El
avance yihadista rediseña el tablero estratégico de Oriente Próximo
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El auge del Estado Islámico obliga a
replantearse alianzas y enemistades en la región
ÁNGELES
ESPINOSA
Erbil
(Irak)
1
SEP 2014 - 22:10 CEST31
Un grupo de
peshmergas celebra ayer su victoria sobre el Estado Islámico en una posición al
noroeste de Tikrit / YOUSSEF BOUDLAL (REUTERS)
La irrupción
del Estado Islámico (EI) está obligando a
replantearse alianzas y enemistades en Oriente Próximo.
Su amenaza territorial ya ha impulsado la cooperación militar entre los hasta
ahora enfrentados Gobierno central de
Irak y el regional kurdo.
También EE UU y sus aliados se encuentran al lado
de viejos enemigos, sean las milicias chiíes, el
régimen de Bachar el Asad o el Irán de los ayatolás. En algún caso, las
consecuencias pueden ser contraproducentes.
Si la
coincidencia de intereses de EE UU e Irán en la zona puede trazarse al derribo
de Sadam Husein en 2003 —e incluso, dos años antes, al desalojo de los
talibanes de Kabul—, la posibilidad de beneficiar indirectamente a El Asad ha
hecho que el presidente Barack Obama se esté pensando dos veces extender los
ataques a Siria.
El Gobierno
de ese país, que desde hace tres años justifica su brutal represión de las
protestas populares por la lucha contra el terrorismo, se siente reivindicado
por la reacción internacional ante el desafío yihadista.
Pero no sólo
Washington afronta una difícil dicotomía. Teherán,
convertido en faro del islam chií desde su revolución de 1979, ve con contenida
satisfacción cómo la aviación estadounidense debilita al EI, extremistas suníes
que consideran a los chiíes apóstatas indignos siquiera de la conversión.
Así que,
llegado el caso, tendrá que hacer encaje de bolillos para rechazar o justificar
los eventuales bombardeos de EE UU al grupo en territorio sirio. El régimen de Damasco, su principal aliado árabe, ha
dejado claro que los considerará una agresión si se efectúan sin su permiso.
De igual
modo, Irán se encuentra compartiendo barco con
su rival regional e ideológico, Arabia Saudí.
Ambos están enfrentados en Siria, Líbano, Palestina,
Bahréin y Yemen. No obstante, la monarquía saudí, que se reclama líder
del islam suní y a quien muchos analistas responsabilizan de la difusión de las
ideas que alientan el yihadismo, parece haber despertado ante el riesgo de
contagio. Sus autoridades religiosas han
empezado a desacreditar las proclamas del EI.
Pero es
sobre el terreno donde se están viendo los primeros signos de alianzas tan
inesperadas como peligrosas. Cuando el domingo las fuerzas iraquíes lograron
romper el cerco yihadista a la ciudad de Amerli,
contaron con dos ayudas inestimables. Desde
el aire, los bombardeos estadounidenses (y el lanzamiento de ayuda
humanitaria). En tierra, el llamado ejército popular,
una amalgama de milicias chiíes que en su día combatieron contra las fuerzas
norteamericanas y ahora se benefician de su apoyo.
“Nuestro objetivo es el
mismo: luchar contra el EI y rechazar el terrorismo”, justificaba a Reuters un combatiente
de las Brigadas de la Paz, el nuevo nombre del Ejército
del Mahdi de Múqtada al Sadr.
Junto a ese
grupo había también miembros de Asaib Ahl al Haq, Kataeb Hezbolá y la Organización Badr.
Surgidas tras la invasión estadounidense en 2003, las milicias prácticamente
habían desaparecido con la retirada de las tropas hace tres años. Sin embargo,
el primer ministro saliente Nuri al Maliki recurrió a ellas cuando empezó a
verse empantanado en la lucha contra los insurgentes en Faluya, Ramadi y otras localidades de la provincia de Al Anbar.
Sus
voluntarios han encontrado en la ofensiva del EI
una justificación para recuperar presencia pública e influencia. Desde junio,
su imagen de salvadores de la patria les ha granjeado popularidad entre los
chiíes. Pero también suscitan grandes recelos entre la comunidad árabe suní,
que les responsabiliza de asesinatos
sectarios en venganza por las atrocidades yihadistas.
Mientras la
diplomacia norteamericana trata de promover un Gobierno incluyente en Bagdad,
el ascenso de estos grupos paramilitares tiene el efecto contrario. Como
también puede tenerlo la ayuda militar que EE UU y otros países, entre ellos
varios europeos, se han comprometido a facilitar a los peshmergas, las fuerzas
kurdas.
Las
autoridades de la región autónoma del Kurdistán
iraquí aprovecharon la inicial estampida de los soldados iraquíes ante el
avance del EI para ocupar los territorios que
han reclamado históricamente. Hasta que en un giro inesperado, los yihadistas
atacaron sus posiciones a principios de agosto y desencadenaron el pánico en Erbil, la capital kurda. Fue entonces
cuando EE UU decidió apoyarles.
Tanto
analistas como políticos kurdos admiten que la condición implícita de esa ayuda
es que la región autónoma colabore con el Gobierno central y congele, por ahora, sus anhelos de independencia. Al mismo
tiempo, admiten, la modernización de los peshmergas y la mejora de sus
capacidades afianza una de las patas del eventual autogobierno reforzando las
probabilidades de que ése sea el resultado final.
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