El
Estado Islámico pierde su bien más preciado: el territorio
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Desde
finales de 2014, el grupo yihadista ha menguado su influencia sobre Siria e
Irak y ahora mismo enfrenta una fuerte resistencia en Raqqa, Mosul y Faluya.
Por: Redacción Internacional
El Estado Islámico pierde su bien más
preciado: el territorio
Soldados
kurdos patrullan los alrededores de Mufti (Irak)
durante una ofensiva contra el Estado Islámico. / EFE
En junio de
2014, el Estado Islámico (llamado en
árabe Daesh) proclamó el califato en los territorios que por entonces
ocupaba en Siria e Irak. El califato es una forma de gobierno basada en la ley
islámica (la sharia), regido por un califa, en este caso Abu Bakr Al-Baghdadi. Y el Daesh es una guerrilla yihadista,
originada de las entrañas de Al Qaeda y los talibán, que quiere imponer un
estado en los territorios que, en su opinión, le corresponden.
En el
momento de su proclamación como estado, que ningún país ha reconocido, el Daesh
tenía en su poder 46.000 kilómetros cuadrados de Siria,
es decir el 46,6% del territorio. El Gobierno, pese a toda la fuerza que
había acumulado en más de 30 años de régimen en manos de la familia Al Asad,
tenía el 26%. El resto de Siria se lo disputaban los grupos kurdos (con la peshmerga) y los rebeldes, que se
unieron desde 2011 contra Al Asad y en cuya guerra se creó el caldo de cultivo
esencial para que el Daesh entrara en tierras sirias sin mayor resistencia:
falta de presencia estatal, un ejército débil y una población que desconfiaba
—y desconfía— del gobierno de Bashar Al Asad (entérese aquí de qué es el Daesh
y cuáles son sus objetivos).
La situación
en Irak, donde el Daesh ocupó otra porción de territorio, era radicalmente
distinta. Para junio de 2014, el ejército yihadista
tenía el 22% del territorio, mientras que el gobierno
oficial dominaba sobre el 49%. Esa relación de fuerzas se ha mantenido
hasta hoy, y es en Irak donde los militantes del Daesh tienen una de sus
capitales de facto (impuestas por decreto propio): Mosul, al norte de Irak. Su
otra capital, Raqqa, está en tierras sirias.
Los temores
por su expansión se multiplicaban a medida que se sucedían las invasiones de
otras ciudades, la fuga de la armada iraquí (que literalmente salió espantada
luego de encontrarse con el ejército yihadista) y la circulación constante de
sus amenazas. Para octubre de 2014, el Daesh ya tenía
el 51% de Siria y el gobierno seguía con un 26% débil, en el que se
contaban Homs, Alepo y Damasco, tres de sus
principales ciudades. En su edición en red, el diario francés Le Monde construyó un mapa que desglosa la invasión
del Daesh en Siria: a la izquierda del país se puede ver el área de influencia
del gobierno de Al Asad. Es como si los hubieran arrinconado, sin otra
posibilidad que convertirse en el público desdichado de una obra horrorosa.
Además de
tener ese territorio bajo el control de miembros de sus milicias, el Daesh
tenía una influencia directa en otros 185.000
kilómetros cuadrados entre el desierto sirio y el espacio iraquí. Se
habían apoderado —cuentas más, cuentas menos— del 70% del territorio sirio: era
la misma área de Italia. Comenzaban, entonces, a comportarse como un estado,
creando oficinas de gobierno y cuerpos de vigilancia en las principales
ciudades, además de construir u ocupar las viejas cárceles del régimen y
fomentar un nuevo código de justicia, basado en la ley islámica.
La
consumación de su avance llegó en mayo de 2015, cuando tomó Palmira (lea aquí
cómo se han robado el patrimonio arquitectónico de Siria). La ciudad
antiquísima, una perla del desierto sirio, cayó en sus manos sin ningún
problema: un día estaban en la ciudad cercana y al siguiente ya ocupaban los
templos y las construcciones funerarias, de más de 2.000 años de antigüedad. Su
territorio total, entre aquello que dominaba por mano propia y donde tenía
influencia, era de 239.000 metros cuadrados, tan grande como Ghana. Pese a que
la Coalición liderada por Estados Unidos los atacaba desde finales de 2014, el
Estado Islámico no parecía recular. Ya eran un grupo que generaba miedo más
allá de sus fronteras y que inquietaba a Europa: habían atentado en París en
noviembre anterior y seguían impunes en Siria, Irak y algunas regiones
montañosas de Afganistán.
Pero
llegaron, para ellos, los malos tiempos.
Francia redobló sus bombardeos, Turquía entró en el juego aéreo y, en septiembre de
2015, Rusia decidió apoyar a las fuerzas aéreas
sirias. De algún modo, Siria se ha convertido en un laboratorio de la tercera
guerra mundial, no sólo por su número de actores (en ella están metidos Europa, Estados Unidos, Rusia, el Golfo Pérsico y Turquía), sino
también por los civiles muertos y las tácticas de guerra: han caído del cielo
límpido bombas de barril (que contienen hasta puntillas) y misiles y por tierra
la metralla abunda por doquier. Nadie está a salvo. De Siria se han desplazado más de 4 millones de personas. Usted
podrá escuchar sobre ellos en las noticias: se mueren mientras tratan de cruzar
el Mediterráneo para encontrar un nuevo hogar en Europa.
