Urgente:
que vaya el Estado Islámico a Brasil a exterminar a unos millones de parásitos denominados funcionarios públicos (como
cuando capturaron la ciudad de Ramadi y decapitaron a todos ) , que no hacen
nada de nada más que robar y decirle a la población como se debe gastar el dinero
de las empresas capitalistas y que inventan una serie de reglas que esos zánganos
necesitan para vivir y que se consumen
el 41 % del PBI de Brasil : Brasil no es un país capitalista como los europeos,
sino un país semi feudal (jamás se hizo una
reforma agraria como si se hizo en Francia , con la revolución francesa, o EEUU
con la guerra de secesión, o de la liberación de pueblo chino o ruso mediante
guerras ) donde unos pocos hacendados son
dueños de casi todo el país y de
Paraguay (denominados brasiguayos), y una semi colonia dependiente de los
capitales imperialistas que te dan dinero pero para que les compres lo que le interesa , como armas, aviones de guerra pertrechos militares, y todo tipo de zonceras etc.
Nota del autor del blog
Así como un soldado con ametralladora domina a unos 100 personas, (la ametralladora seria el estado del soldado) , es decir el estado es una maquinaria mediante la cual una clase social domina a la inmensa mayoría (es estado seria el ejército, el poder electoral , el legislativo , el ejecutivo, las fuerzas policiales los alcaldes , gobernadores , municipales etc.) la teoría marxista dice que ese estado parasitario debe ser destruido, sino jamás habrá progreso
Así como un soldado con ametralladora domina a unos 100 personas, (la ametralladora seria el estado del soldado) , es decir el estado es una maquinaria mediante la cual una clase social domina a la inmensa mayoría (es estado seria el ejército, el poder electoral , el legislativo , el ejecutivo, las fuerzas policiales los alcaldes , gobernadores , municipales etc.) la teoría marxista dice que ese estado parasitario debe ser destruido, sino jamás habrá progreso
El
Estado, el pecado original de Brasil
http://lat.wsj.com/articles/SB11813002538807424672104582026743121979580?tesla=y
Plaza de los
Tres Poderes, en Brasilia, durante la inauguración de la ciudad en 1960. PHOTO:
ASSOCIATED
PRESS
Por
John Lyons y
David Luhnow
lunes,
25 de abril de 2016 0:02
EDT
Cuando se
inició la construcción de Brasilia en 1956, el
proyecto de la nueva capital anunciaba en todos sus aspectos las ambiciones de
Brasil de convertirse en una potencia mundial. Los palacios de líneas
futuristas diseñados por el arquitecto Oscar Niemeyer encarnaban
las esperanzas de una modernidad utópica. Levantada en apenas 41 meses, Brasilia tiene una planta en forma de avión,
un aparente símbolo de la impaciencia del país por levantar vuelo.
Sin embargo,
la brillante nueva capital era, en realidad, un monumento al pasado. A pesar de
su atractivo modernista, Brasilia fue
una expresión más del largo y problemático apego del país al concepto de un
gigantesco estado paternalista, gestor de los asuntos de toda la sociedad,
desde las empresas más grandes hasta los ciudadanos más pobres.
Fundada
por monarcas portugueses que trasladaron su corte de Lisboa a Río de Janeiro en
1808, Brasil ha
experimentado casi todo tipo de gobiernos, desde emperadores y dictadores a demócratas y ex marxistas. Independientemente de su
ideología política, casi todos los líderes brasileños han compartido la idea de
un Leviatán como motor del progreso.
“El problema es que,
desde tiempo inmemorial, los líderes políticos de Brasil sólo han concebido una
forma de hacer las cosas: el crecimiento del Estado”, dijo Fernando
Henrique Cardoso, ex intelectual de izquierda que durante su presidencia
de 1995 a 2002 trató de reducir el tamaño del gobierno. “Pero se necesita otra plataforma
para el progreso, una que no excluya al Estado, pero que acepte a los mercados.
Esto sencillamente no se entiende en Brasil”.
Hoy, el
Leviatán está enfermo. Brasilia está envuelta en un escándalo de malversación
de fondos en la compañía estatal Petróleo Brasileiro
SA. Los investigadores acusan a políticos, ejecutivos del sector
empresarial y otros empresarios de conspirar durante una década para desviar
miles de millones de dólares de Petrobras a los fondos secretos de los
principales partidos políticos y a cuentas en Suiza.
