Análisis: Estado
Islámico, crónica del horror
http://elpais.com/elpais/2015/05/05/eps/1430834532_513617.html
El Estado
Islámico controla un territorio más grande que Reino Unido al que desde 2014
llegan miles de yihadistas de todo el mundo para enrolarse en sus filas
Poco a poco
expanden su control con el genocidio como bandera, pero sus integrantes no son
una mera colección de psicópatas
Constituyen
un grupo religioso con creencias arraigadas. Esta es una investigación sobre su
estrategia y los errores de Occidente a la hora de combatirlos.
GRAEME WOOD
6 MAY 2015 - 00:00 CEST
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Un miliciano
kurdo dispara contra posiciones del Estado Islámico en Tell Tamer (Siria), el
pasado febrero. / RODI SAID (REUTERS)
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¿Qué es el
Estado Islámico? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Y sus intenciones? La simplicidad
de estas preguntas es engañosa. Pocos líderes occidentales parecen conocer las
repuestas. “Ni siquiera entendemos el concepto”, reconocía el general Michael
K. Nagata, jefe de operaciones especiales de Estados Unidos en Oriente Próximo,
en unos comentarios confidenciales publicados por The New York Times en
diciembre. En el último año, Barack Obama ha dicho del Estado Islámico que “no
es islámico” y, en otras ocasiones, que es una filial de Al Qaeda, unas
declaraciones que reflejan la confusión existente y que, tal vez, han llevado a
cometer importantes errores estratégicos.
El Estado
Islámico (EI) tomó la ciudad de Mosul (Irak) en junio de 2014 y ya controla un
territorio más grande que Reino Unido. Abubaker al Bagdadi es su líder desde
2010, pero su imagen más reciente, hasta el pasado verano, era una fotografía
borrosa de la época que estuvo preso en Camp Bucca, durante la ocupación
norteamericana de Irak. Cuando el 5 de julio de 2014 subió al púlpito de la
Gran Mezquita de Al Nuri, en Mosul, para autoproclamarse el primer califa en
varias generaciones, pasó de la imagen borrosa a la alta resolución, y de
guerrillero en busca y captura a jefe supremo de todos los musulmanes. Desde
entonces no ha cesado el flujo de yihadistas de todo el mundo hacia el
territorio controlado por el Estado Islámico.
Nuestra
ignorancia sobre este movimiento es, en parte, comprensible: es un reino
ermitaño y pocos de los que han ido hasta allí han vuelto. Al Bagdadi solo ha
hablado ante las cámaras en una ocasión. Pero sus palabras, como todos los
demás vídeos y encíclicas de propaganda del Estado Islámico, están en la Red, y
los seguidores del califato han hecho enormes esfuerzos para que su proyecto se
conozca: rechazan la paz por principio; tienen hambre de genocidio; su visión
religiosa es totalmente incompatible con cierto tipo de cambios, que incluso
podrían garantizar su supervivencia, y se considera a sí mismo un heraldo –y
jugador fundamental– del inminente fin del mundo.
El Estado
Islámico, también denominado Estado Islámico de Irak y al Sham (Daesh en árabe,
ISIS en inglés), se guía por una corriente del islam con una peculiar
concepción del camino hacia el Día del Juicio Final. Esta creencia condiciona
su estrategia y puede ayudar a Occidente a conocer a su enemigo y predecir su
comportamiento. Su ascenso al poder, más que parecerse al triunfo en Egipto de
los Hermanos Musulmanes –a quienes el Estado Islámico considera apóstatas–, se
asemeja a la materialización de una realidad alternativa y distópica, como si
David Koresh o Jim Jones [líderes de dos de las sectas suicidas más conocidas
del mundo] hubieran sobrevivido para dominar no a unos pocos cientos de
adeptos, sino a ocho millones de personas.
