En la colonia Americana de Guadalajara (Jalisco, México), salpicada de locales decorados con plantas tropicales y luces cálidas, la élite tapatía disfruta de una botella cara de vino, de un tequila después. Resulta difícil de procesar que a unos kilómetros de ahí, en una de las metrópolis más importantes del país —con más de cuatro millones de habitantes—conocida también como el Silicon Valley mexicano, sucede al mismo tiempo una escena de terror: están disolviendo cadáveres. 46 bidones de 50 litros de ácido sulfúrico cada uno listos para deshacer cualquier rastro de violencia, una fábrica de desaparecidos. A las afueras de Guadalajara
fueron secuestrados, asesinados y disueltos tres estudiantes de cine el pasado 19 de marzo. Una tragedia que ha revuelto las entrañas de los mexicanos y ha recordado a un país en vísperas de elecciones que no hay campaña electoral ni candidato que tape el olor a muerte.
El pasado lunes, unas horas después del
primer debate presidencial, la Fiscalía de Jalisco anunciaba que Javier Salomón Aceves Gastélum, de 25 años, Jesús Daniel Díaz y Marco Ávalos, de 20 años cada uno, desaparecidos hacía un mes, estaban muertos. Los tres estudiaban en una escuela privada de cine de Guadalajara. Fueron asesinados cuando regresaban de grabar un cortometraje en una casa en el campo. Desde ese momento,
el recuerdo de la desaparición de 43 estudiantes en Iguala (Guerrero), en 2014, comenzó a retumbar en la memoria colectiva, especialmente, por la investigación plagada de errores periciales, cabos sueltos y falta de respuestas tres años y medio después.
En marzo de este año, de nuevo el país asistía atónito ante la desaparición de unos jóvenes, que podrían haber sido sus hijos, sus hermanos, sus amigos. Muchos mexicanos se preguntan estos días si la violencia en esta tierra tiene algún tipo de límite. En menos de 24 horas, una banda de sicarios del
Cártel Jalisco Nueva Generación—actualmente el más poderoso del país, según la información oficial— asesinó así a los tres jóvenes y deshizo sus restos, según las declaraciones de los testigos presenciales, confesiones de los dos detenidos implicados y las evidencias encontradas en los lugares donde ocurrieron los hechos, incluidas en el expediente completo del caso al que ha tenido acceso este diario.
Salida a la casa de campo
Alrededor de las 10.30 de la mañana del domingo 18 de marzo, Salomón sale de casa de su tía, Edna Judith Aceves, con tres compañeros de la escuela de cine y su novia para ir a una finca a las afueras de la ciudad
a grabar un cortometraje. Su prima, hija de Edna, iría con una amiga unas horas más tarde. Allí pasaron el día, ellos grabando y ellas bañándose en la piscina.
El lunes a medio día, uno de los estudiantes tomó la decisión que le salvaría la vida: pidió un taxi y se fue de la casa para terminar un trabajo pendiente. Se quedaron los otros seis un rato más, salieron a comprar comida, nadaron en la piscina y, cuando comenzó a hacer frío, decidieron que era hora de marcharse a sus casas. La prima de Salomón y su amiga iban en un coche y los otros cuatro, en otro.
A unos minutos de ahí, a principios de mes, un hombre fornido recibió una llamada. Había encontrado un “jale” [trabajo]. Eduardo Geovanni Gómez, alias
El Cochi —uno de los detenidos— , de 29 años, y su grupo de unos ocho sicarios tenían que encargarse de vigilar aquella propiedad, porque podría regresar en cualquier momento
un capo de un cártel contrario al de Jalisco Nueva Generación que estaba a punto de salir de la cárcel, Diego Gabriel Mejía, detenido en esa misma finca, según la declaración de un testigo, en julio de 2015. Y ese domingo, se acercaron por ahí a “campanear”.
“¡Fiscalía, bájense!”
El Chrysler 300 de la hija de Edna ya había fallado el día antes. Aquella noche del 19 de marzo, entre las 19.30 y las 20.00, no resistió. Se había calentado demasiado. Salía humo del capó. Le pidió ayuda a su primo para que detuviera su coche a un lado de la carretera e intentaran resolver aquel fallo mecánico. Salomón y Marco bajaron con líquido anticongelante.
No tuvieron tiempo.