En el Congreso de Brasil, donde seis de cada 10 miembros enfrentan algún tipo de investigación penal, la cámara
baja aprobó llevar a juicio político a la presidenta Dilma Rousseff, una
economista de izquierda a quien muchos culpan de fomentar la corrupción y de
arruinar la economía. Uno de los diputados que votaron a favor del juicio fue
Tiririca, un payaso profesional que hizo campaña con el lema “peor de lo que
está no queda”.
Pero si
podría empeorar. Brasil sufre su peor recesión desde la
década de los 30 y podría no haber tocado fondo.
La
deuda del país se triplicó a US$1 billón en nueve años, y algunos estados están
quebrados. La
insolvencia del gobierno es una posibilidad. Si Rousseff es destituida, el
actual vicepresidente, Michel Temer, deberá depender del apoyo de legisladores
implicados en el escándalo de Petrobras para tomar algunas decisiones
impopulares, como recortes de gastos.
Aunque
muchos observadores se han centrado en la corrupción, el problema de fondo de
Brasil es el fracaso del Estado Leviatán, que ha intentado reiteradamente
alcanzar las visiones utópicas que encarna Brasilia, pero ha producido ciclos
recurrentes y dramáticos de auge y caída.
Una
sensación de que la historia se repite se cierne sobre Brasilia en estos
momentos. La crisis actual tiene lugar después de uno de los mayores auges de
la economía.
Hace apenas unos años, Brasil parecía
encaminado a entrar al club de naciones desarrolladas.
La economía se
expandió 7,6% en 2010, coronando una década en la que millones de pobres ascendieron a la clase media.
Brasil presionaba para tener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas. El país organizó la Copa del Mundo de 2014 y albergará los
Juegos Olímpicos este año.
No es la
primera vez que esto ocurre. La economía registró un crecimiento anual de 10% en los 70 y algunos hablaron del “milagro
brasileño”, pero los años 80 fueron la “década perdida”. La inflación se
disparó a cuatro dígitos y la gente se apuraba a gastar su salario el día que
lo recibía, porque sabía que al día siguiente no tendría ningún valor.
“La pregunta es
obligatoria: ¿es todo esto algo cíclico, es nuestra economía y nuestra política
como un pollo tratando de levantar vuelo, elevándose unos pocos metros para
volver a caer al piso?”, dice Marcos Troyjo, ex diplomático
brasileño que ahora enseña en la Universidad de Columbia. “Parece que hemos
vuelto a un punto del pasado en el que la inflación es una amenaza real, la deuda aumenta de manera exponencial,
en que la presidenta debe actuar para que la situación no se siga
deteriorando”.
Brasil
inspira optimismo, y por buenas razones. Tiene rasgos en común con EE.UU. Es un país de tamaño continental
con una tierra fértil, abundantes recursos naturales y un sentido profundamente
arraigado del destino nacional. Sus 200
millones de habitantes son racialmente mezclados, con una gran población negra
descendiente del pasado de esclavitud a la que se sumaron olas migratorias de
Europa y Japón. Sin embargo, Brasil permaneció en
el subdesarrollo, mientras EE.UU. es en una superpotencia.
“Brasil todavía tiene
que encontrar la manera de combinar un enorme potencial económico con el
liderazgo político necesario para sostener las reformas” que permitan desplegar ese
potencial, dijo Mohamed El-Erian, asesor económico jefe de Allianz. “Como tal,
la economía termina comportándose como un pura sangre que puede correr muy
rápido en terreno plano, pero que se tropieza y cae cuando vienen los baches”.
Una
explicación del ciclo de auge y caída del país es su
dependencia de las materias primas. Su propio nombre deriva de una: el palo de Brasil, que en el siglo XVI se usaba para
hacer tintura roja. La historia brasileña se puede contar a través de los
ciclos de los commodities, empezando por el azúcar a
mediados del siglo XIV y siguiendo con el café y el caucho en el siglo XIX.
En la década de 2000, la demanda china de hierro,
petróleo y soya hizo crecer al país.