Hemos malinterpretado
la naturaleza del Estado Islámico en dos aspectos. En primer lugar, tendemos a
pensar que el yihadismo es monolítico y aplicamos la lógica de Al Qaeda a una
organización que la ha eclipsado de manera decisiva. Los partidarios del Estado
Islámico entrevistados para este artículo todavía se refieren a Osama bin Laden
como sheik Osama, “el jeque Osama”, un título honorífico. Pero el yihadismo ha
evolucionado desde los tiempos del apogeo de Al Qaeda, entre 1998 y 2003, y
muchos combatientes desprecian a sus líderes actuales y sus prioridades.
Bin Laden
consideraba su actividad terrorista como el preludio de un califato que no
esperaba ver en vida. Su organización era flexible y funcionaba como una red de
células autónomas dispersas geográficamente. El Estado Islámico, por el
contrario, necesita controlar un territorio para tener legitimidad, y una
estructura vertical para gobernarlo.
Captura de
un vídeo promocional con integrantes del Estado Islámico.
También nos
ha llevado a error una campaña bien intencionada, pero deshonesta, para negar
la naturaleza religiosa medieval del Estado Islámico. Peter Bergen, que publicó
la primera entrevista con Bin Laden en 1997, tituló su libro Guerra Santa, S.
A., en parte porque consideraba al líder yihadista como un producto del mundo
laico y moderno. Bin Laden convirtió el terrorismo en una empresa y creó
franquicias. Exigía concesiones políticas concretas, como la retirada de las
fuerzas estadounidenses de Arabia Saudí. Su infantería se movía a sus anchas
por el mundo moderno: en su último día de vida, Mohamed Atta hizo compras en
Walmart y comió en Pizza Hut.
Es tentador
encajar al Estado Islámico en esta percepción y considerar a los yihadistas
como personajes laicos y modernos, con preocupaciones políticas modernas y con
un disfraz religioso. Pero lo cierto es que muchas de las cosas que hace la
organización parecen absurdas salvo si se analizan desde la óptica de un
compromiso sincero y meditado para hacer retroceder a la civilización actual al
siglo VII y culminar con la llegada del Apocalipsis.
Los
portavoces más elocuentes de esta postura son los responsables y seguidores del
Estado Islámico. Cuando se habla con ellos, se burlan de la modernidad e
insisten en que no quieren –no pueden– apartarse de los preceptos del profeta
Mahoma y sus colaboradores. Suelen utilizar códigos y alusiones que suenan
extraños o anticuados a los no musulmanes y que remiten a tradiciones y textos
concretos del primer islam.
La realidad
es que el Estado Islámico es islámico. Muy islámico. Es innegable que ha
atraído a psicópatas y aventureros, reclutados sobre todo entre las poblaciones
desafectas de Oriente Próximo y Europa. Pero la religión que predican sus
seguidores más fervientes deriva de unas interpretaciones coherentes e incluso
eruditas del islam. Prácticamente todas las decisiones importantes y las leyes
promulgadas por el Estado Islámico se atienen de forma puntillosa a lo que en
sus comunicados, pronunciamientos, carteles, membretes y monedas se denomina
“la metodología profética”, es decir, la profecía y el ejemplo de Mahoma. Puede
que los musulmanes rechacen el Estado Islámico; la mayoría lo hace. Pero el
empeño en decir que no es un grupo religioso y milenarista, con una teología
que debemos comprender para poder combatirla, ha llevado ya a Estados Unidos a
infravalorarlo y respaldar planes insensatos para intentar acabar con su poder.
Es necesario conocer la genealogía intelectual del Estado Islámico para que
nuestra reacción no le fortalezca, sino que le empuje a inmolarse en su propio
celo.
