El
diablo que enseñó a golpear a Trump
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El
presidente resucita la figura de su mentor y compañero de juergas, Roy Cohn,
inquisidor mcCarthista y abogado de mafiosos
JAN
MARTÍNEZ AHRENS
Washington
11 MAR 2017 - 05:49 CET
Donald Trump
con su abogado Roy Cohn a principios de los años ochenta. BETTMANN ARCHIVE
Es una
historia antigua, casi enterrada. Pero Donald Trump se ha encargado de
resucitarla. Acorralado por el escándalo del espionaje ruso, sus apelaciones a
que es objeto de “una caza de brujas y una víctima del mcCarthismo” han
reverdecido la memoria de una de las amistades más oscuras del presidente de
Estados Unidos. Un vínculo que hunde sus raíces en los años cincuenta, cuando
la nación cayó víctima de la histeria anticomunista y adoró al monstruo de la
sospecha. Su protagonista fue el diabólico abogado Ray
Cohn. “En la vida de Trump jugó un papel fundamental, Cohn fue su gran mentor,
el hombre que le enseñó a golpear”, dice Marc
Fischer, editor en The Washington Post
y coautor de la biografía Trump, al descubierto.
Joseph
McCarthy.
Muerto hace
30 años, la existencia de Cohn tuvo dos momentos estelares. El primero le llegó
a los 23 años, cuando como asesor jefe del senador Joseph McCarthy (1908-1957)
orquestó uno de los mayores aquelarres del siglo XX americano. El segundo
ocurrió muchos años después, en octubre de 1973 en el exclusivo establecimiento
neoyorquino Le Club. Para entonces, Cohn tenía 46 años, un Rolls Royce verde
dólar y ejercía de abogado de éxito para clientes dudosos.
En aquel
templo de millonarios encanecidos, el antiguo macarthista conoció a un joven
con ambiciones faraónicas. Un tigre de 27 años llamado
Donald Trump que había decidido dejar atrás las medianías del Queens
paterno y salir a la conquista de Manhattan. Lo que ahí surgió fue algo más que
una amistad.
Ethel y
Julius Rosenberg.
Cohn seguía siendo
alguien muy conocido. La fama le había llegado en su primera juventud cuando
como fiscal empujó a la silla eléctrica al matrimonio
Ethel y Julius Rosenberg bajo la acusación de haber entregado secretos
atómicos a la Unión Soviética. Su modos inquisitoriales en aquel juicio le
valieron las simpatías de McCarthy, quien no dudó en tenerle como primer espada
de su temida caza de comunistas. Juntos acabaron con la carrera de miles de
inocentes y fabularon conspiraciones paranoicas. Ante un país electrizado por
el odio, su poder inquisitorial alcanzó tal penetración que el propio
presidente Dwight Eisenhover tuvo que intervenir para desactivarlo.
Tras su
censura por el Senado, McCarthy acabó sus días
alcoholizado. Cohn se reconvirtió en un letrado tan brillante como poco
escrúpulos y amante del dry-martini. “Entre otros, defendía a los jefes de las familias mafiosas
Gambino y Genovese”, explica el premio Pulitzer David Cay Johnston,
autor de la biografía The making of Donald Trump.
Asiduo de Le
Club, Trump llevaba observando tiempo a aquel escualo, hasta que aquella noche
decidió a acercarse y pedirle asesoramiento sobre una causa que les quitaba el
sueño a él y a su padre. Propietarios de
14.000 pisos en Brooklyn, el Gobierno federal les investigaba por negarse a
alquilar a viviendas a negros. No era la primera vez. Veinte años antes el
progenitor se había enfrentado a acusaciones similares que incluso derivaron en
una famosa canción protesta de uno de sus inquilinos, el legendario músico
Woody Guthrie. Pero esta vez, las pruebas acumuladas eran muchas más y la
resonancia del caso amenazaba con una catástrofe.
Al conocer
el asunto, Cohn no lo dudó. Lejos de recomendarle pactar, soltó: “Diles que se
vayan al infierno y lucha en los tribunales”. Esa agresividad
enamoró a Trump.
Poco tiempo
después, guiado por el abogado, el joven promotor convocó una conferencia de
prensa en la que acusó al Departamento de Justicia de haber fabricado el caso
contra él y exigió una reparación de 100 millones de
dólares. El golpe acertó. Los Trump lograron un acuerdo sin necesidad de
declarar su culpabilidad. “Fue un momento
clave. Cohn le mostró el camino: no ceder, no cooperar, llamar como sea la
atención y ganar los casos en los medios”, indica Fischer.
A partir de
entonces, el abogado devino en el maestro de Trump.
Casi un segundo padre que moldeó su carácter y le enseñó a “golpear, golpear y golpear”.
“Trump aprendió mucho de
Cohn, fue quien le instruyó en cómo atacar al Gobierno y a los periodistas que
no hacían lo que quería”, explica David Cay Johnston.
El padre,
Trump e Ivana.
El letrado,
bien relacionado, abrió a su nuevo amigo las puertas del Nueva York dorado. Le
sentó a la mesa de los grandes políticos, le representó en los casos más
espinosos, y le aconsejó en detalles tan íntimos como el acuerdo prenupcial con
la modelo Ivana Zelnickova. Ambos conectaban. Estaban hechos para el lujo y la
atención mediática. Y eran implacables. “Se parecían en métodos y creencias”,
dice Fischer.
A Trump,
además, le importaban poco las complejidades de su abogado: un homosexual que
insultaba en público a los homosexuales; un extremista que hasta sus últimos
días aplaudió al senador McCarthy.
De izquierda
a derecha, Donald Trump, el alcalde Ed Koch y Roy Cohn en la inauguración de la
Torre Trump en 1983. GETTY
La pareja
dio un largo paseo por el lado salvaje. Y no sólo el de las noches locas de la
discoteca Studio 54. Cohn era un nigromante del poder y en su lista de
contactos figuraban desde el turbio director del FBI,
J. Edgar Hoover, hasta el jefe mafioso Anthony Salerno.
“Nunca me
engañé sobre Roy. No era un boy-scout. Un día me dijo que había pasado más de
dos tercios de su vida adulta procesado por un cargo u otro. Eso me fascinó”,
escribiría años más tarde el magnate.
La amistad
terminó de forma natural. Cohn, arrasado por el VIH, murió el 2 de agosto de
1986. Tenía 59 años y acababan de expulsarle de la
abogacía. Entre otros hechos se le condenaba por haber entrado en la habitación
del agonizante y senil multimillonario Lewis Rosenstiel, tomarle su mano y,
bajo engaño, obligarle a firmar un documento que le nombraba albacea de sus
bienes.
Pero su
fallecimiento no trajo el olvido. La sombra del abogado nunca ha dejado de perseguirle
a Trump. Y cuando la semana pasada, acosado por el escándalo ruso, el
presidente declaró que era víctima del “mcCarthismo” y acusó sin pruebas a
Barack Obama de haberle grabado conversaciones telefónicas, muchos creyeron ver
en la Casa Blanca al fantasma de Cohn. Muy cerca de Trump, aconsejándole al
oído: golpea, golpea, golpea.
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