La
élite global afronta un año en el que la globalización está en peligro. Es más probable que la UE se desintegre, o
al menos se reduzca
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FABRICE COFFRINI/AGENCE FRANCE-PRESSE/GETTY IMAGES
Por STEPHEN FIDLER
lunes,
16 de enero de 2017
16:51 EDT
Este año es
diferente. Mientras las élites financieras, empresariales y políticas del mundo
acuden a la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos, el orden
económico global tambalea. La pregunta es si se puede rescatar.
La historia
comenzó un nuevo capítulo en 2016. El triunfo de Donald Trump en las elecciones
estadounidenses y la decisión de los electores británicos de abandonar la Unión
Europea, un proceso conocido como brexit, revirtieron la marcha hacia una
integración económica del mundo cada vez más estrecha que había tenido lugar
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Los
movimientos políticos que se oponen a la clase dirigente han ganado terreno en
Europa continental, alentados por la anémica recuperación tras la crisis de la
zona euro, donde los
salarios están estancados y el desempleo sigue siendo alto en numerosos países.
Su influencia podría aumentar en un año en que hay
elecciones en Francia, Alemania, Holanda y posiblemente Italia.
Muchos
interpretan estos acontecimientos como una señal de que las personas que habían estado al margen del proceso político están
finalmente tomando el control de sus destinos. A otros, incluyendo la élite
mundial que se congregará esta semana en Davos, les preocupa que esta clase de
eventos termine por desarticular las conexiones internacionales que han
producido una riqueza sin precedentes.
En el
corazón del cambio radica un acontecimiento fundamental en la economía de la
posguerra: la liberalización del comercio, una mayor
interconexión y los acelerados adelantos de la tecnología han sacado a miles de
millones de personas de la pobreza y creado una pujante clase media en
los países en desarrollo.
Los países
desarrollados también se han vuelto más acaudalados, pero
los beneficios han ido a parar de manera desproporcionada a los bolsillos de
una minoría, dejando a muchos rezagados o marginados. La globalización,
caracterizada por el libre intercambio de bienes y capital y la aceptación
nacional de normas internacionales, ha sido buena a la hora de generar riqueza,
pero menos exitosa a la hora de maximizar el bienestar de la población.
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Algunos
historiadores que han estudiado períodos previos de la globalización dudan de
que la versión moderna pueda seguir adelante con todos estos problemas. “Mi intuición es que no
vamos a salir del paso”, dice Harold James, profesor de la
Universidad de Princeton.
Los colapsos
de las etapas anteriores de la globalización, como la que ocurrió antes de la Primera Guerra Mundial, “se caracterizaron por el surgimiento
de crisis súbitas e imprevistas que resaltaron nuevas fisuras”, indica.
“El mundo es terriblemente vulnerable ahora” a acontecimientos como el
asesinato del embajador ruso en Turquía el año pasado que pueden salirse de
control, agrega.
En términos
del bienestar general, la economía global ha tenido un buen desempeño. Un
informe del Banco Mundial publicado en octubre muestra que la cantidad de personas que viven por debajo de la línea de
pobreza cayó a 10,7% de la población global en 2013, el último año del
cual hay cifras disponibles, tras alcanzar 35% en 1990,
pese a que los habitantes del planeta aumentaron en casi 2.000 millones durante ese lapso.
Sin embargo,
algo anda mal en muchos de los países ricos del mundo. Desde la crisis
financiera, la inseguridad económica ha aumentado, al igual que las
disparidades de ingresos y patrimonio.
El cambio
tecnológico es, en parte, responsable de ello al beneficiar a los individuos
mejor educados y con mayores destrezas. Los ganadores
parecen concentrarse en los centros urbanos globalizados, dejando a los menos afortunados en las áreas
rurales y ciudades más pequeñas.
Un informe
del centro de estudios británico Resolution Foundation sugiere similitudes
importantes entre el brexit y la victoria de Trump. Las
zonas más pobres de Estados Unidos pasaron de votar por Obama en 2012 a hacerlo
por Trump, mientras que las partes menos pudientes del Reino Unido
tenían una mayor probabilidad de inclinarse a favor de la salida de la UE.
Las regiones
con un alto número de electores de mayor edad votaron por Trump y tuvieron una
mayor probabilidad de apoyar el brexit. La variable más importante fue la
educación: mientras más bajo era el nivel educativo del
elector, mayor era la probabilidad de que votara por Trump y el brexit.
Las
tendencias en otras partes de Europa son parecidas. Los votantes de más edad y
menos educados tienden a preocuparse más sobre la inmigración y el apoyo a los
partidos antiglobalización es fuerte en muchas regiones postindustriales.