I. Devoción
El Estado
Islámico hizo público en noviembre un vídeo que establecía sus orígenes en Bin
Laden. Mencionaba como predecesor inmediato a Abu Musab al Zarqawi, el brutal
jefe de Al Qaeda en Irak desde 2003 hasta su muerte en 2006, seguido de dos
dirigentes antes de Al Bagdadi, el califa. Llamaba la atención la omisión de
Aiman al Zawahiri, el cirujano egipcio que dirige hoy Al Qaeda. Al Zawahiri no
ha jurado lealtad a Al Bagdadi y despierta un odio creciente entre los demás
yihadistas. La división entre Al Qaeda y el Estado Islámico viene de muy atrás
y ayuda a explicar, al menos en parte, la desmesura sanguinaria de este último
grupo. Del lado de Al Zawahiri está un clérigo jordano, Abu Mohamed al Maqdisi,
que se declara con cierta razón arquitecto intelectual de Al Qaeda y es el
menos conocido de los jefes yihadistas. Al Maqdisi coincide con el Estado
Islámico en la mayoría de los aspectos doctrinales. Ambos se identifican con el
ala yihadista de una rama del sunismo llamada salafismo, de al salaf al salih,
que en árabe quiere decir “devotos antepasados”. Esos antepasados son el
Profeta y sus primeros seguidores, a los que los salafistas veneran e imitan
porque los consideran modelos de comportamiento en la guerra, el vestir y la
familia.
Al Maqdisi
formó a Al Zarqawi, que fue a la guerra en Irak teniendo presentes los consejos
del anciano. Sin embargo, con el tiempo, Al Zarqawi superó a su mentor en
fanatismo y acabó recibiendo una reprimenda de él. Los motivos fueron la
afición de Al Zarqawi a los espectáculos sanguinarios y, desde el punto de
vista de la doctrina, su odio a otros musulmanes, hasta el punto de
excomulgarlos y matarlos. Al Maqdisi escribió a su antiguo pupilo para decirle
que debía tener cautela con el exceso de excomuniones (takfir) y que no debía
“declarar que las personas son apóstatas porque han pecado”. La distinción
entre apóstata y pecador puede parecer sutil, pero es un punto especialmente
controvertido entre Al Qaeda y el Estado Islámico. Negar la santidad del Corán
o las profecías de Mahoma es apostasía. Pero Al Zarqawi y el Estado engendrado
por él opinan que hay muchos otros actos que pueden hacer que se expulse a un
musulmán del islam.
Entre ellos,
vender alcohol o drogas, llevar vestimenta occidental, afeitarse la barba,
votar en unas elecciones –incluso por un candidato musulmán– y evitar calificar
a otros de apóstatas. Ser chií, como lo son la mayoría de los árabes de Irak,
también es un motivo, porque el Estado Islámico considera que el chiísmo es una
innovación, e innovar aspectos del Corán es negar su perfección original. Eso
significa condenar a muerte a alrededor de 200 millones de chiíes [rama del
islam que supone entre el 10% y el 15% de los musulmanes de todo el mundo; el
resto son prácticamente todos suníes]. Y también a los jefes de Estado de todos
los países musulmanes, porque han situado las leyes hechas por el ser humano
por encima de la sharía (ley islámica) al presentarse a unas elecciones o al
hacer cumplir leyes no escritas por Dios.
Miembros del
Cuerpo de Operaciones Especiales de Irak. Occidente se enfrenta al Estado
Islámico a través de los kurdos e iraquíes en el campo de batalla y mediante
ataques aéreos. / ALAA AL MARJANI (REUTERS)
Al seguir
esta doctrina takfiri, el Estado Islámico asume el compromiso de purificar el
mundo mediante el asesinato de un inmenso número de personas. La falta de
informaciones objetivas impide conocer la verdadera dimensión de las matanzas
que se están llevando a cabo en su territorio. Pero los comentarios en las
redes sociales indican que las ejecuciones individuales son más o menos
continuas, y cada pocas semanas las hay masivas. Las víctimas suelen ser sobre
todo musulmanes “apóstatas”. Al parecer, los cristianos que no se resisten al
nuevo Gobierno quedan exonerados de la ejecución automática. Al Bagdadi les
permite vivir siempre que paguen un impuesto especial, llamado jizya, y
reconozcan su sometimiento.
Hace siglos
que terminaron las guerras de religión en Europa y que la gente dejó de morir
en masa por arcanas disputas teológicas. Quizás eso explica la incredulidad de
los occidentales ante las informaciones sobre las bases teológicas y las
prácticas del Estado Islámico. Muchos se niegan a creer que esta organización
sea tan devota como dice ser, o tan retrógrada o apocalíptica como sugieren sus
acciones y declaraciones.
