Jerusalén es menos capital que Tel Aviv
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Con el reciente anuncio de Donald Trump, Estados Unidos pierde su papel
de mediador en Oriente Medio
Jerusalén es menos capital que Tel Aviv
Panorámica de la ciudad vieja de Jerusalén (Oded Balilty / AP)
XAVIER MAS DE XAXÀS
06/12/2017 20:51 | Actualizado a 06/12/2017 23:10
Estados Unidos ha dejado de ser relevante en Oriente Medio y ya no
lidera el mundo. Al reconocer Jerusalén como la capital de Israel, además,
pierde su papel de mediador. A pesar de su preferencia por una solución de dos
estados, el presidente Donald Trump allana el camino para que Israel amplíe y
consolide la ocupación de los territorios palestinos y construya un solo Estado
que alcance el Jordán, un Estado donde, dicho de paso, será menos democrático y
menos sionista.
Jerusalén es la pieza fundamental en cualquier acuerdo de paz. Israel
tiene allí los pilares fundamentales de su Estado. La comunidad internacional,
sin embargo, no la reconoce como capital porque considera que, desde 1967,
Israel ocupa de manera ilegal, los barrios orientales de la ciudad, los que
originalmente la ONU otorgó a los palestinos.
Mientras no haya un acuerdo definitivo sobre las fronteras de Israel y
Palestina, la comunidad internacional considera que es mejor no reconocer la
capitalidad de Jerusalén. Los palestinos también reclaman la ciudad como propia
y quieren instalar allí la capital de su futuro Estado.
Mientras no haya un acuerdo definitivo sobre las fronteras de Israel y
Palestina, la comunidad internacional considera que es mejor no reconocer la
capitalidad de Jerusalén.
Los países árabes y europeos, además de China y el Vaticano, coinciden
en que el futuro para la paz en Oriente Medio ha sufrido un serio revés. Trump
insiste en que trabaja para alcanzar un acuerdo definitivo. Tiene a su yerno
Jared Kushner moviéndose entre bambalinas. No consta, sin embargo, que haya
conseguido algo.
La propuesta saudí, basada en el principio de paz por territorios, está
ahora en un callejón sin salida. Hace años que israelíes y palestinos tienen
más o menos decididas las fronteras de sus estados. A nadie se le escapa que
los palestinos aceptarán que Israel se anexione las zonas orientales de
Jerusalén, donde vive el grueso de los colonos. A cambio de estos territorios,
Israel cederá otros a los palestinos, tanto en el norte como en el sur de
Cisjordania. En medio, en asentamientos aislados, quedarán unos 100.000 colonos
judíos que será necesario evacuar. Jerusalén, en definitiva, serviría de
capital para dos estados mientras la Ciudad Vieja, lugar sagrado para judíos,
musulmanes y cristianos, tendría un estatuto internacional que garantizaría la
libertad de culto.
El gobierno de Beniamin Netanyahu, sin embargo, no trabaja en esta
dirección. Su objetivo es consolidar la ocupación de Palestina y de Jerusalén,
a la que considera la “capital eterna” del pueblo judío. Opina que ninguna otra
nación o religión tiene más derechos sobre Jerusalén que los judíos. Sus
aliados ortodoxos, arquitectos y promotores incluidos, excavan túneles y
construyen edificios en zonas palestinas por la fuerza y en las que se hace
todo lo posible para sacar a los árabes. La ONESCU ha denunciado esta política,
que la ha comparado con la de una potencia ocupante. En consecuencia, Israel, y
también EE.UU., han dejado la organización.
Trump insiste en que trabaja para alcanzar un acuerdo definitivo. No
consta, sin embargo, que haya conseguido algo.
La democracia israelí, una de las más consolidadas del mundo, corre
peligro. La ocupación perjudica al sionismo. Es una seria amenaza. Es imposible
mantener la ocupación para siempre sin que se debiliten los pilares
democráticos del estado. La ocupación comporta violencia y apartheid.
El sionismo ha sido secuestrado por la minoría ortodoxa, la misma que
permite gobernar a Netanyahu.
El sionismo de Ginsberg, Weizmann, Gordon y Ben
Gurion era laico.
Los rabinos diseminados por todo el mundo no idolatraban a
Jerusalén. La ciudad era un símbolo. La realidad estaba en los rollos de la
Torah, no en la ciudad física de Jerusalén.
Trump dice que se ha limitado a reconocer la realidad, el hecho de que
el Gobierno, el Tribunal Supremo y Parlamento israelí están en Jerusalén.
Muchos israelíes, sin embargo, no se reconocen en una Jerusalén dominada por
las versiones más radicales de la religión.
Mis amigos israelíes viven en Tel Aviv, una ciudad moderna, abierta y
tolerante, epicentro de un país con poco más de siete millones de habitantes
que ha sido capaz de desarrollar una de las economías más vibrantes e
innovadoras del mundo. La prueba es que Israel tiene más empresas en el Nasdaq,
que Corea del Sur, India, Japón y la Unión Europea juntas.
A estos amigos, profesionales todos ellos, no les gusta subir a
Jerusalén. Les recuerda el pecado de la ocupación, se ahogan bajo el peso de la
ortodoxia. No les queda más remedio que ir para resolver asuntos burocráticos,
pero regresan a Tel Aviv tan pronto como pueden.
Algunos llegaron a Israel desde países lejanos, atraídos por el ideal de
un sionismo modernizador. Otros nacieron en Israel y prosperaron bajo las
mismas premisas. Les duele la polarización religiosa de su país y temen que
Netanyahu los aleje de la Europa a la que quieren pertenecer.
Israel puede vivir sin Jerusalén, pero no tiene ningún sentido sin Tel
Aviv.
Trump, alentado por Netanyahu y mal asesorado por su yerno, ha cometido
un grave error. Su decisión sienta las bases para un Israel que poco tiene que
ver con el que imaginaron sus fundadores, un Israel más grande pero menos
judío, menos democrático y más violento.
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