Religión
y violencia
http://elpais.com/elpais/2015/02/03/opinion/1422993559_566711.html
Ni en los textos sagrados ni en las
conductas encontramos diferencias radicales entre las religiones.
Pero el
islam, como cultura, sigue sin adaptarse a la modernidad porque no ha tenido revoluciones de signo liberal
JOSÉ
ÁLVAREZ JUNCO`
15 FEB 2015
EDUARDO
ESTRADA
El
abominable atentado contra el Charlie Hebdo,uno más de los actos terroristas
acogidos al manto de la yihad islámica, ha vuelto a poner sobre la mesa la
relación entre religión y violencia. Una relación que choca, en principio, con
la idea de que los mensajes religiosos son la base que sustenta principios
morales universales entre sus creyentes.
Los
musulmanes del mundo entero, desde luego, se han apresurado a condenar estos
asesinatos, protestando que nada tienen que ver con las doctrinas predicadas en
el Corán. Pero la historia registra demasiadas matanzas en nombre de la fe como
para que aceptemos, sin más, tan angélicas protestas.
En nuestro
descreído mundo europeo, hoy se tiende a pensar, más bien, lo contrario: que
hay algo inherente a las religiones (especialmente a ciertas religiones) que
convierte a sus fieles en peligrosos para quienes no comulgamos con sus ideas;
que la religión, basada en la fe y no en la razón —al contrario que el
pensamiento científico—, fomenta la violencia. De ahí a decir que el terrorismo
tiene una raíz religiosa no hay más que un paso.
Es cierto
que el Corán contiene mensajes pacíficos:
“Combatid por Alá […]pero
no os excedáis; Alá no ama a los que se exceden” (2:190);
“Si pones la mano sobre mí
para matarme, yo no voy a ponerla sobre ti, porque temo a Alá, señor del
universo” (5:28);
“Quien mate a una persona es como si matara a
toda la humanidad; quien da la vida a uno, como si la diera a toda la
humanidad” (5:33).
Pero tan bellos consejos se olvidan cuando el profeta prescribe qué hacer con
los no creyentes, a quienes “ni su hacienda ni sus hijos les servirán de nada” sino como
“combustible para el fuego” (3:10);
“Que no crean los infieles que van a escapar. ¡No podrán!
Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería...” (8:59);
“¡Creyentes!
¡Combatid contra los infieles que tengáis cerca! ¡Sed duros! ¡Sabed que Alá
está con los que le temen!” (9:123);
“Matad a los idólatras
donde quiera que les encontréis; capturadlos, sitiadlos, tendedles emboscadas
por todas partes” (9:5).
Mensajes
igualmente contradictorios se encuentran en el Antiguo
Testamento. El mismo Levítico que
prescribe “amarás
a tu prójimo como a ti mismo” (19:18) recomienda: “Perseguiréis a
vuestros enemigos, que caerán ante vosotros al filo de la espada” (26:7-8).
Y Jehová ordena a Saúl el genocidio de los amalaquitas con terribles palabras: “No perdones; mata a
hombres, mujeres y niños, incluidos los de pecho” (Sam., I, 15:3).
En los Evangelios, Jesucristo aconseja al que sea abofeteado
ofrecer la otra mejilla y, si quieren quitarnos la túnica, regalar también el
manto (Mat., 5:39), pero también advierte de que “no vine a poner paz sobre la tierra, sino
espada” (Mat., 10:34).
En los
momentos previos al prendimiento, previene al discípulo desarmado que “venda su manto y
compre una espada”; instantes después, al llegar la cuadrilla que le
busca, uno de los discípulos pregunta: “Señor, ¿herimos con la espada?”, y, antes de
recibir respuesta, corta la oreja de uno de ellos;
Jesús le dice: “Basta ya”, y cura la oreja cortada (Luc., 22:36-51). Pero ese
mismo personaje manso se deja llevar por la indignación y la emprende a
latigazos con los mercaderes del templo.
Son los
fanáticos los que se escudan en los textos que les convienen para justificar
sus pulsiones
Si de los
textos revelados pasamos a la historia cristiana, encontraremos igualmente
ejemplos para las conductas más dispares. Un belicoso y antisemita se acogerá a
precedentes como Domingo de Guzmán o Vicente Ferrer,
por mencionar solo a los santificados, o invocará las
Cruzadas o la Inquisición; uno pacífico y
ecologista, a Francisco de Asís, Las Casas o Teresa de Calcuta.
Un
nacionalista conservador celebrará la memoria de Recaredo o Isabel la Católica;
un izquierdista, la del jesuita Ellacuría o el
arzobispo Óscar Romero.
