¿Qué
pasa en Egipto?
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Por grande
que sea el apoyo que tienen de las clases medias y de las élites financieras,
los militares no podrán solucionar los enormes problemas sociales y económicos
del país. Se inicia una época de graves
turbulencias.
SAMI NAÏR 27 AGO 2013 - 00:00 CET
El golpe de
Estado del Ejército egipcio es una revancha no solo contra los islamistas sino,
sobre todo, frente a la revolución de febrero de 2011. Las protestas de la plaza de Tahrir de aquel año sorprendieron a los
militares tanto como a Hosni Mubarak. Llegaron
en un momento en el que había un grave problema de sucesión en el sistema
político. Durante la última década, una parte importante de la clase dirigente
no aceptaba el modelo de república hereditaria que Mubarak quería instaurar,
tal como se había hecho en Siria. Su hijo, Gamal Mubarak, sucesor putativo, no
tenía apoyos suficientes dentro del sistema: su perfil favorecía a determinados
sectores financieros que amenazaban a otros sectores de la burguesía estatal,
incluso a militares involucrados en negocios. Durante las manifestaciones de
2011, los militares apoyaron formalmente
a Hosni Mubarak frente a los manifestantes, participaron relativamente en la
represión, pero dejaron a los policías y a las milicias paralelas actuar
duramente en contra de los sublevados.
Por otra
parte, Estados Unidos, el principal apoyo del
Ejército egipcio (1.300 millones de dólares por año) dejó clara su posición: apoyaban el cambio democrático, y no
confiaban mucho en la sucesión “hereditaria” porque temían la inestabilidad que
hubiese podido desencadenarse en Egipto dado el descontento general por los 30
años de régimen dictatorial de Mubarak.
Aprovechando
las manifestaciones, la represión y la resistencia de los sublevados, los
militares terminaron por deponer a Mubarak con el acuerdo de Estados Unidos.
Fueron ellos los que acabaron con el dictador, apoyándose en una revolución
urbana minoritaria en el país.
A partir de
aquel momento, los militares no
perdieron nunca el control de la situación en Egipto. Dejaron a los islamistas
ganar las elecciones democráticas, pero impusieron en la nueva Constitución
unas condiciones drásticas: el ministro
de Defensa debía ser un oficial de las fuerzas armadas, el presupuesto de
defensa no sería supervisado por el Parlamento, y 8 de los 15 miembros del
Consejo Nacional de Seguridad, la máxima autoridad del país, debían ser
militares, lo que les otorgaba mayor poder del que tenían durante el régimen de
Mubarak.
Los islamistas calcularon mal sus
fuerzas: no se
dieron cuenta de que eran minoritarios
Los
islamistas desvelaron en menos de un año su verdadera cara: demostraron no ser
capaces de gobernar democráticamente, e hicieron de su ideología religiosa un
programa político. Desataron así la movilización en contra de sus políticas de
los mismos sectores modernos de la sociedad egipcia que se habían movilizado
contra Mubarak.
Mientras
tanto, los militares organizaban la inestabilidad dentro del país: penurias de
electricidad, de agua, inseguridad, etcétera, con lo que incentivaban el descontento
de la población que culpaba a los islamistas de incompetencia (¡lo que era real!), todo ello hasta las
manifestaciones de junio de 2013, que culminaron con la gran protesta del 3 de
julio.
Entonces los
militares, apoyados por fuerzas civiles demócratas e incluso por los islamistas
radicales del partido Nur, perpetraron su golpe de Estado y se concedieron
oficialmente el poder. Los islamistas fallaron porque se equivocaron sobre sus
propias fuerzas: olvidaron que eran minoritarios, pues la mitad de la sociedad
no participó en las diversas elecciones democráticas, y casi la mitad de los
que sí lo hicieron se pronunció en contra de ellos. Al intentar islamizar las instituciones, no se dieron cuenta del
carácter mayoritariamente laico de la sociedad egipcia, provocaron el
despertar de las fuerzas democráticas y la formación a lo largo de un año de un
bloque opositor, en el que se reagruparon tanto quienes apoyaban a Mubarak como
los nasseristas que lo rechazaban, además de los demócratas laicos y una parte
significativa de la “mayoría” hasta entonces silenciosa. ¡Un milagroso
escenario para los militares! El choque era inevitable, y fue incrementándose gracias a la sorprendente incompetencia del
presidente Mohamed Morsi, un ingeniero sin ninguna preparación política.
