Guerra
al terror
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La ciudad de kobani en Siria colindante con Turquia.
Derrotar al Estado Islámico exige de
Obama una estrategia más allá de su contención militar
EL
PAÍS 29 SEP 2014 - 00:00
CEST
Los
bombardeos estadounidenses contra objetivos del Estado Islámico (EI) en Siria
han completado su primera semana para detener a los yihadistas en sus frentes
entre Irak y el Mediterráneo.
La lucha contra el califato ya no es
una operación antiterrorista, como la Casa Blanca la describiera, sino una nueva guerra regional sin fronteras
en la que Obama no ha tenido más remedio que entrar pese a lo incierto de su
desarrollo y su impredecible final.
Lo más difícil está por llegar.
El Estado
Islámico no es la causa de la situación en Irak y Siria. La despiadada milicia
fundamentalista suní es sobre todo producto de un
entorno viciado (Estados fallidos, regímenes corrompidos, dictaduras de toda
laya), enmarcado por el conflicto primordial entre musulmanes chiíes y
suníes. Una pugna que abanderan los dos poderes enfrentados que moldean Oriente
Próximo: Irán y Arabia Saudí.
Alcanzar una
estrategia válida para derrotar al Estado Islámico exige asumir que tan
importante como su contención militar es
combatir las condiciones que lo alimentan.
La barbarie
del EI se ha convertido en una causa defendible para numerosos
jóvenes árabes y no árabes, como lo muestra la participación de europeos y
estadounidenses y la existencia de redes occidentales de alistamiento,
como la desmantelada en España. Es un problema cercano; nuestro.
Ante
esta realidad compleja, las premisas de Obama son débiles.
Pueden pasar
años antes de que el ejército iraquí esté en condiciones de enfrentarse al EI;
o de que las tribus suníes que permiten el avance yihadista dejen de hacerlo.
En Siria es poco probable que los
5.000 rebeldes moderados a los que armará Washington representen una amenaza
real para los fanáticos. Con el agravante de que El Asad se siente reforzado por los ataques
estadounidenses. Washington proclama que sus misiles no ayudan al déspota
sirio, pero la versión de Damasco es que Obama finalmente ha comprendido que El
Asad es un bastión contra el terrorismo.
EE UU necesita construir una
coalición duradera y fiable, más allá del inventario de aviones prestados por
sus socios.
Dos ejemplos
significativos muestran que será un proceso complejo.
Turquía, miembro de la OTAN, sigue sin prestar el apoyo crucial que se
espera de Ankara. Reino Unido, por su parte,
fiel escudero de las causas de Washington, ha
comprometido media docena de Tornados para operar exclusivamente en Irak; y
solo después de que un escaldado Cameron llevara al Parlamento un asunto que
podía decidir por sí mismo.
La gran
cuestión es si el presidente estadounidense otea un plan viable contra el
totalitarismo islamista y está en condiciones de impulsarlo.
Irak o
Afganistán señalan irrefutablemente que las bombas no sirven por sí solas para
liquidar conflictos tan enraizados en sectarismos y dependientes de poderes
exteriores. Obama tiene por delante un difícil empeño cuyo liderazgo solo
él está en condiciones de asumir, por más que haya intentado evitarlo.
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