El debate sobre la
deuda, el crecimiento y la austeridad
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Los profesores de Harvard rechazan las críticas sobre
su estudio que vincula altos niveles de deuda con bajo crecimiento económico.
CARMEN M. REINHART Y KENNETH S. ROGOFF 27 ABR 2013 -
19:08 CET
Carmen Reinhart, economista
de la Universidad
de Maryland, y Kenneth Rogoff, profesor de Harvard. / AGENCIA CONTACT
En mayo de 2010, publicamos
un artículo académico titulado Crecimiento en una época de deuda, cuya
conclusión principal, usando datos de 44
países a lo largo de 200 años, era que tanto en los países ricos como en
los que están en vías de desarrollo, los elevados niveles de deuda pública
—concretamente, una deuda pública bruta equivalente al 90% o más de la
producción económica anual de un país— se asociaban con unos índices de
crecimiento considerablemente más bajos.
Teniendo en cuenta los
debates que están teniendo lugar en el mundo industrializado, desde Washington
hasta Londres pasando por Bruselas y Tokio, sobre la mejor manera de
recuperarse de la Gran
Recesión , ese artículo, junto con otras investigaciones que
hemos publicado, ha sido citado con frecuencia —y, a menudo, de forma exagerada o tergiversada— por políticos,
analistas y activistas de todo el espectro político.
La semana pasada, tres economistas de la Universidad de
Massachusetts, en Amherst, publicaron un artículo que criticaba nuestros
hallazgos.
Descubrieron correctamente un error de
codificación en una hoja de cálculo que nos llevó a calcular mal los índices de
crecimiento de países altamente endeudados desde la Segunda Guerra
Mundial. Pero también nos acusaron de cometer “graves errores” derivados de la
“exclusión selectiva” de datos relevantes y de una “ponderación poco
convencional” de las estadísticas, que son unas acusaciones que rechazamos
categóricamente.
(En el apéndice que acompaña a este trabajo,
solo disponible en Internet, explicamos las cuestiones metodológicas y técnicas
que son objeto de discusión.)
Nuestra investigación, e
incluso nuestros méritos y nuestra integridad, han sido atacados con virulencia
en los periódicos y en la televisión. Los
dos hemos recibido mensajes por correo electrónico llenos de odio, e
incluso amenazantes, en algunos de los cuales se nos culpa de los despidos de
funcionarios, de los recortes en los servicios públicos y de las subidas de
impuestos.
Como economistas
universitarios de carrera (el único servicio público de alto nivel que hemos
prestado ha sido en el departamento de investigación del Fondo Monetario
Internacional), estos ataques nos parecen un triste comentario sobre la
politización de la investigación en las ciencias sociales. Pero nuestras
opiniones no son lo que importa aquí.
Los autores del informe que
se publicó la semana pasada —Thomas Herndon, Michael Ash y Robert Pollin—
afirman que nuestras “conclusiones han servido de baluarte
intelectual para apoyar la política de austeridad”, e instan a los
legisladores a “reconsiderar el plan de austeridad tanto en Europa como en EE
UU”.
Una reconsideración ponderada
de la austeridad es el camino responsable para los legisladores, pero no por
las razones que indican los autores. Sus conclusiones son menos espectaculares
de lo que a ellos les gustaría hacerles creer. Nuestro estudio de 2010
descubrió que, a largo plazo, el crecimiento es aproximadamente un punto
porcentual más bajo cuando la deuda es del 90% o más del producto interior
bruto. Los investigadores de la
Universidad de Massachusetts no rebaten esta conclusión
fundamental, que varios investigadores han explicado con más detalle.
Los estudios académicos sobre
la deuda y el crecimiento se han centrado durante algún tiempo en identificar
la causalidad. ¿La deuda elevada refleja meramente unos ingresos fiscales
menores y un crecimiento más lento? ¿O perjudica la deuda elevada al
crecimiento?
Siempre hemos opinado que la
causalidad se observa en ambas direcciones, y que no existe ninguna regla válida para todas las épocas y para todos los
lugares. En un informe publicado el año pasado con Vincent R. Reinhart, analizamos
prácticamente todos los episodios de deuda elevada prolongada en las economías
avanzadas desde 1800, y en ningún lugar afirmábamos que el 90% fuera un umbral mágico que
transforma los resultados, como han dado a entender los políticos conservadores.