Foto de
archivo de 2002 de Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los presidentes que ha
usado el Estado como motor económico. PHOTO: JEFERSON BERNARDES/AGENCE
FRANCE-PRESSE/GETTY IMAGES
Aunque las
exportaciones de materias primas representan una pequeña parte de la economía
en gran parte cerrada de Brasil, ningún
otro país de América Latina tiene una correlación tan estrecha entre los
precios de los commodities y el crecimiento, según un estudio de Morgan Stanley.
Los líderes
brasileños pasaron buena parte del siglo XX tratando de diversificar la
economía más allá de los recursos naturales, pero su enfoque casi siempre se
basó en bancos estatales y empresas
estatales que fracasaron una y otra vez. Juscelino Kubitschek, el
presidente que construyó Brasilia, prometió “50 años de progreso en cinco”.
Formó una empresa estatal para construir la capital, llamada Novacap, y puso al frente del proyecto a un partido
político rival para garantizar la estabilidad. El costo de la ciudad sigue
siendo un tema de debate en Brasil, pero el banco central debió imprimir tanto
papel moneda para pagarlo que la inflación se disparó.
Como
militante de izquierda en los años 60, Rousseff fue torturada por la dictadura
militar, que a su vez trató de impulsar el crecimiento mediante la creación de fábricas estatales y proyectos faraónicos como
represas hidroeléctricas. Como ministra de Energía y más tarde
presidenta, Rousseff ayudó a implementar el mismo tipo de estrategias
industriales.
¿Por qué sobrevive el Leviatán
brasileño? Una de
las razones es el fuerte nacionalismo. Otra es que el Estado ha dado lo justo y
suficiente para conquistar la lealtad de segmentos clave de la población.
Brasil se ha
modernizado significativamente desde la Segunda Guerra Mundial, cuando la mitad
de la población era analfabeta y gran parte pasaba hambre. El gobierno también
creó sistemas educativos y de salud pública que, a pesar de su mala calidad,
llegan incluso a los enclaves remotos en la selva amazónica.
La
investigación de Embrapa, el instituto agrícola
respaldado por el gobierno, ayudó a expandir el cultivo de la soya y la cría de
ganado en los suelos duros del oeste de la nación, ayudando a Brasil a
convertirse en una potencia agrícola. La iniciativa estatal también convirtió
al país en un líder en la producción de etanol,
mientras que, antes de ser abrumada por el escándalo de corrupción, Petrobras
era conocida como una pionera en la perforación petrolera en aguas profundas.
En 2002,
cuando Luiz Inácio Lula da Silva fue
elegido presidente, puso en marcha el Leviatán para sacar a la gente de la
pobreza. La expansión masiva del programa de asistencia social denominado Bolsa Familia
distribuyó alimentos a miles de hogares mientras incentivaba a los padres a
enviar a sus hijos a la escuela. En el empobrecido noreste, el peso de los recién
nacidos aumentó. Otros programas ampliaron la red eléctrica y proporcionaron
agua potable en muchas áreas que no la tenían. Los créditos hipotecarios
subvencionados por el Estado convirtieron a grandes
sectores de la clase obrera en propietarios.
“Hay grandes partes de
nuestro país que son pobres y carecen de seguridad o educación. El Estado tiene
que llegar a estas personas. La historia de Brasil ha demostrado que el libre
mercado simplemente no lo hará”, manifestó Luiz Torelly, un funcionario del Instituto de
Patrimonio Nacional y Artístico en Brasilia, un organismo estatal.
Al mismo
tiempo, hay pocas voces en la vida pública brasileña que desafíen las ideas de
personas como Torelly. Ningún partido político importante aboga por un gobierno
limitado. Los políticos que lo hacen corren el riesgo de ser tachados por los
nacionalistas como vendidos al capitalismo yanqui.
A diferencia
de otros países del Nuevo Mundo, Brasil nunca tuvo
una revolución que lo enfrentara contra un Estado intruso. Cuando la
monarquía portuguesa se trasladó a Brasil, trajo un barco lleno de archivos y
documentos reales. El Estado brasileño comenzó como una corte real, y los
sucesivos gobiernos añadieron nuevas capas de regulaciones. El gobierno militar trató en 1979 de
reducir la burocracia creando un Ministerio de Desburocratización.
