El
problema no es Trump
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Decenas de
millones de estadounidenses apoyan a un candidato que no tiene causa, sino enemigos
JOHN
CARLIN
6
NOV 2016 - 21:34 CET
El candidato
republicano a la Casa Blanca, Donald Trump. CARLO ALLEGRI REUTERS
"El demagogo es
aquel que predica doctrinas que sabe que son mentira a gente que sabe que es
idiota".
H.L.
Mencken
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El problema
no es Donald Trump. El problema es el trumpismo,
un cóctel de odio y fascismo repleto de mentiras e
incoherencias confeccionado sobre la marcha por Trump y sus aduladores
en un proceso febril de incitación mutua.
Los
ingredientes del odio los conoce cualquiera que ha prestado una mínima atención
a la campaña presidencial de Estados Unidos: denigra a los mexicanos, a los musulmanes, a los judíos, a los negros, a los
inmigrantes en general, a los minusválidos, a los intelectuales y a las
mujeres, especialmente las mujeres modernas, postfeministas e independientes,
cuya imagen más visible es su rival para la presidencia de Estados Unidos,
Hillary Clinton.
Los
ingredientes fascistas tampoco han sido difíciles de identificar: Trump,
apoyado en su candidatura por el diario oficial del Ku
Klux Klan, expone que si llega a la presidencia encarcelará a Clinton,
desdeñando el principio democrático de la independencia judicial; que si no
llega, no respetará el resultado, sugiriendo a la vez que podría animar a sus partidarios a alzarse en armas; que la tortura
es deseable como método de interrogación; que los musulmanes en Estados Unidos,
como los judíos en la época nazi, deben estar todos identificados en una base
de datos.
Pero el
problema no es Donald Trump, por más que sea la expresión hecha carne de casi
todo lo que es vil en el ser humano. El problema es la gente que cree que
semejante bicho es digno de ser el presidente de Estados Unidos, el país con
más poder sobre la humanidad que cualquier otro. El problema es que decenas de millones de estadounidenses piensen votar
por un hombre que dice que el gobernante que más admira en el mundo es
el dictador ruso y exoficial del KGB Vladímir Putin. El problema es la idiotez
de la jauría trumpista.
“Amo a los que no
tienen educación”, declara Trump, y las multitudes le vitorean. Les ama porque no saben
distinguir entre la verdad y las mentiras en las que se basa, que, como está
bien documentado, conforman el 70% de lo que dice.
Un ejemplo
entre miles. Trump insiste en que el índice de homicidios en Estados Unidos hoy
es el más alto en 45 años. Trump se queja ante sus devotos de que la prensa
jamás lo menciona. No lo hace porque es mentira. El índice de homicidios fue el
doble en 1980 que en 2015.
Lo que hace
Trump es presentar una imagen de Estados Unidos aterradora, una especie de Estado fallido hundido en la criminalidad y la miseria.
Es el viejo truco del demagogo fascista, sea este
Hitler, Franco o Mussolini, sea el enemigo el comunismo o la conspiración
judía. Confiad en mí; solo yo soy capaz de salvaros.
El problema
no es Trump; el problema son los que creen en él. Como nos recuerda una crítica
en el New York Times de la biografía más reciente de Hitler, escrita por un
historiador alemán llamado Volker Ullrich: “Lo que realmente da miedo en el libro de
Ullrich no es que Hitler pudiera haber existido, sino que tanta gente parece
haber estado esperando que apareciera”.
Es verdad
que el apelativo de fascista se ha escupido con exagerada frecuencia y ligereza
desde los años treinta. Pero en este caso, ya que de lo que se habla es la
campaña de Trump para ascender al poder, la comparación no es frívola.
Reputados intelectuales de izquierda y derecha en Estados Unidos, entre ellos
el profesor universitario de economía Robert Reich y el historiador Robert
Kagan, han definido explícitamente como de carácter fascista el culto al hombre
fuerte redentor que se ha creado alrededor de la figura de Trump.
La victoria electoral de Hitler en 1933 fue el triunfo del odio,
la barbarie y la estupidez. Una victoria para Trump en las elecciones de mañana
sería lo mismo. No existe lógica alguna para que decenas
de millones de estadounidenses, el grueso de ellos aparentemente hombres
blancos que se sienten marginados y resentidos, vean en Trump el hombre
que les devolverá a la prosperidad. La parte del
cerebro que utiliza la razón no entra en juego. Trump es un billonario que no
ha pagado impuestos en 20 años y está favor de que se recorten los impuestos de
los mega ricos aún más.
La parte del
cerebro que sí entra en juego es la más
primaria y animal. La del miedo y la agresión, la de la manada. Tony
Schwartz, que hace 30 años vendió su alma y escribió para Trump su libro El arte de la negociación, llegó a conocer al actual
candidato presidencial mejor que casi nadie. “Trump está solo un eslabón por
encima de la jungla”, dijo en una entrevista la semana pasada con el Times de
Londres. “Su visión del mundo es tribal”.
Lo cual
sería solo un problema para aquellos de sus familiares y conocidos que lo
tienen que aguantar si no fuera por el hecho de que las masas descerebradas le adoran y existe el serio riesgo de que acabe
ocupando la Casa Blanca. No hay análisis político que lo explique. Esa
herramienta sobra. Para entender el fenómeno Trump hay que recurrir a la
antropología, en este caso al estudio del animal humano en su versión más
salvaje y primitiva. Porque el trumpismo no tiene causa; tiene enemigos. No
propone esperanza; propone odio.
El problema
no es Trump. Lo fantástico, lo grotesco, lo surreal es que en vísperas de las
elecciones las encuestas digan que el
odio, la barbarie y la estupidez tienen una razonable posibilidad de triunfar,
que no es disparatado pensar que Trump consiga los votos necesarios para ser coronado
presidente de Estados Unidos. Lo fantástico, lo grotesco, lo surreal es que
tantos millones de los habitantes del país más próspero del mundo compartan su
visión tribal, que no solo Trump sino sus devotos estén solo un eslabón por
encima de la jungla.
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