Su
escepticismo es comprensible. Hasta hace no mucho, los occidentales que
acusaban a los musulmanes de seguir ciegamente preceptos antiguos se granjeaban
las críticas de algunos intelectuales –en particular, del difunto Edward Said–
que señalaban que llamar “antiguos” a los musulmanes era, simplemente, otra
forma de denigrarlos. En lugar de eso, nos decían estos académicos, debíamos
fijarnos en el contexto en el que surgían esas ideas: países mal gobernados, costumbres
sociales cambiantes, la humillación de vivir en unas tierras que solo se
valoraban por el petróleo…
Sin estos
factores es imposible tener una visión completa del ascenso del Estado
Islámico. Pero centrarse solo en ellos y excluir la ideología es un reflejo de
otro tipo de sesgo propio de Occidente: considerar que si la religión no tiene
importancia en Washington o Berlín, debe de ser igualmente irrelevante en Raqqa
o Mosul. Pues bien, cuando un hombre enmascarado grita “Allahu Akbar” [Alá es el
más grande] mientras decapita con un cuchillo a un apóstata, a veces lo hace
por motivos religiosos.
Muchas
organizaciones musulmanas afirman que las prácticas del Estado Islámico son
antiislámicas. Es tranquilizador saber que la mayoría de los musulmanes no
tiene el más mínimo interés en sustituir las películas de Hollywood por vídeos
de ejecuciones públicas para pasar un rato entretenido después de la cena.
Ahora bien, los musulmanes que llaman antiislámico al Estado Islámico, explica
el profesor de Princeton Bernard Haykel, el mayor experto en la teología de esa
organización, “están avergonzados y son políticamente correctos, y tienen una
visión edulcorada de su propia religión” que olvida “las exigencias históricas
y legales de su fe”. Según Haykel, las filas del Estado Islámico están
impregnadas de fuerza religiosa. Las citas del Corán son constantes. “Hasta los
soldados rasos las sueltan sin parar”, asegura. “Posan delante de las cámaras y
repiten las doctrinas como fórmulas”. En su opinión, las afirmaciones de que el
Estado Islámico ha tergiversado los textos del islam son absurdas. “La gente
quiere absolver al islam”, dice. “Es ese mantra de que el islam es una religión
de paz. ¡Como si existiera una cosa llamada islam! El islam es lo que hacen los
musulmanes, cómo interpretan los textos”. Todos los suníes comparten esos
textos, no solo el Estado Islámico. “Y estos individuos tienen tanta
legitimidad como cualquier otro” para desentrañarlos.
Todos los
musulmanes reconocen que las primeras conquistas de Mahoma no fueron un asunto
aseado. Las leyes de la guerra transmitidas tanto al Corán como a otras
narraciones sobre el Profeta eran la respuesta a una época turbulenta y
violenta. En opinión de Haykel, los combatientes del Estado Islámico han
retrocedido al primer islam y reproducen al pie de la letra sus normas bélicas.
Entre ellas se incluyen varias prácticas que los musulmanes contemporáneos
prefieren no reconocer como parte de sus textos sagrados. “No son unos
[yihadistas] enloquecidos que manipulan la tradición medieval para justificar
la esclavitud, la crucifixión y las decapitaciones”, dice Haykel. Son soldados
que “se sitúan en el corazón de la tradición medieval y la aplican sin fisuras
en el presente”.
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Los líderes
del Estado Islámico creen que emular a Mahoma es su deber y han revivido
tradiciones que llevaban cientos de años olvidadas. “Lo asombroso no es solo
que las apliquen de forma tan literal, sino la seriedad con la que leen los
textos”, explica Haykel. “Muestran una minuciosidad y una obsesión poco
habituales entre los musulmanes”.