A unos 10 minutos en coche de allí, se estaba preparando el golpe. En lo que en jerga policial se conoce como casa de seguridad se estaba reuniendo todo el grupo: “No queríamos que nos saliera mal algo, ya que decían que El Diego era alguien muy importante”. Juan Carlos Barragán, El Canzón, se adelantó en moto para echar un vistazo. Tres chicos y tres chicas varados en medio de la nada. Nadie cuestionó si alguno de ellos se parecía a El Diego— que era “chaparro, güero, medio calvo” y tenía unos 35 años— o si estaba seguro de que esos jóvenes tenían algo que ver con él. En el universo del narco se suele disparar primero y preguntar después. Siete sicarios se subieron en dos camionetas y arrancaron directos al punto que había señalado El Canzón. Barragán, que vivía en aquella casa, fue asesinado a balazos unas semanas después.
“¡¡Bájense, Fiscalía!!”. Llevaban placas con el logotipo de la Procuraduría General de la República (PGR), armas largas propias del Ejército, y uno de ellos un pasamontañas. Fuera de los coches estaban Salomón, su prima y Marco revisando el motor.
Daniel, que tenía una fractura en una pierna, se había quedado dentro con la novia de Salomón, que en ese momento estaba buscando una estación de radio. La amiga de la prima seguía dentro del coche averiado. Se oyó un disparo. Se le había escapado a uno de los sicarios. No hirió en ese momento a nadie.
Aquellos hombres seguían gritando: “¡¡Bájense, bájense!!”. Salomón y Marco ya estaban en la parte de atrás de una de las camionetas. Daniel les dijo: “Tengo una pierna rota”. No les importó. La novia de Salomón, en shock, siguió el mismo camino que su amigo. Se subió al lado de un hombre desconocido que dijo: “Ella no. Ella es mujer. Bájate”. El Cochi, uno de los líderes de aquel grupo, apuntó en su declaración: “No tenemos permitido llevarnos mujeres”.
“Salo, Salo, ¿dónde está? ¡Se lo llevaron!”. La prima de Salomón había permanecido junto al capó del coche sin poder moverse. Las tres chicas se habían quedado ahí, abandonadas en la carretera y
ya no había rastro de los tres estudiantes. Asustadas, llamaron a Edna (la tía) para contarles lo sucedido y que las ayudara. Edna llegó con su pareja y se llevaron a las tres y a los coches a un punto cercano, alejado de la oscuridad de la carretera, una Farmacia Guadalajara, para “esperar a los muchachos”.
“Se nos fue el muchacho”
De regreso a la casa de seguridad, El Cochi llamó a un hombre que se presupone que era el jefe de los sicarios: “Ya hemos trabajado”. Trabajar o accionar, para ellos es secuestrar o asesinar; pasar por agua, disolver los cadáveres en ácido.
Al llegar, separaron a los amigos.
A Salomón y a Marco los subieron a dos cuartos de la planta de arriba. Daniel se quedó abajo. “Empezamos a platicar con Javier [Salomón] sobre si era Diego y qué hacía y quién era. Nos dijo que era estudiante de cine y que estaba haciendo un documental. Le empezamos a preguntar que si él conocía a Diego. Nos dijo que no lo conocía (...)”, cuenta El Cochi en la confesión incluida en el expediente. Sobre lo que ocurrió en esa habitación no hay más detalles, pues según el testimonio de El Cochi fueron otros dos los que asesinaron a Salomón a golpes. “Se nos fue el muchacho”, le dijeron. “Lo iban a pasar para hacerlo agua”.
Llamada del jefe de la banda a El Cochi.
—¿Qué le sacaron?
—Nada.
En ninguna de las confesiones del expediente
cuentan cómo fueron asesinados Marco y Daniel. Pero según las declaraciones de dos detenidos, fue en esa misma casa donde murieron los tres. La Fiscalía solo encontró restos de sangre de Daniel en ese domicilio. Ni rastro de ADN de Marco ni Salomón ahí.
“La habían cagado”
Alrededor de las tres de la madrugada del 20 de marzo, Christian Omar Palma Gutiérrez, de 23 años, recibió una llamada de teléfono. El QBA (quiubiei), un rapero que cuenta 129.000 usuarios suscritos a su canal oficial de Youtube y vídeos que tienen más de un millón y medio de reproducciones, soñaba con que algún día El Cochi lo incluyera en su grupo: “Yo también iba a ser sicario”, confiesa en su declaración como detenido. Y acudió a la cita.
