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domingo, 20 de agosto de 2017

El hambre azota a Somalia… de nuevo

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Una mujer en un campamento interno de desplazados ubicado a las afueras de Dinsor, en SomaliaCreditGiles Clarke/Getty Images
https://www.nytimes.com/es/2017/08/16/el-hambre-azota-a-somalia-de-nuevo/?smid=fb-espanol&smtyp=cur
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MOGADISCIO, Somalia — Mientras esperaba que me recogieran en el aeropuerto de Mogadiscio, un policía me contó una historia apócrifa: una cabra cegada por el hambre confundió a un bebé envuelto en una tela verde con pasto, y arrancó un gran bocado del brazo del bebé. El grito angustiado del niño hizo que la madre se hincara y orara, llorando. Al día siguiente, un amigo con el que me encontré en Mogadiscio contó una variación de la misma historia.
Considero que ese relato abarca mucho de lo que todos deberían saber sobre la gravedad de la actual hambruna en el Cuerno de África, donde hay más de seis millones de afectados, los cultivos se están secando, el ganado muere o agoniza, y hay escasez de agua y alimentos. El cólera, la tifoidea y la meningitis finalizan lo que el hambre comienza.
El entrelazamiento de la hambruna con las guerras ha multiplicado la magnitud de las muertes entre los agricultores y ganaderos de Somalia. Según el Departamento de Estado de Estados Unidos, la sequía y el hambre han desplazado a más de medio millón de somalíes desde noviembre de 2016. Esas personas han buscado mejores condiciones de vida en los campamentos de refugiados ubicados en los límites de Mogadiscio y otros pueblos. Somalia ya tenía cerca de 1,1 millones de desplazados internos.
Las familias de los campamentos internos de desplazados han dejado sus granjas resecas y caminaron muchos kilómetros bajo el calor inclemente, a través de tierras sin vegetación. Los padres enloquecen de desesperación al ver cómo sus bebés fallecen de hambre, sed o ambas. El hambre afecta los recuerdos de los niños. Más de un millón de ellos se presentan como desnutridos en Somalia, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia.
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Un bebé en un centro de tratamiento de cólera en Baidoa, Somalia, en marzo. El brote de cólera está vinculado a la sequía y la escasez de agua potable. CreditTyler Hicks/The New York Times
Han vuelto los fantasmas de las hambrunas pasadas. En 1974, yo vivía en Somalia y fue el año en que no llovió y la sequía se convirtió en una hambruna. Nuestros familiares —que habían perdido a varios niños y a sus animales por la hambruna— se presentaron en nuestra casa.
Diecisiete años después, en 1991, la guerra civil de Somalia destruyó al Estado y provocó una tremenda reducción en la producción de alimentos. En 2011, cuando otra hambruna afectó al país, recuerdo haber estado parado en medio del terreno desolado por la falta de lluvias, mientras un viento tan desnutrido como las personas soplaba por la tierra yerma, incapaz de levantar el polvo de las grietas del suelo reseco.
Los hombres y las mujeres con los que me encontré carecían de todos los elementos que le dan sentido a la existencia. Cerca de 260.000 personas murieron de hambre.
Shabelle Baja y Bakul, las dos regiones más azotadas por la hambruna y controladas por militantes de Al Shabab, son inaccesibles. Al Shabab niega la existencia de la hambruna en las zonas que controla y ha prohibido que las agencias humanitarias atiendan a los afectados. Tristemente, tanto las Naciones Unidas como la comunidad internacional han evitado calificar esa situación como hambruna.
Entré en contacto con un hombre a quien llamaré Markaawi. Trabajó con un grupo de ayuda que operaba un campamento para los desplazados por la guerra y la hambruna. Desde la caída del Estado somalí, en 1991, es muy probable que uno sea víctima de una bomba mientras conduce por una carretera, come en una cafetería o un restaurante, se hospeda en un hotel de lujo, se atiende en un hospital o vive en un campamento de refugiados.
Mis amigos de Mogadiscio, a quienes fui a visitar desde Ciudad del Cabo —donde vivo ahora—, me disuadieron de viajar a los campamentos a las afueras de la capital. Markaawi me ayudó a reunirme con algunas familias de desplazados en su oficina, cercana a mi hotel.
Durante nuestras conversaciones los escuché decir, una y otra vez, que la hambruna ya había surgido meses antes de que se hablara del tema, que la respuesta internacional había sido lenta y las enfermedades, la desnutrición infantil y las muertes tempranas se habían intensificado conforme la hambruna se había extendido hacia el sur de Somalia, particularmente a los territorios controlados por Al Shabab.
Diversos factores como la disfuncionalidad del Estado somalí, su incapacidad para mejorar la economía y satisfacer las necesidades de su pueblo, la prolongada guerra y la corrupción de la clase política habían obligado a los somalíes a confiar más en la comunidad internacional.
Hay una clara sensación de que la actual hambruna es más letal que la de 2011. “En 2011, perdimos un tercio de los animales que teníamos”, dijo un hombre. “Ahora la devastación es más grave. Perdimos todo nuestro ganado. No hay agua, no hay comida y no hay semillas para plantar”. La gente recurrió a la única opción disponible: se fue. Todas las familias en el campamento reciben 70 dólares de los grupos de ayuda, para alimentarse y mantenerse.
Conocí a Faduma Abdullahi, de 36 años y madre de ocho hijos que llegó al campamento de desplazados a las afueras de Mogadiscio desde un pueblo del distrito de Kurtunwarey en el sur de Somalia, aproximadamente a 160 kilómetros.
Ella y su esposo, un aparcero, tenían una granja, una casa y sobrevivieron a la hambruna de 2011 consiguiendo artículos básicos mediante el trueque. Ahora han abandonado su granja y casa porque casi todo lo que tenían ya no existe. La pareja temía que tanto ellos como sus hijos murieran por inanición. “Pedimos prestado para el boleto de autobús y nos vinimos al campamento”, dijo. De los 70 dólares que la ONG les da, le pagan una parte a un habitante del pueblo para que cuide su casa.
En marzo, altos funcionarios le dijeron al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que se necesitaban 2100 millones de dólares para proporcionar la ayuda necesaria para salvar las vidas de 12 millones de personas en Yemen y varios países de África, pero los Estados miembro y los donantes solo han dado el seis por ciento de esa cifra.
A Markaawi le preocupa la brecha entre lo que los gobiernos y donantes prometen y lo que finalmente entregan. Me contó un cuento folclórico en el que una mujer que se está muriendo de hambre escucha el mugido de una vaca que proviene del cielo y ruega a Alá que la vaca baje para que pueda darle de comer a sus famélicos hijos. Cuando la vaca está frente a la mujer resulta ser una hiena.
Le pedí que interpretara el cuento y me dijo: “Yo diría que ningún tipo de apoyo cuyo objetivo principal sea solo proporcionar ayuda humanitaria urgente y paliativa será suficiente para resolver la situación”.

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