Al Qaeda
nunca habló de recuperar la esclavitud. ¿Por qué lo iba a hacer? Quizá no
planteó la cuestión por razones estratégicas, para evitar perder apoyo entre la
opinión pública. Cuando el Estado Islámico empezó a esclavizar a gente, se
escandalizaron incluso algunos de sus seguidores. Aun así, el califato sigue utilizando
la esclavitud y la crucifixión sin inmutarse. “Conquistaremos vuestra Roma,
romperemos vuestras cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres”, prometió Abu
Mohamed al Adnani, su portavoz principal, en uno de sus mensajes de amor a
Occidente.
II. Territorio
Se cree que
al califato han llegado decenas de miles de musulmanes. Los reclutas proceden
de Francia, Reino Unido, Bélgica, Alemania, Holanda, Australia, Indonesia y
Estados Unidos, entre otros países. Muchos van a luchar; muchos tienen la
intención de morir. Internet se ha convertido en un instrumento esencial para
difundir su propaganda y asegurarse de que los neófitos saben qué deben creer,
según explica Peter R. Neumann, catedrático del King’s College de Londres.
Además, el reclutamiento en la Red ha ampliado las estadísticas demográficas de
la comunidad yihadista, al permitir que mujeres musulmanas conservadoras,
aisladas físicamente en sus hogares, entren en contacto con los captadores, se
radicalicen y se organicen para llegar a Siria. Con su capacidad de atraer
tanto a hombres como a mujeres, el Estado Islámico confía en construir una
sociedad completa.
En Australia
vive una de las “nuevas autoridades espirituales” más importantes que guían a
los extranjeros que se incorporan al Estado Islámico. Se trata de Musa
Cerantonio, un hombre de 30 años que durante tres años fue telepredicador en
Iqraa TV, en El Cairo, pero se marchó cuando la cadena se opuso a sus
constantes llamamientos a establecer un califato. Hoy predica en Facebook y
Twitter. Las autoridades le han retirado el pasaporte y no puede moverse de
Melbourne. Cerantonio procede de una familia mitad italiana, mitad irlandesa, y
es un hombre amigable y educado. Dice que palidece al ver los vídeos de
decapitaciones. Odia la violencia, pese a que los partidarios del Estado
Islámico tienen la obligación de apoyarla.
El califato,
según Cerantonio, no es una mera entidad política, sino también un vehículo de
salvación. La propaganda del Estado Islámico informa periódicamente de las
promesas de baya’a (lealtad) que llegan de grupos yihadistas de todo el mundo
musulmán. El musulmán que reconoce a un solo dios omnipotente y reza, pero
muere sin haber jurado lealtad a un califa legítimo ni haber cumplido las
obligaciones de dicho juramento, no ha vivido una vida plenamente islámica. ¿No
es ese el caso de la mayoría de los musulmanes de la historia? Cerantonio
asiente: “Yo digo incluso que el islam ha sido reestablecido” con Al Bagdadi.
Dejar que el
EI se desangre parece ser la menos mala de las opciones militares
Cerantonio,
como muchos seguidores del Estado Islámico, no reconoce la legitimidad del
anterior califato: el Imperio Otomano, que alcanzó su apogeo en el siglo XVI y
luego experimentó un largo declive, hasta que el fundador de la República de
Turquía, Mustafá Kemal Atatürk, lo remató en 1924. Lo rechazan por dos motivos:
no hacía respetar plenamente la ley islámica y sus califas no eran
descendientes de la tribu del Profeta, los quraish. Para ser califa, según los
requisitos del código suní, hay que ser hombre, adulto, musulmán, de linaje
quraish; dar muestras de honradez moral e integridad física y mental, y poseer
autoridad (amr). Este último criterio es el más difícil de cumplir: requiere
que el califa disponga de un territorio en el que imponer la ley islámica.
En teoría,
todos los musulmanes tienen la obligación de emigrar al califato. Después del
sermón de Al Bagdadi en julio, empezó a llegar a Siria una avalancha diaria de
yihadistas. Estaban más motivados que nunca. Como Anjem Choudary, Abu Baraa y
Abdul Muhid. Viven en Londres y están deseando emigrar al Estado Islámico. Pero
las autoridades han confiscado sus pasaportes.
