentro de una probeta, y sobrevive gracias al puño de hierro que
aherroja a sus infelices ciudadanos-esclavos, al contrabando y a la demagogia
delirante.
Oficialmente,
hay seis países en el mundo que poseen armas nucleares —Estados Unidos, Rusia,
China, India, Pakistán y Corea del Norte— y solo dos de ellos, Estados Unidos y
Rusia, han experimentado bombas de hidrógeno, que tienen una capacidad
destructiva siete u ocho veces mayor que las bombas que aniquilaron Hiroshima y
Nagasaki. Sólo una décima parte del arsenal nuclear ya acumulado sería
suficiente para acabar con todas las ciudades del globo y desaparecer a la
especie humana. Debemos estar todos muy locos en este mundo para haber llegado
a una situación semejante sin que nadie haga nada y sigamos contemplando, a
nuestro alrededor, cómo los arsenales nucleares siguen allí, acaso aumentando,
a la espera de que, en cualquier momento, algún fanático con poder encienda la
chispa que provoque la gigantesca explosión que nos extermine.
Algún
fanático con poder podría encender la chispa que provoque la explosión que nos
extermine
Ya sé que
hay organizaciones pacifistas que tratan —sin mucho éxito, por lo demás— de
movilizar a la opinión pública contra este armamentismo suicida, y Gobiernos e
instituciones que, de manera ritual, protestan cada vez que un nuevo país, como
Irán hasta hace poco, intenta acceder al club exclusivo de potencias atómicas.
Pero lo cierto es que, hasta ahora, el desarme ha sido una mera retórica sin
consecuencias prácticas y que, empezando por los de Estados Unidos y Rusia, los
planes de desarme no avanzan. Los depósitos de armas de destrucción masiva
continúan allí, como anuncio permanente de un cataclismo que acabaría con la
historia humana.
¿Hay que
resignarse, esperando que esta situación se prolongue, o es posible hacer algo?
Sí, es posible, y hay que comenzar por hacer exactamente lo contrario de lo que
hice yo hace 10 años con aquel libro aterrador. Hay que enterarse del horror
que nos rodea y, en vez de jugar al avestruz, encararlo, difundirlo, alarmar a
cada vez más gente con la siniestra realidad a fin de que las campañas
pacifistas dejen de ser obra de minorías excéntricas y cobren una magnitud que
movilice por fin a los Gobiernos y haga funcionar de manera efectiva a los
organismos internacionales. Nada de esto es utópico; cuando hay una voluntad
política resuelta, es posible sentar a una mesa de diálogo a los adversarios
más encarnizados, como ha ocurrido con Irán, que ha consentido detener su
programa atómico a cambio del levantamiento de las sanciones que tenían
paralizada a su economía.
Hay que
enterarse del horror que
nos rodea y,
en vez de jugar al avestruz, encararlo
¿Y si la
negociación es imposible? En raros casos esto puede ser cierto y, sin duda, uno
de estos casos podría ser el régimen de Pyongyang. La satrapía de los Kim no
sólo ha condenado al pueblo norcoreano a vivir en la miseria, la mentira y el
miedo. Con su búsqueda frenética del arma nuclear que, cree, le garantizará la
supervivencia, pone en peligro a sus vecinos de la península y a todo el Asia.
La comunidad internacional tiene la obligación de actuar, poniendo en acción
todos los medios a su alcance para acabar con un régimen que se ha convertido
en un riesgo para el resto del planeta. Hasta China, que fue uno de los escasos
valedores de la dictadura norcoreana, parece haber comprendido el peligro que
representan para su propia supervivencia las iniciativas demenciales de Kim
Jong-un. Y la forma de actuar más eficaz es cortar de raíz la posibilidad de
que el régimen de Pyongyang continúe con unos experimentos nucleares que
constituyen, en lo inmediato, una gravísima amenaza para Corea del Sur, China y
Japón. La comunidad internacional puede dar un ultimátum al régimen norcoreano,
a través de las Naciones Unidas, dándole un plazo preciso para que desmantele
sus instalaciones atómicas so pena de proceder a destruirlas. Y cumplir con la
amenaza en caso de no ser escuchada. No creo que haya un caso más evidente en
el que un mal menor se imponga por sobre el riesgo de que Pyongyang provoque
una catástrofe con cientos de miles de víctimas en el Asia y, tal vez, en el
mundo entero.
En uno de
esos lúcidos ensayos con los que se enfrentó al mesianismo ideológico al que
sucumbieron tantos intelectuales de su tiempo, George Orwell se preguntaba si
el progreso científico debía ser celebrado o temido. Porque esos
extraordinarios avances en el conocimiento, al mismo tiempo que han creado
mejores condiciones de vida —en la alimentación, la salud, la coexistencia, los
derechos humanos—, han desarrollado también una industria de la destrucción
capaz de producir matanzas que ni la imaginación más enfermiza de antaño podía
anticipar. En nuestros días, el avance de la ciencia y la tecnología ha
sembrado el planeta de unos artefactos mortíferos que, en el mejor de los
casos, podrían devolvernos al tiempo de las cavernas, y, en el peor, retroceder
este planeta sin luz a aquel pasado remotísimo en que la vida no existía aún y
estaba por brotar, no se sabe todavía si para bien o para mal. No tengo
respuesta para esta pregunta. Pero lo que haré de inmediato será buscar aquel
libro que dejé sin terminar y leerlo esta vez hasta la última línea.
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2016.
© Mario Vargas Llosa, 2016
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