El golpe de
Estado militar no significa la victoria definitiva de los militares. Es una
etapa, contrarrevolucionaria, dentro del proceso abierto en febrero de 2011.
Traduce una doble clarificación: por un lado, el fracaso de los islamistas, incapaces
de integrar la democracia en su ideología religiosa; por otro, el papel real de
los militares que se quedaron emboscados durante estos dos años a la espera de
una oportunidad para acabar con el proceso democrático. Pero este golpe
conlleva su propia dinámica interna: primero, la represión antiislamista y el desmantelamiento de su estructura
dirigente van a provocar la subida de una nueva generación de cuadros, mucho
más radicales, en la clandestinidad. Desde ahora, se ha abierto una época
de guerra civil larvada, lo que es radicalmente nuevo en Egipto. Segundo, la
represión de los islamistas no va a tener los mismos efectos que tuvo durante
los años cincuenta, en la época de Nasser. Durante aquel periodo el
nacionalismo laico era ideológicamente dominante mientras que ahora es el
islamismo el que se ha impuesto sobre partes importantes de la población.
Además, hoy
día existe un terrorismo islamista por doquier en el mundo árabe (Al Qaeda) y
los islamistas egipcios tienen muchos aliados en la región. Probablemente asistiremos a atentados cuyo
objetivo será la desestabilización económica del país.
El golpe de Estado va a favorecer la
emergencia de una nueva generación de cuadros más radicales
Y esa es
seguramente la consecuencia más peligrosa para el bando democrático egipcio.
Porque cualquier violencia significará el endurecimiento del poder militar, la
utilización permanente de la ley marcial y, al fin y al cabo, la imposición de
una dictadura aún más dura que la de Mubarak. Dicho de otro modo: la dinámica generada por el golpe militar
no puede conducir al fortalecimiento de la democracia, sino todo lo contrario,
a la dictadura sobre la totalidad de la sociedad egipcia.
Se puede
apostar que serán los demócratas los próximos que van a sufrir los efectos del
golpe de Estado. Ahora los militares se benefician del apoyo de estas capas
medias, pero cuando empiecen a
restringirse las libertades, será otro cuento. Es una evolución
probablemente ineluctable porque no se puede imaginar al Ejército egipcio, que
gobierna este país desde 1953, aceptando devolver el poder a la “sociedad
civil” sin haber sido efectivamente
vencido. Bien lo ha entendido Mohamed el Baradei, premio Nobel de la Paz y
vicepresidente de la república instaurada por los militares, que ha dimitido
para protestar contra la represión sangrienta de los islamistas.
La verdad es que se consiguió vencer
al clan familiar de los Mubarak con la ayuda de los militares, pero el sistema de dominación quedó
intacto tanto a nivel del monopolio de la violencia, siempre en manos del
Ejército, como económicamente (los militares representan grupos de intereses
económicos muy importantes). El Ejército retoma las riendas del poder después
de dos años de experimentación democrática.
Queda saber
si la transición democrática ha sido solo un paréntesis en la historia de
Egipto o si, como creo, es el prólogo de
una larga época de revoluciones y contrarrevoluciones en este país. Pues
aun disponiendo del apoyo de una parte de las clases medias y de las élites
financieras dirigentes, los militares —y eso sí que es seguro— no podrán
solucionar los enormes problemas sociales y económicos de Egipto. Esta es la
piedra de toque de la transición democrática, del éxito o del fracaso de la
revolución. Pues ningún poder podrá, solo con la fuerza, hacer frente a este
desafío.
Sami
Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Su último libro es ¿Por qué se
rebelan? (Clave Intelectual, 2013)
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