III. El
Apocalipsis
El Estado
Islámico se distingue del resto de los grupos yihadistas porque se considera un
personaje central del guion de Dios. Tiene sus preocupaciones mundanas
(incluidos la recogida de basuras y el suministro de agua potable en las zonas
que controla), pero su razón de ser es, por encima de todo, el Fin de los
Tiempos. Bin Laden no solía mencionar el Apocalipsis y, cuando lo hacía,
parecía contar con que ese glorioso momento de ajuste de cuentas divino
llegaría mucho después de su muerte. En cambio, los fundadores del Estado
Islámico ven signos claros del fin del mundo desde los últimos años de la
ocupación estadounidense de Irak.
Rodeada de
cultivos, la ciudad siria de Dabiq, cerca de Alepo, es clave. Según el Profeta,
allí es donde se librará la gran batalla entre los ejércitos de Roma y las
fuerzas del islam. Dabiq será el Waterloo de Roma. Tras apoderarse de la
ciudad, el Estado Islámico aguarda la llegada del ejército enemigo, cuya
derrota iniciará la cuenta atrás hacia el Apocalipsis. En los vídeos del Estado
Islámico, los medios occidentales suelen pasar por alto las referencias a Dabiq,
mientras que dedican toda su atención a las horripilantes escenas de
decapitaciones.
La narración
del Profeta que predice la batalla de Dabiq identifica al enemigo con Roma.
Quién es Roma es materia de debate. Cerantonio dice que Roma representa el
Imperio Romano de Oriente, que tenía su capital en lo que hoy es Estambul.
Otras voces del Estado Islámico sugieren que Roma puede ser cualquier ejército
infiel, y Estados Unidos sirve perfectamente.
IV. La lucha
La pureza
ideológica del Estado Islámico tiene una virtud: nos permite predecir algunas
de sus acciones. Bin Laden era poco predecible. En cambio, el Estado Islámico
presume abiertamente de sus planes; no de todos, pero sí los suficientes como
para deducir cómo quiere gobernar y expandirse.
En Londres,
Choudary y sus alumnos explican con detalle cómo debe ser la política exterior
del califato. Ha emprendido ya la llamada yihad ofensiva, la expansión por la
fuerza a países gobernados por no musulmanes. “Hasta ahora nos limitábamos a
defendernos”, según Choudary; sin un califato, la yihad ofensiva es un concepto
imposible de aplicar. En cambio, librar una guerra para expandir el territorio
es un deber esencial del califa.
La ley
islámica solo autoriza tratados de paz provisionales, que no estén en vigor más
de 10 años, según Abu Baraa, el colega de Choudary. Del mismo modo, las
fronteras son anatema, tal como declaró el Profeta y repiten los vídeos del
Estado Islámico. El califa debe hacer la yihad al menos una vez al año.
El sistema
internacional moderno, nacido en 1648 del Tratado de Paz de Westfalia, se basa
en que cada Estado reconozca las fronteras, aun a regañadientes. Para el Estado
Islámico, ese reconocimiento es un suicidio ideológico. Otros grupos
islamistas, como los Hermanos Musulmanes y Hamás, han sucumbido a los halagos
de la democracia y la posibilidad de una invitación a formar parte de la
comunidad de naciones, incluso con un sitio en la ONU. La negociación y las
concesiones también les han sido útiles en ocasiones a los talibanes.
