En 10 años en México se ha matado a un millón de
personas esto es 532 veces más que las que mato el Estado Islámico en 2014
Epidemia
de terror urbano
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/11/30/actualidad/1480504948_770791.html
La tasa de
criminalidad crece en las ciudades de América Latina, pese al dinamismo que ha
experimentado la región. Drogas, armas y falta de expectativas forman parte de
la ecuación
JAN
MARTÍNEZ AHRENS
4
DIC 2016 - 00:00 CET
Policías
mexicanos junto a un cadáver en Acapulco, la ciudad con una de las tasas más
altas de homicidios. PEDRO PARDO (AFP) EL PAÍS VÍDEO
El culatazo
dio en la ventanilla del Jeep Cherokee gris. “¡Abre o mueres!”. Dos ojos rojos
le miraban. El conductor tenía que decidir. Estaba en el corazón burgués de la
Ciudad de México. Había peatones a menos de dos metros, coches por delante y
por detrás, y un atracador de 26 años a pocos centímetros de su cara empuñando
una pistola. La duda duró menos que el miedo. El conductor bajó la ventanilla e
inmediatamente pasó a formar parte de un variopinto grupo al que ese día
también pertenecían un padre desvalijado cuando paseaba con sus hijos, una
extranjera de pelo dorado raptada y violada, cuatro estudiantes torturados y
una decena de campesinos baleados. Un día como tantos
otros en México en que se denunciaron 45.000 delitos y quedaron en la sombra otros 400.000. Un día en que, una vez más,
creció esa masa informe y terrible que igual roba, viola o mata y a la que se
define como inseguridad.
El concepto
es débil y difuso. Se sabe que la inseguridad prolifera en las ciudades y que
se dispara con el tráfico de drogas. A partir de ahí, es imprevisible. Muta
rápidamente y se adapta a casi cualquier ambiente. Hubo un tiempo en que se
vinculó a la pobreza. Hace mucho que esta teoría quedó alicorta. Demasiado
lineal. La miseria no es causa suficiente. Y a veces ni siquiera necesaria.
América Latina es un buen ejemplo para entenderlo.
El área
registra una de las mayores tasas delictivas del mundo. Más de un millón de asesinatos entre 2000 y
2010. En 11 de sus 18 países, los
homicidios tienen estatus de epidemia, es decir, superan los 10 casos por cada
100.000 habitantes. Hay ciudades como Caracas,
Acapulco, San Pedro Sula o San Salvador donde este índice es 10 veces mayor.
Ahí no se trata de una epidemia, sino de puro terror.
Pero en este
territorio no todo ha ido mal. Por el contrario, Latinoamérica experimentó en
la década pasada uno de los mayores desarrollos económicos de su historia. El
desempleo descendió de forma sostenida, 70 millones de ciudadanos salieron de
la pobreza y el crecimiento agregado fue del 4,2% anual. Un sueño para
cualquier economista. No para un policía. Con la bonanza, la criminalidad
también aumentó. Homicidios y robos alcanzaron tasas delirantes. La
bienintencionada correlación (menos pobreza-menos delito) encalló. La
inseguridad demostró tener una genética más compleja. Detrás del delito latían
fuerzas poco estudiadas.
La paradoja,
devastadora para las charlas de café centroeuropeas, ha sido analizada con
detenimiento por el Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD).
En un informe referencial, publicado en 2014, se constató que la singularidad
se mueve en aguas profundas. Ni siquiera hay una relación estrecha entre ingreso
y crimen. Honduras y El Salvador presentan las tasas de homicidio más altas,
pero sufren la misma pobreza que Bolivia y Paraguay, con los menores índices de
homicidios de la región.
Otro tanto
sucede con la desigualdad y el desempleo. Su reducción en la década prodigiosa
no trajo consigo, según los expertos de la ONU, un descenso de las muertes y
los robos. “Tomadas por separado, la pobreza, la desigualdad de ingresos y el
desempleo no parecen explicar satisfactoriamente los niveles de inseguridad en
la región. Por el contrario, el crimen ha aumentado en un contexto regional de
crecimiento dinámico y de mejoras notables en indicadores sociales. Entender
esta particularidad requiere aceptar que la violencia y el crimen no tienen
explicaciones simples”, señala el informe del PNUD.
Derribados
los tópicos, emerge como posible factor causal algo profundamente enraizado en
América: las grandes organizaciones criminales, especialmente las dedicadas al
narcotráfico. Su capacidad de corrupción, su penetración en los aparatos
estatales y su letalidad las convierten en un candidato explicativo de primer
orden. Pero nuevamente la inseguridad se escapa a reduccionismos. “El
narcotráfico dinamiza el delito, pero no es el origen, su desaparición no
cambiaría radicalmente el panorama, siempre habría mercados ilícitos, negocios
sucios, diversificación criminal. Legalizar la droga no es la varita mágica”,
afirma Gema Santamaría Balmaceda, profesora del Instituto Tecnológico Autónomo
de México y asesora principal del informe del PNUD.