Los malos
tiempos para el Daesh se expresaron también en la pérdida de ciudades en las
que ya transitaba como rey y señor. Se había apoderado de Ramadi (Irak) por la
época en que tomó Palmira y siete meses después el ejército iraquí, en una
muestra de valentía que contrastaba con su fuga previa, la retomó. Para que
usted comprenda el impacto del avance del Daesh, cuando tomaron Ramadi estaban
a sólo 50 kilómetros de la capital iraquí, Bagdad. Y si usted toma la capital,
con todos los estamentos que sustentan la formación de un gobierno nacional —y
si se quiere de toda una nación—, pues su conquista es absoluta.
De modo que
perdieron Ramadi y tres meses después el ejército sirio les arrebató Palmira. A
punta de tiros de metralla y de misiles, y mientras el Daesh les respondía
minando las entradas de la ciudad, tomando a los civiles como escudos humanos e
instalando carros bomba, los sirios avanzaron en una semana y los obligaron a
volver a sus bastiones en Deir Er Zor y Raqqa.
El Daesh tenía el 38% del territorio sirio: en meses habían perdido influencia
directa sobre el 13% de su espacio ocupado en las mejores épocas.
La
demostración de que el Daesh sí reculaba, y de que incluso había movimientos
civiles de resistencia en ciudades como Raqqa, alentó a los diversos actores
del conflicto a continuar con las operaciones. También animaron a los kurdos iraquíes y sirios a atacarlos
para recuperar una tierra que consideran como propia. Para quien no lo
sepa, los kurdos son un pueblo que habita en la región montañosa que comparten
Irak, Turquía, Siria e Irán, quienes por años han pedido, a través de numerosos
colectivos que representan a sus diversas agrupaciones, la independencia
territorial. La peshmerga, el ejército kurdo, ha sido esencial en la lucha
contra el Estado Islámico: con cierta tendencia nacionalista, ha logrado
recuperar las zonas del norte de Siria y de Irak y controlan hoy más de 80.000
kilómetros cuadrados.
El
problema del Daesh es sencillo: armó una guerra con demasiados frentes. No sólo va contra los gobiernos
oficiales de Siria e Irak, sino que tiene que
encararse contra los rebeldes sirios, las fuerzas
kurdas, la Coalición de Estados Unidos, Rusia y Turquía. Sin contar con
cierta enemistad tácita de otros grupos yihadistas como
los talibán en Afganistán (donde han avanzado para fundar la región que
ellos llaman Gran Khorasan) y el frente Al Nusra.
Esas guerras múltiples los han forzado a
retroceder en los últimos meses. Su retroceso, sin
embargo, no es sinónimo de derrota. Han perdido, desde su auge
territorial, el 20% de las regiones ocupadas: de 51% en octubre de 2014 a 31%
(31.000 kilómetros cuadrados) en mayo de este año. Los datos han sido
recolectados por grupos de estudio como Institute of
War y fueron publicados y analizados por el diario Le Monde.
En medio
están los civiles, que sólo tienen que ver con este conflicto en la medida en
que son las víctimas principales del ego propio de quienes luchan en una guerra
(estos son los métodos de guerra del Daesh). Esos civiles están huyendo hacia Europa,
hacia Turquía e incluso a África porque en sus
ciudades de origen no encuentran más que una desidia generalizada, que se
expresa en la falta de medicinas y alimentos, los bombardeos constantes y el
miedo siempre presente de una muerte dolorosa. Los más pobres, atrapados en sus
ciudades, son víctimas de una táctica medieval: los
sitios. Esta forma de guerra consiste, en breve, en cerrar todas las
entradas de la ciudad y prohibir el acceso de ayuda humanitaria, tal como lo
consagra la ONU en sus estamentos de guerra. Mueren de
hambre y por problemas de salud. Los hospitales que siguen en pie son
bombardeados, en muchas ocasiones por fuerzas oficiales.
El estadio
más reciente de esa guerra perenne es Faluya, en Irak.
De acuerdo con la información oficial, las fuerzas iraquíes llevan más de una
semana atacando en esa ciudad al Daesh, que se agarra con las uñas de ese
último fortín cercano a Bagdad. Si se mira en los mapas dedicados por Le Monde
a desglosar su ocupación, Faluya es una isla cerrada
por todos lados por las fuerzas adversas al Daesh. Es su último paraíso
del horror. Entre 100.000 y 200.000 civiles estarían en peligro. Más de 20.000
niños podrían ser reclutados por los yihadistas en la refriega.
Además de su
capacidad de avance territorial, el Daesh ha sido muy ingenioso a la hora de
segregar su idea de un estado regido por la ley islámica. Ese es justo el
siguiente paso que deben temer sus adversarios. Alguien decía que mueren los
hombres, pero no sus ideas. Según expertos, mientras más recule el Daesh, más
probable es que su concepción, su esencia, se exporte. Esbozos de esa
exportación pueden verse en Afganistán, Libia e
incluso en las células que pululan en Francia y Bélgica.
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