Las
ambiciones del Estado Islámico y sus planes estratégicos eran evidentes en sus
declaraciones y en las redes sociales ya en 2011, cuando no era más que uno de
tantos grupos terroristas en Siria e Irak y todavía no había cometido
atrocidades en masa. Si hubiéramos identificado desde el principio sus
intenciones, y comprendido que el vacío de poder en Siria e Irak les daría un
amplio margen de actuación, habríamos podido, por lo menos, presionar a Irak
para que llegara a acuerdos con la minoría suní y reforzara su frontera con
Siria. Eso al menos habría evitado el efecto multiplicador y propagandístico de
la declaración del califato. Sin embargo, hace poco más de un año, Obama
declaró a The New Yorker que, en su opinión, el EI era el socio débil de Al
Qaeda. “Si un equipo filial se pone la camiseta de los Lakers, eso no les
convierte en Kobe Bryant”, dijo. El no haber detectado la división entre el
Estado Islámico y Al Qaeda ni sus divergencias ha llevado a decisiones
peligrosas. Por ejemplo, los intentos por parte de Washington de que Al
Maqdisi, líder de Al Qaeda, intercediera ante Turki al Binali, antiguo
discípulo suyo y hoy ideólogo del Estado Islámico, para salvar la vida de Peter
Kassig. El cooperante fue decapitado en noviembre. Su muerte fue una tragedia,
pero más trágico habría sido el éxito del plan. Una reconciliación entre Al
Maqdisi y Al Binali habría empezado a acercar a las dos principales
organizaciones yihadistas del mundo.
Occidente se
enfrenta ahora al Estado Islámico a través de los kurdos y los iraquíes en el
campo de batalla y mediante ataques aéreos. Estas estrategias no han desplazado
al EI de todas sus posesiones territoriales, aunque sí han impedido el ataque a
Bagdad y Erbil y las matanzas de chiíes y kurdos en las dos ciudades. Algunos
observadores han pedido una intervención directa, con el despliegue de decenas
de miles de soldados estadounidenses. No conviene desechar estos llamamientos
demasiado deprisa: se trata de una organización declaradamente genocida que
comete atrocidades diarias en el territorio bajo su control.
Imagen de un
vídeo difundido en abril en el que un afiliado al Estado Islámico empuña un
martillo durante la demolición de la ciudad asiria de Nimrod (30 kilómetros al
sureste de Mosul) perpetrada el pasado marzo.
Una forma de
deshacer el embrujo que el Estado Islámico ejerce sobre sus seguidores sería
dominarlo militarmente y ocupar los territorios de Siria e Irak que hoy se
encuentran bajo su poder. Al Qaeda es imposible de erradicar porque puede
sobrevivir como las cucarachas, bajo tierra. El Estado Islámico, no. Si pierde
el territorio, dejará de ser un califato. Los califatos no pueden existir como
movimientos clandestinos, porque la autoridad territorial es un requisito
indispensable: si se les arrebata, los juramentos de lealtad dejarán de ser
vinculantes. Los antiguos fieles podrían seguir atacando a Occidente y
decapitando a los enemigos por su cuenta, desde luego. Pero el valor
propagandístico del califato desaparecería, y con él, el supuesto deber
religioso de viajar allí para ponerse a su servicio.
Sin embargo,
los peligros que supone una escalada del conflicto son inmensos. El mayor
partidario de una invasión estadounidense es el propio Estado Islámico. Es
evidente que los vídeos en los que un verdugo encapuchado se dirige a Obama por
su nombre pretenden arrastrar a Estados Unidos a la lucha. Una invasión sería
una gran victoria propagandística para los yihadistas de todo el mundo y
ayudaría a reclutar más gente. Además, Washington se resiste porque es
consciente de los malos resultados que ha cosechado en campañas anteriores. Al
fin y al cabo, el ascenso del Estado Islámico se produjo porque la ocupación
norteamericana creó un espacio para Al Zarqawi y sus seguidores. ¿Quién sabe
qué consecuencias tendría otro fracaso?
Dado todo lo
que se sabe del Estado Islámico, seguir desangrándolo poco a poco, con ataques
aéreos y guerras con terceros, parece la menos mala de las opciones militares.
Ni los kurdos ni los chiíes van a poder controlar todo el territorio suní en
Siria e Irak; allí les odian, y en cualquier caso no tienen ganas de una aventura
de ese tipo. Pero lo que sí pueden hacer es impedir que el Estado Islámico
cumpla su deber de expandirse. Sin conseguir ese objetivo, el califato no será
el Estado conquistador del profeta Mahoma, sino otro Gobierno más de Oriente
Próximo incapaz de llevar la prosperidad a su pueblo.