Antes de que le enseñaran a usar un arma y se moviera en camioneta —y dejara de una vez los camiones de transporte público— tenía que asumir un tiempo la parte más sucia. Después de decirle por teléfono que “habían trabajado”, empezaba su turno: Le tocaba “pozolear” —el pozole es un caldo espeso típico de México, cuyo color les recuerda al líquido obtenido de la descomposición de los cuerpos—.
El QBA se encargaba de disolver los cadáveres en ácido. Por una paga de 3.000 pesos semanales (unos 160 dólares), más lo que le diera El Cochi por arreglar los coches de su taller (otros 1.500 o 2.000 pesos), Omar aguantaba el “olor a animal muerto” que desprendían aquellos bidones diseñados originalmente para suministrar agua a las casas. Según su testimonio, antes de ese día solo había hecho aquel trabajo en dos ocasiones: una, en la que tuvo que deshacer los restos de dos hombres, sospechosos de haber robado en el taller de El Cochi; y otra, cuando atraparon al verdadero ladrón.
Aquella mañana tenía en la mente las instrucciones precisas que le habían enseñado: los cuerpos debían estar desnudos, sus prendas las guardaba en una bolsa de plástico; había que introducirlos siempre igual, de cabeza; se utilizaban unos dos botes de ácido por persona, dependiendo del tamaño; después, se llenaba de agua durante un minuto con una manguera; empezaba a burbujear, salía humo; entonces, sellaban la tapa con cinta plateada; limpiaban el suelo con cloro y esperaban dos días. Normalmente, después de 48 horas, regresaban al lugar, vaciaban los bidones en unos cubos, para luego tirar su contenido en terrenos baldíos.
El 20 de marzo hizo exactamente lo mismo que las otras dos veces. Excepto en un punto: a los dos días no regresó. Le llamaron para decirle que ni se asomara por allí. “Según eso porque la habían cagado”, cuenta. “Al ver las noticias vi que habían desaparecido tres estudiantes (...) y al momento que pasaron las fotos me di cuenta de que se trataba de los tres cadáveres que yo les ayudé a pozolear (...)”, se lee en su confesión de los hechos. En aquella casa sí encontraron ADN de Marco.
Incógnitas sobre la investigación
Pocas horas después de aquella rueda de prensa, comenzaron a emerger dudas sobre la investigación. Las pruebas en las que se basa la Fiscalía para confirmar
el asesinato de los jóvenes se asientan principalmente en declaraciones de testigos y en la confesión de dos detenidos. Aunque las versiones coinciden en el expediente, algunos críticos —especialmente la comunidad estudiantil de Guadalajara— piden datos más precisos, “científicos”, pues temen que hayan declarado bajo coacción.
No hay rastro del ADN de Salomón en ningún lugar de los hechos, según el expediente. La única huella que dejó el joven fue una llamada que se hizo desde su teléfono —estando ya secuestrados— cuya ubicación coincide en el tiempo con la de un presunto captor, El Canzón. No hay más información sobre esa llamada. Además de las confesiones de los detenidos, que aseguraron que los jóvenes que vieron en la televisión fueron los mismos que asesinaron.
Un indicio que las autoridades consideran relevante es que el casquillo percutido en la carretera donde se detuvieron los coches coincide con un arma encontrada en la casa de los sicarios. Y eso confirma la versión de los testigos y los detenidos. Pero no hallaron en ningún lugar los materiales con los que presuntamente asesinaron a los jóvenes, según los testimonios: una tabla de madera, una soga o cable y un tubo.
El punto más polémico de la investigación está relacionado con la tía de Salomón, Edna Judith Aceves, quien se encuentra detenida por trata de blancas. A raíz del caso de su sobrino, las autoridades investigaron a la mujer y detectaron que presuntamente controlaba una red de estéticas donde ofrecían “masajes para hombres”. También, han relacionado a Aceves con el narco al que buscaban los sicarios, Diego Gabriel Mejía, aunque lo único que sostiene ese vínculo es el testimonio de un testigo que alega que su madre le vendió la casa donde presuntamente fue capturado el capo en 2015 y donde los chicos fueron a grabar el cortometraje. No existe en el expediente, por el momento, ningún documento que acredite que Aceves era la propietaria de esa finca y las autoridades no han incluido en la investigación que ahí fuera detenido el narco.
La Fiscalía insiste en que se trata de un grupo profesional, especializado en eliminar cualquier rastro. Pero los testimonios de los dos detenidos —el encargado de disolver los cuerpos llevaba pocos meses en la banda— y el error cometido contra los jóvenes, al confundirlos con un capo mucho mayor, de 35 años, no describe a los sicarios como unos criminales infalibles.