La
violencia pone en duda el nuevo México
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La
desaparición de 43 estudiantes desata una crisis política y social
La tragedia
frustra el afán de Peña Nieto de acabar con la inseguridad que devoró a su
antecesor
JAN
MARTÍNEZ AHRENS
México
18
OCT 2014 - 23:46 CEST44
Estudiantes
protestan en Acapulco por los 43 desaparecidos. / RONALDO SCHEMIDT (AFP)
Ocurrió en
la noche del 26 de septiembre y México ya no lo podrá olvidar jamás. Ese
viernes, el último del mes, 43
estudiantes de magisterio fueron detenidos por la Policía Municipal de Iguala y
entregados a los sicarios del cartel de Guerreros Unidos.
Desde entonces, México contiene la
respiración.
En estas
tres últimas semanas nada se ha sabido de ellos y la nación, enfrentada a sus
peores demonios, se pregunta con angustia dónde están.
Bajo este
interrogante, cuya respuesta puede dar lugar a un estallido aún mayor, ha
quedado atrapado el Gobierno federal.
La
escena política, hasta hace poco ocupada por grandes reformas y flamantes
proyectos de infraestructuras, se ha poblado de fosas y cadáveres.
La
incapacidad para encontrar a los estudiantes ha desatado la ira de amplios
sectores sociales; los principales organismos internacionales han llamado la
atención a México, y en el sur, en la tierra de las desapariciones, el horror está sirviendo de combustible para una incipiente
revuelta.
Los diques
de contención han sido sobrepasados y hasta el secretario de Hacienda, el
todopoderoso Luis Videgaray, ha alertado de que cualquier percepción negativa sobre México
puede afectar a la atracción de capital. La crisis, según los analistas, es
la mayor de la presidencia de Enrique Peña Nieto y, hoy por hoy, eclipsa sus
logros.
El detonante
ha sido la vorágine de violencia vivida en Iguala
de la Independencia. En esta pequeña localidad meridional, de aire provinciano
y calles bien trazadas, el narco dio una salvaje demostración de poder. El
blanco fueron unos estudiantes de magisterio (normalistas) que se habían
atrevido a alzar la voz contra el alcalde y su esposa, dos tenebrosos
personajes vinculados a Guerreros Unidos. En una bestial persecución, la
policía y los sicarios asesinaron a tiros a dos normalistas, otro fue desollado vivo, y tres personas más cayeron
al ser confundidas con alumnos.
A la matanza
siguió el secuestro y desaparición de 43 estudiantes. Su paradero, 22 días
después, es un misterio oscuro, un abismo por el que se pueden precipitar
muchas esperanzas. O dicho en palabras de Peña Nieto, “una prueba para las
instituciones y la sociedad mexicana en su conjunto”.
La
incapacidad para encontrar a los estudiantes ha desatado la ira de amplios
sectores sociales
El examen es
mayúsculo. En la telaraña de Iguala se
entrecruzan todos los males que México pretendía conjurar: la violencia, la impunidad, la corrupción, la infiltración
del narco en la política...
Bajo esta
presión, el mandatario, en cuya cintura política confía el PRI (Partido
Revolucionario Institucional), se ha sacudido el polvo y tomado la bandera de
las víctimas. Lejos del inmovilismo de los primeros días, ha lanzado múltiples
mensajes a la población y dado órdenes contundentes para resolver el caso. Pero
el resultado aún no ha llegado. La imagen sigue congelada. Y las detonaciones
se oyen cada vez más cerca. “Tuvieron un error grave al derivar en los
primeros días el caso al Estado de Guerrero, como si fuera un problema local.
Ahora están acusando el golpe, se ha perdido la confianza y ha quedado en
cuestión su capacidad de manejo de la crisis”, afirma el analista y
antiguo portavoz del Partido de Acción Nacional (PAN)
Rubén Aguilar Valenzuela.
“La tragedia
de Iguala no ha afectado directamente a Peña Nieto, no sabemos cómo
evolucionará el caso, pero él ha actuado bien al situarse junto a los padres y
estudiantes. La que ha quedado tocada es la clase política, ningún partido se
ha salvado”, explica el experto demoscópico Roy Campos.
El
descrédito político es amplio. El peor librado es el
Partido de la Revolución Democrática (PRD), la fuerza hegemónica de la
izquierda, a la que se afiliaron poco antes de las elecciones el tenebroso
alcalde de Iguala y su esposa. “Es un salto cualitativo del narco. Hasta la
fecha había fenómenos de complicidad de las autoridades, ahora hemos pasado a
que el regidor es el responsable criminal. Y además lo legitima un partido.
Habría que preguntarse cuántos hay así en México”, señala el escritor e
intelectual Héctor Aguilar Camín.
A esta
bancarrota política ha contribuido activamente el gobernador
de Guerrero, Ángel Aguirre, un camaleón que durante 30 años fue un
patricio del PRI, pero que en 2011 se pasó con su red clientelar al PRD. En su
mandato, la descomposición del Estado se ha acelerado. Los asesinatos han
alcanzado la mayor tasa de México y el PIB per cápita ha encallado en cifras
pánicas: 1.500 dólares al año, a la cola del país y
casi 20 veces menos que en España. Pese a ello, Aguirre, el político más
odiado por los normalistas, se niega a dimitir.
Con estos
elementos, la situación se ha vuelto extremadamente inestable en Guerrero. Hay miseria, violencia y abandono. El poder lo ejerce
a plena luz el narco, sumido además en una cruenta batalla interna. La sangre
mana por doquier. Todo está listo para un estallido.
La movilización de los normalistas y de la miríada de grupos radicales que les
secundan avanza en esa dirección.
“Nadie sabe si va a
haber rebelión en el sur. Hemos entrado en un ciclo de incertidumbre. El
Gobierno no controla los acontecimientos, la única iniciativa la llevan las
víctimas y se ha perdido la mediación con ellos. Hay una debilidad estructural
por pobreza, corrupción, falta de Estado… Iguala es una radiografía de las
carencias del sueño mexicano”, señala el profesor del Colegio de México Sergio Aguayo.
Este colapso
del Estado en determinadas áreas es clave para entender la actual convulsión. A
diferencia de los Estados de Tamaulipas y Michoacán,
donde Peña Nieto ha intervenido masivamente para restablecer el orden,
la presencia federal en Guerrero ha sido mínima.
Para muchos, esta cicatería ha permitido al narco campar a sus anchas. El
resultado: la agudización del problema de la seguridad, la asignatura que acabó
fagocitando al anterior presidente, Felipe Calderón (PAN).
Para evitar
tropezar en la misma piedra, Peña Nieto había impuesto a su Administración una
narrativa de bajo perfil en temas de narco, liberando información sólo en casos
de alto rendimiento político, como la captura del narcotraficante El Chapo.
Esta estrategia, que ha permitido hacer brillar con luz propia otros asuntos de
la agenda, como las reformas estructurales, ahora se enfrenta a su reverso: un
caso cuya bestialidad desborda los amortiguadores clásicos y para el que, según
los expertos, el Gobierno no ha generado una explicación oficial coherente.
“Estamos frente a un
momento histórico; el Estado va a tener que redefinirse frente al crimen y las
protestas sociales”, augura Aguilar Camín.
En este parteaguas, los expertos coinciden en que
será determinante el desenlace de las desapariciones. Un final trágico supondría
un golpe terrible para un país que empezaba a otear el horizonte con optimismo.
El futuro tendría que levantarse sobre 43 tumbas.
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