El coste
humano de la existencia del Estado Islámico es terrible. Pero la amenaza que
representa para Estados Unidos es menor que Al Qaeda. El núcleo de este último
grupo está obsesionado con el “enemigo lejano” (Occidente). Pero en general lo
que interesa a los yihadistas es su entorno. El Estado Islámico ve enemigos en
todas partes y, aunque sus dirigentes aborrecen a Estados Unidos, la aplicación
de la sharía en el califato y la expansión a las regiones vecinas son sus prioridades.
Los
combatientes extranjeros (con sus esposas e hijos) viajan al califato con
billetes de ida: quieren vivir bajo la auténtica sharía, y muchos desean ser
mártires. Algunos lobos solitarios que apoyan el Estado Islámico han atacado
objetivos occidentales, y habrá más atentados. Pero los terroristas, en su
mayoría, son aficionados frustrados, que no han podido viajar al califato
porque les han confiscado el pasaporte. Aunque el Estado Islámico celebre estos
atentados, todavía no ha planeado ni financiado ninguno. (El ataque contra
Charlie Hebdo, en enero en París, fue fundamentalmente una operación de Al
Qaeda).
Contenido de
forma adecuada, lo más probable es que el Estado Islámico se busque su propia
ruina. Ningún país es aliado suyo. El territorio que controla, aunque vasto,
está deshabitado en su mayor parte y es muy pobre. A medida que deje de
expandirse o incluso se reduzca, su afirmación de que es el instrumento de la
voluntad divina y el agente del Apocalipsis perderá fuerza y llegarán menos
creyentes. Y cuando se filtren cada vez más informaciones sobre la mísera
situación interna, otros movimientos islamistas radicales sufrirán el
descrédito: nadie se ha esforzado tanto en implantar estrictamente la sharía
por medios violentos. Y este es el resultado. No obstante, es poco probable que
la muerte del Estado Islámico sea rápida.
V. Disuasión
Sería fácil,
incluso exculpatorio, decir que el problema del Estado Islámico es “un problema
con el islam”. Sin embargo, limitarse a acusar al califato de antiislámico
puede ser contraproducente, sobre todo si quienes reciben el mensaje han leído
los textos sagrados y han visto que muchas de las prácticas del califato quedan
refrendadas en ellos.
Los
musulmanes pueden alegar que ni la esclavitud ni la crucifixión son hoy
legítimas. Muchos lo dicen. Pero no pueden condenar la esclavitud ni la
crucifixión sin contradecir al Corán y el ejemplo del Profeta.
La ideología
del Estado Islámico ejerce una poderosa influencia sobre cierto sector de la
población. Musa Cerantonio y los salafistas de Londres son inasequibles al
desaliento: ninguna pregunta les hace titubear. Hasta es posible pasarlo bien
con ellos, y eso es lo que da más miedo. Al reseñar Mein Kampf en marzo de
1940, George Orwell confesó que no había podido “nunca sentir antipatía por
Hitler”; algo en él que despertaba la compasión por el perdedor, incluso aunque
sus objetivos fueran cobardes u odiosos. “Si estuviera matando un ratón, sabría
hacer creer que era un dragón”.
Con los
partidarios del Estado Islámico sucede algo parecido. Creen que están
involucrados en unas luchas que rebasan con mucho sus propias vidas, y que el
mero hecho de participar en ese drama, y en el bando de los justos, es un
privilegio y un placer.
Que el
Estado Islámico considere como dogma el cumplimiento de profecías define el
ánimo de nuestro rival. No hay que menospreciar su atractivo intelectual y
religioso. Se puede recurrir a herramientas ideológicas para hacer ver a los
conversos potenciales que el mensaje del grupo es falso. Y las herramientas
militares pueden limitar sus horrores. Poco más puede hacerse ante una
organización tan inmune a la persuasión como esta. Y la guerra posiblemente
será larga, aunque no dure hasta el fin de los tiempos.
© 2015 ‘The
Atlantic’. Publicado en ‘The Atlantic’. Distributed by Tribune Content Agency,
LLC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
me voy a ver los vengadores 2 todavía no lo leo
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