Un misógino encontrará en las escrituras mil frases y conductas que ratificarán
sus prejuicios; pero a un feminista no le faltarán pasajes bíblicos en los que
apoyarse.
En la historia, el islam no se ha distinguido
de otras religiones por una especial intolerancia o sed de sangre.
Refiriéndonos
a nuestra Península, la zona musulmana fue más tolerante que la cristiana. Los cristianos sobrevivieron y practicaron su culto bajo el
califato de Córdoba, mientras que
los musulmanes fueron obligados a convertirse o salir de la monarquía católica
—e incluso convertidos, algunos sinceramente, sufrieron nueva expulsión un
siglo más tarde—.
En Europa, la reforma
luterana abrió un período particularmente sangriento, con hechos como La Noche de San Bartolomé, en la que los católicos franceses pasaron por el cuchillo a varios miles de
protestantes.
En el siglo
XX, las mayores masacres, con millones de víctimas, han sido de inspiración
pagana pero se han producido en una Europa
de raíces culturales cristianas; parecidas han sido algunas matanzas
asiáticas, en zonas de tradición religiosa taoísta, budista o confuciana.
Pocos hechos
comparables se registran en el mundo musulmán, salvo el genocidio armenio
—tampoco estrictamente religioso—. La ferocidad actual de Al Qaeda o del Estado
Islámico no debe hacernos olvidar a personajes como Malala Yousafzai, que
arriesga su vida en defensa de la educación de las niñas, o los abogados
iraníes o paquistaníes encarcelados o asesinados por defender los derechos
humanos y la tolerancia religiosa. Son héroes de la libertad y son musulmanes.
Si una
identidad cultural se siente postergada o en riesgo de desaparecer, surgen las
tensiones
Con lo que, al final, ni los textos
ni las conductas ejemplares permiten distinguir radicalmente entre unas
religiones y otras.
Todos los mensajes revelados son maleables; todos necesitan arduos trabajos de
glosa e interpretación; en todos encontramos afirmaciones que ratifican
nuestras posturas preconcebidas. Las doctrinas, además, no se traducen de
manera automática en acción. Son los intolerantes y fanáticos los que se
escudan en los mensajes que les convienen para justificar sus pulsiones. Más
útil, por tanto, que comparar textos me parece comparar las situaciones
históricas en las que se hallan las identidades culturales.
Porque la religión es una identidad colectiva,
semejante al linaje o la nación. Una
identidad que nos adscribe a un determinado grupo humano, del que recibimos
nombre y cultura. Y la identidad es muy distinta a
las creencias, como demuestra el simple hecho de que en España el
porcentaje de quienes se consideran católicos sea superior al de aquellos que
declaran creer en Dios.
Esas
identidades culturales, de las que forma parte la religión, pasan por distintas
fases. Cuando nuestra forma de vida es envidiada e imitada por todos, podemos
ser optimistas y generosos. Pero cuando está postergada, y corre el riesgo de
desaparecer, surgen las tensiones y las reacciones violentas.
En los
últimos siglos, las identidades religiosas tradicionales han tenido que
adaptarse al choque con la modernidad. El catolicismo
sufrió el embate del luteranismo, de las revoluciones filosófica y científica,
la Ilustración, la industrialización, las revoluciones liberales, la democracia.
Enfurruñado
ante la incomprensión universal, Pío IX condenó la
modernidad in toto y se encerró en el Vaticano.
Pero otro Papa, 70 años después, abandonó el
encierro y aceptó lo inevitable.
Lo
inevitable era la separación entre la Iglesia y el poder político, la libertad
de opinión, la diversidad de creencias entre los ciudadanos, la desaparición
del papel del clero como monopolizador de las verdades sociales.
El islam —como cultura, no
como religión— no ha tenido protestantismo, ilustración ni revoluciones
liberales. Y sigue sin adaptarse a la modernidad en, al menos,
tres terrenos fundamentales:
La
separación Iglesia-Estado, lograda en Occidente tras la huella ilustrada;
La igualdad de géneros, conquista de los
movimientos feministas del XIX y XX; y
La
pluralidad de creencias como base de la convivencia libre.
Sin aceptar
estos principios, las tensiones que produce el impacto de la modernidad
llevarán a la crispación y, en los más locos, a la violencia asesina. Con lo
cual, al final, resulta que sí, que en el islam hay problemas específicos que
generan tensiones y, en casos extremos, terrorismo. Aunque no se derivan de sus
doctrinas —tan maleables como otras—, sino de su inadaptación a la modernidad.
José
Álvarez Junco es
historiador. Su último libro es Las historias de España
(Pons / Crítica).
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