Una encuesta
del centro de estudios estadounidense Pew Research
Center concluyó el año pasado que “los europeos de mayor edad tienden a mirar más hacia adentro
que los más jóvenes”. El promedio de edad de los electores europeos
también está en aumento.
Las crecientes
desigualdades han tenido varias manifestaciones en las diferentes economías. En
el caso de EE.UU., el desempleo es bajo y el salario promedio ha subido desde
la crisis, pero la participación en la
fuerza laboral se ubica en los niveles más bajos en
casi 40 años, lo que sugiere que numerosos adultos han dejado de buscar
empleo.
En el Reino Unido, el desempleo es bajo y la
participación laboral es alta, pero los salarios reales
han descendido 10% desde la crisis, casi tanto como en la atribulada Grecia. En buena parte de Europa
continental, a su vez, la desocupación sigue siendo muy alta.
Estos
eventos, combinados con la ansiedad acerca de la inmigración y el terrorismo,
han alentado una reacción en contra de la clase política y las élites
asociadas.
Un motor
detrás de esta tendencia, según funcionarios occidentales, es Rusia. Donald Tusk, quien preside las reuniones de los
líderes de la UE, dijo en octubre que Rusia intentaba debilitar a la UE a
través de “campañas de desinformación, ciberataques, interferencia en los
procesos políticos de la UE y otras partes, herramientas híbridas en los
Balcanes”, entre otros aspectos. En una evaluación sin precedentes, las
agencias de inteligencia de EE.UU. acusaron a Moscú de intervenir en la
elección estadounidense con el fin de ayudar a Trump.
Los
beneficiarios han sido movimientos políticos o personas que apelan a una
identidad cultural, a menudo mediante el uso de retórica antiinmigrante o
xenofóbica, y lo combinan con un relato antiestablishment.
A pesar de
sus posturas nacionalistas, estos grupos normalmente se apoyan. El líder del Partido de la Independencia del Reino Unido, Nigel
Farage, quien aparece con frecuencia en compañía de otros políticos
europeos antiestablishment, fue el primer político no estadounidense en
reunirse con Trump después de la elección. Steve Bannon, el director de estrategia
de Trump, quien sostiene que la globalización ha golpeado a los estadounidenses
de menores recursos, se ha calificado como un “nacionalista económico” que ha
“admirado los movimientos nacionalistas en todo el mundo”.
Un
nacionalismo más enérgico se combina a menudo con políticas económicas que
pueden venir de la derecha, de la izquierda, o de ambas. Durante la campaña,
Trump prometió recortes de impuestos, una política considerada de derecha, y
prometió preservar la seguridad social y atacar los pactos de libre comercio
que considera nocivos para EE.UU., medidas vinculadas con la izquierda.
Los
economistas discrepan sobre un sinnúmero de temas, pero la mayoría concuerda en
que aumentar las barreras comerciales, una política que muchos países, incluyendo
EE.UU., adoptaron en los años 30, perjudica el crecimiento. Sin crecimiento,
las decisiones sobre la distribución del ingreso son más riesgosas.
Para muchos
economistas, los remedios propuestos por
los grupos populistas probablemente serán peores que la enfermedad, tal vez
mucho peores.
La
globalización también necesita un auspiciador.
El
Reino Unido desempeñó ese papel durante gran parte del siglo XIX y EE.UU. lo
ha hecho en la era actual. Ahora, sin embargo, EE.UU. parece volcarse
hacia sus propios problemas aunque ha sido el país más influyente a la hora de
establecer y supervisar las reglas del juego internacional. Eso ha dejado un
vacío en Medio Oriente que otras potencias, en especial
Rusia, han tratado de llenar.
Rusia ha
despotricado desde hace tiempo contra el liderazgo de EE.UU., pero aunque se
trata de una potencia geopolítica capaz de desestabilizar a sus vecinos, no
cuenta con el suficiente poderío económico. A juzgar por las tendencias
actuales, es más
probable que la UE se desintegre, o al menos se reduzca, a que asuma
el liderazgo de la economía global.
El único
otro candidato a sustituir a EE.UU. es China.
Durante la crisis financiera, muchos esperaron que el gigante asiático
estabilizara la economía mundial, lo cual ayudó a hacer. En un gesto
importante, mientras la asunción de Trump a la presidencia consume a EE.UU., Xi
Jinping será el primer líder chino en asistir a Davos y presentar la visión de
su país de un mundo globalizado.
No obstante,
la preparación de China para asumir un rol de esta
naturaleza está en duda, incluso si otros, como Trump, lo permitieran,
lo que parece improbable. Se avecina un mundo marcado
por una incertidumbre aún mayor.
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