Sí descubrimos que los
episodios de deuda elevada (90% o más) eran poco frecuentes, largos y costosos.
Solo había 26 casos en los que la relación deuda/PIB superara el 90% durante
cinco años o más; el periodo medio de deuda elevada era de 23 años. En 23 de
los 26 casos, el crecimiento medio era más lento durante el periodo de deuda
elevada que en los periodos con unos niveles de deuda más bajos. De hecho, las
economías crecían a una tasa media anual de aproximadamente el 3,5% cuando la relación era inferior al
90%, pero solo a un ritmo del 2,3% de media con unos niveles de deuda relativa
más elevados.
(En 2012, la
relación deuda/PIB fue del 106% en EE UU, del 82% en Alemania y del 90% en Gran
Bretaña; en Japón la cifra es del 238%,
pero Japón es en cierta manera excepcional porque son sus habitantes los que
poseen casi toda la deuda y es un acreedor del resto del mundo.)
El hecho de que los episodios
de deuda elevada duren tanto indica que no se deben, como sostienen algunos
economistas liberales, simplemente a unas recesiones en el ciclo económico.
En Esta vez es distinto,
nuestra historia de 2009 sobre las crisis financieras a lo largo de ocho
siglos, descubrimos que cuando la deuda soberana alcanzaba unos niveles
insostenibles, también lo hacía el coste de endeudamiento, suponiendo que fuera
siquiera posible obtener préstamos. La actual situación a la que se enfrentan
Italia y Grecia, cuyas deudas se remontan a principios de la década de 1990,
mucho antes de la crisis financiera mundial de 2007-2008, corrobora este punto
de vista.
Esta discusión con carga
política, especialmente intensa en la última semana más o menos, ha equiparado
falsamente nuestro hallazgo de una asociación negativa entre la deuda y el
crecimiento con un llamamiento inequívoco a la austeridad.
Estamos de acuerdo en que el
crecimiento es un objetivo difícil de alcanzar en épocas de deuda elevada.
Sabemos que recortar el gasto
y aumentar los impuestos es difícil en una economía con un crecimiento lento y
un desempleo persistente. La austeridad raras veces funciona sin unas reformas
estructurales —como por ejemplo cambios en los impuestos, en las normativas y
en las medidas relacionadas con el mercado laboral— y si se diseña mal, puede
afectar de una forma desproporcionada a los pobres y a la clase media. Nuestro consejo
habitual ha sido evitar que se retire el estímulo fiscal demasiado rápidamente,
que es una postura idéntica a la que mantienen la mayoría de los economistas
convencionales.
En algunos casos, hemos sido
partidarios de unas propuestas más radicales, entre las que se incluye la reestructuración de la deuda (una expresión
educada para una suspensión de pagos parcial) pública y privada. Dichas
reestructuraciones ayudaron a resolver el aumento de la deuda durante la Primera Guerra
Mundial y la Depresión. Y
durante mucho tiempo hemos estado a favor de amortizar la deuda soberana y la
deuda principal de los bancos en la periferia europea (Grecia, Portugal,
Irlanda y España) para impulsar el crecimiento.
En EE UU, abogamos por la
reducción del principal de la hipoteca en las viviendas en las que la hipoteca
es más alta que el valor de la casa. También hemos escrito sobre unas
soluciones plausibles que implican una inflación moderadamente más elevada y
una “represión financiera” (reducir los tipos de interés ajustados a la
inflación, lo que equivale en realidad a gravar a los tenedores de bonos). Esta
estrategia contribuyó a las significativas reducciones de la deuda que
siguieron a la Segunda
Guerra Mundial.
En resumidas cuentas, muchos
países de todo el mundo tienen unas deudas públicas extraordinariamente
elevadas según criterios históricos, especialmente cuando se tienen en cuenta
los programas de ayuda médica y de ayuda a la tercera edad. La eliminación de
esas cargas de la deuda implica normalmente una transferencia, a menudo
dolorosa, de los ahorradores a los prestatarios. Esta vez no es diferente, y el
último follón académico no debería desviar nuestra atención de ese hecho.
Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff son
profesores de Harvard.
Traducción de News Clips. Copyright del New York Times News
Service 2013
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