Visto así,
el narco es más una consecuencia que una causa. Hay un caldo de cultivo previo,
cuyo origen es multifactorial y, por tanto, difuso. Como cualquier concepto
débil, la inseguridad vive en continua transformación y es poroso al cambio
social. Influyen factores como las expectativas sociales, la calidad del
empleo, los entornos urbanos masificados y, desde luego, las drogas y las
armas.
La franja
rescatada de la pobreza no ha entrado en la clase media. Tiene un pie dentro y
otro fuera. Al menor vendaval puede volver al pozo
“No hay una
evidencia fuerte de correlación entre la pobreza y la desigualdad con el
delito, pero sí que hemos advertido la importancia cardinal que tiene el
crecimiento de la sociedad de consumo. Se forman enormes mercados ilegales de
coches, teléfonos, comida, animales… sostenidos por altísimas demandas que
paradójicamente responden a una mejora de los ingresos de las clases medias
bajas”, explica Marcelo Bergman, director del Centro de Estudios
Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia de la Universidad Tres de
Febrero, en Argentina.
Estas nuevas
tipologías, agrupadas en el denominado “delito aspiracional”, representan uno
de los fenómenos más disruptivos. Y su explicación no es sencilla. Los estudios
muestran que la franja social rescatada de la pobreza durante la década áurea
no ha entrado directamente en la clase media, sino que tiene un pie dentro y
otro fuera. Al menor vendaval puede volver al pozo. Forma el llamado “grupo
vulnerable” y es la clase más numerosa de Latinoamérica: un 38% de población.
Sus empleos son de escasa calidad, viven expuestos a la informalidad económica
y su movilidad social es mínima. El desarrollo económico, por tanto, no ha
creado una barrera fuerte frente al delito. Justo al revés. Las ansias de
consumo se han disparado, pero no los medios para satisfacerlas. El problema no
es la pobreza, sino la falta de expectativas. “Las personas en situación de
pobreza no son necesariamente las que delinquen, sino que lo hacen quienes
tienen aspiraciones para alcanzar las metas prescritas por la sociedad (ropa de
marca o celulares de última generación), pero que tienen desventajas para
materializarlas con malos empleos y sueldos bajos”, señala el informe del PNUD.
Junto a la
insatisfacción social, otro detonante silencioso es el entorno. No hay zona más
urbanizada del mundo que Latinoamérica. El 80% de la población vive en
ciudades. En la periferia de la capital de México, una megaurbe de 23 millones
de habitantes, lo explica, colonias como Desarrollo Urbano Quetzalcóatl (68.000
habitantes) no tienen una sola biblioteca, pero sí 450 establecimientos de
venta de alcohol. El barrio, con el 70% de desempleo juvenil, tiene el dudoso
honor de ser el que más presos aporta a las cárceles del Distrito Federal.
Es en
espacios así donde bulle la sopa prebiótica de la violencia. Mundos sin memoria
de mejoras, con empleos de ínfima calidad y derrotas por doquier. Todo listo
para el último ingrediente: el tráfico de drogas. “El narcotráfico exacerba
hasta la caricatura los ideales consumistas de la sociedad en que vivimos:
coches, mujeres y armas”, explica Andreas Schedler, profesor del Centro de
Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y autor de En la niebla de la
guerra: Los ciudadanos ante la violencia criminal organizada.
En los
arrabales, el narco actúa como ascensor social. Ofrece lo que el sistema niega.
Pero exige el uso de armas. Y a nadie se le escapa el impacto que tiene un
balazo. Un solo asalto con revólver causa miedo; decenas de miles, terror
social. En América Latina, entre un tercio y la mitad de los robos son
perpetrados con armas de fuego. Una media que sube al 78% en el caso de los
homicidios. En Brasil, Chile o Argentina más del 60% de los presos reconocen
que tuvieron su primera arma de fuego antes de los 18 años. Eso es la
inseguridad.
Frente a
esta marea, las barreras de contención son pocas. A veces, esto no se entiende
en Europa y EE UU. La policía, las fiscalías, el Estado son en grandes zonas de
América Latina entes ineficaces, inexistentes o están penetrados por el narco.
No totalmente, pero sí lo suficiente como para que no tengan efectos
disuasorios.
La solución
requerirá tiempo. A su alrededor se acumulan grandes palabras: educación,
redistribución, enfoques integrales. “No hay bala de plata y depende de si los
países tienen una tasa alta o baja de criminalidad, pero desde luego la
inversión social y reducir la impunidad ayudan”, indica el profesor Marcelo
Bergman. “Hay que cuidarse del populismo penal, la mano dura y la tolerancia
cero. Quien promete remedios a corto plazo no es creíble. Pero tampoco hay que
resignarse: el esfuerzo social colectivo puede lograr resultados drásticos en 5
o 10 años”, explica Schedler.
Y mientras
se avanza, el crimen sigue ahí. Lo saben bien los más ricos. En Latinoamérica
ya hay un 50% más de vigilantes privados que agentes de policía. La vida
tranquila sólo existe dentro de la burbuja. El lobo anda por las calles.
Cualquiera puede ser la próxima víctima. Da igual ir en un buen coche o por una
calle respetable. La violencia puede llamar a su ventana. Un culatazo, dos ojos
enrojecidos y usted tendrá que decidir. Bajar o no bajar el cristal.
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