Opinión:
Cómo Lula da Silva defraudó al mundo
http://lat.wsj.com/articles/SB10567924150949054683404582237930684539446?tesla=y
La
presidenta Dilma Rousseff, durante un discurso en mayo, junto con el ex
mandatario Luiz Inácio Lula da Silva. PHOTO: ZUMA PRESS
Por MARY ANASTASIA O’GRADY
domingo,
7 de agosto de 2016
20:06 EDT
Durante el
fin de semana, los Juegos Olímpicos de 2016 se inauguraron en Rio sin
incidentes mayores. Esto parece casi un milagro después de semanas de informes
desalentadores sobre construcciones de mala calidad, fuerzas de seguridad mal
preparadas y congestiones de tráfico monumentales. Está por verse si
deportistas, visitantes y residentes locales pueden pasar las próximas dos
semanas sin una catástrofe.
No se suponía
que iba a ser así. Cuando en 2009 Rio ganó el derecho a ser la ciudad
anfitriona de estos Juegos tampoco se contemplaba que Brasil se vería como se
ve hoy, con un déficit presupuestario equivalente a 8%
del Producto Interno Bruto, una inflación cercana a 10%, dos años de
contracción económica y un pozo negro de escándalos de corrupción.
En 2009,
Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores, llevaba más de seis
años al frente del país y era una especie de estrella mundial del rock. Su retórica
denigraba el liberalismo económico de los años 90 mientras promovía una nueva y
mejorada marca de socialismo con un toque de samba.
Buena parte
de la región compró la versión 2.0 de Estado grande que vendió Lula da Silva.
Las preocupaciones sobre el regreso del populismo latinoamericano de corte
izquierdista y su potencial amenaza al espíritu empresarial y al crecimiento
económico fueron respondidas con afirmaciones de que esta vez sería diferente.
Lula da
Silva era un hombre de izquierda, pero no era Hugo Chávez, explicaba la
creencia popular. Una portada de 2009 de la revista The
Economist tenía el título de Brasil despega. El artículo citaba una
proyección de la consultora PwC que decía que para 2025
São Paulo sería la quinta ciudad más rica del mundo. En su mayoría los
expertos estuvieron de acuerdo: Brasil estaba en camino de asumir el lugar que
le correspondía como una superpotencia económica global.
En 2011,
después de dos mandatos, Lula da Silva dejó la presidencia, que quedó en manos
de su sucesora Dilma Rousseff, también del PT. Se suponía que los Juegos
Olímpicos de 2016 habrían de mostrar el paraíso socialista que habían cultivado:
una utopía urbana que mezclaba vivienda asequible, grandes empresas
industriales nacionales y redes ordenadas de transporte público para
proporcionar una experiencia de vida tranquila y ambientalmente certificada.
En lugar de
eso, apenas semanas antes de la inauguración los lavamanos se desprendían de
las paredes en la Villa Olímpica.
La
delegación de Australia abandonó el lugar luego de haber encontrado, entre otras cosas, cables
eléctricos expuestos cerca de charcos de agua.
La
Bahía de Guanabara,
donde se llevan a cabo las competencias de natación al aire libre y náutica, es
un gigantesco cultivo de bacterias.
Una nueva
línea de metro que se suponía llevaría a los visitantes a los Juegos termina casi 13 kilómetros antes del destino final prometido.
La empresa de seguridad que fue
contratada para requisar a los espectadores fue despedida hace 10 días por no
cumplir con el contrato. Los organizadores pasaron apuros la semana para contratar y capacitar
un equipo de reemplazo.
El mundo parece anonadado. No debería estarlo. Rio es un
microcosmos del Brasil de Lula, donde la burocracia dirige las cosas de arriba
abajo y los seres humanos son algo que se considera por añadidura. Lo único que
falta en la analogía de Rio, hasta ahora, es la corrupción que floreció a nivel
federal durante los 14 años de gobierno del PT.
Los políticos de Brasil aspiran a la
grandeza del primer mundo pero insisten en preservar instituciones del tercer
mundo. No es porque
no entiendan la eficacia de las instituciones independientes y los pesos y
contrapesos. Es precisamente porque la entienden.
El
presidente Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la
Social Democracia Brasileña, fue una excepción a la regla. Durante su
mandato de ocho años antes de Lula da Silva, Brasil descubrió la estabilidad
macroeconómica usando políticas responsables del banco central, un tipo de
cambio flotante y la meta de superávits fiscales. El banco central adoptó una
mayor transparencia, previsibilidad y una meta de inflación, lo que generó confianza
entre los mercados. El banco central también asumió un papel de supervisor de
los bancos estatales para evitar el exceso de financiación del Estado o sus
compinches.
Durante el
gobierno de Lula da Silva y luego en el de Rousseff —quien ganó las elecciones
en 2010 y 2014— el compromiso con la disciplina fiscal se erosionó
gradualmente. La estatal Caixa Econômica Federal y el
Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) expandieron
rápidamente el crédito. Esto era arriesgado y tenía el potencial de aumentar la
inflación, pero el banco central ignoró el problema.
Mientras
Lula da Silva y luego Rousseff promovían Brasil como un país de clase mundial,
hicieron poco por reducir la carga del gobierno sobre los emprendedores.
La clasificación del Banco Mundial de 2016 sobre la facilidad de
hacer negocios en 189 países coloca a Brasil en el puesto 174 en la categoría
de “apertura de una empresa”,
169
en la de “obtención de permisos de construcción”,
130 en “registro de la propiedad”,
178
en el “pago de impuestos” y
145
en “comercio transfronterizo”. Esto no suena a superpotencia.
A finales de
julio, Lula da Silva fue acusado por un tribunal federal de Brasil de
obstrucción a la justicia en una investigación de corrupción. Rousseff enfrenta un juicio político de destitución
por maquillar las cuentas del gobierno y actualmente está bajo el
enjuiciamiento del Senado. Si el fraude político por llevar a una nación a la
ruina fuera un delito, los dos ya habrían sido condenados.
Escriba a O’Grady@wsj.com.
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