La
presidenta Dilma Rousseff enfrenta un juicio de destitución y una de las peores
recesiones del país. PHOTO: GABO MORALES/LATINCONTENT/GETTY IMAGES
Casi
cuarenta años después, esa burocracia absorbe el 41% del Producto Interno Bruto, casi el doble que en EE.UU. La calidad de los servicios brindados a
cambio de los impuestos es cuestionable: carreteras, puertos y puentes en mal
estado y una educación y servicios de salud de segunda clase.
Una frase
común entre los viajeros es que Brasil cobra tantos impuestos como Escandinavia, pero tiene
una infraestructura de nivel africano. Enormes y violentas protestas
estallaron en todo el país en 2013: los manifestantes estaban indignados de que
el gobierno gastara miles de millones en estadios para el Mundial de fútbol,
mientras que los pacientes morían en los pasillos de las salas de espera de los
hospitales.
El sector
público emplea a millones de personas,
la mayoría de las cuales son casi imposibles de despedir debido a protecciones
incorporadas en la constitución.
La enorme extensión de la
burocracia y el papeleo ahoga la creación de empleo.
Brasil
ocupa el puesto 174 en la clasificación del Banco Mundial de la facilidad para
crear una empresa en un país, detrás de Uganda y Yibuti.
Durante la
“década perdida” de hiperinflación de los 80, el Estado se descarriló. Los
bancos estatales que habían hecho préstamos incobrables a empresas públicas
acumularon enormes pérdidas, obligando al banco central a imprimir dinero para
apoyarlos, lo cual produjo la hiperinflación. La moneda cambió de valor e
incluso de nombre tan seguido que los viejos billetes empezaron a circular con
sellos con las nuevas denominaciones.
Tal vez el
legado más insidioso del Estado Leviatán es la corrupción
endémica. Los burócratas con amplios poderes son tentados con sobornos
para que autoricen permisos, licencias y contratos, y
los empresarios son tentados a pagar.
El Leviatán
creció hasta el extremo que dio lugar a una teoría popular en los años 60 de
que la corrupción podía ser positiva porque aceitaba los engranajes de una
burocracia que de otra forma se habría paralizado. La idea fue presentada en un
trabajo publicado en 1964 por el economista
estadounidense Nathaniel Leff, que trabajó extensamente en Brasil.
Ese punto de
vista fue cuestionado en los 90 por economistas como Paulo
Mauro, para quien la corrupción inhibe el desarrollo: los gobernantes
deciden las inversiones no en función del mejor interés del país, sino del
tamaño de los sobornos que reciben.
El problema
se agrava durante los ciclos de auge de las materias primas, porque la
inundación de dinero facilita la corrupción. Esta “se convierte en un sistema,
y mientras mayor sea el sistema, más difícil es romperlo”, dice Mauro.
La principal prueba es el escándalo
de Petrobras.
Después de que Brasil descubriera enormes yacimientos de petróleo frente a las
costas de Río de Janeiro, los planificadores trataron de hacer que Petrobras
fuera un motor de desarrollo. Por ejemplo: con el objetivo de crear una
industria de astilleros, se exigió que la empresa contratara las plataformas de
perforación en el mercado interno. Los investigadores ahora dicen que
ejecutivos de la petrolera, hombres de negocios y políticos conspiraron para
inflar los contratos de Petrobras y canalizar dinero al Partido de los
Trabajadores de Rousseff y sus aliados, incluido el partido de Temer, el vicepresidente que asumirá la presidencia si
Rousseff es sometida a juicio político. Tanto Rousseff como Temer —que no han
sido acusados en este caso— niegan haber cometido irregularidad alguna.
El escándalo
de Petrobras también sirve como un caso de estudio de las oportunidades
desperdiciadas por el Estado Leviatán. Las enormes
inversiones en refinerías y otros proyectos que están en el centro del
escándalo fueron en vano, en gran medida como Mauro había predicho.
En
2006, Petrobras compró una vieja refinería en Texas por US$1.200 millones, 30
veces más del valor por el que ésta se había vendido un año antes.
Otra refinería de Petrobras, Abreu e
Lima, ha costado US$18.500 millones, ocho veces más de lo presupuestado, y todavía no se termina. Ambas
están bajo investigación y los analistas estiman que es probable que nunca sean
rentables.
El escándalo
de Petrobras supuestamente muestra también cómo los
políticos utilizan la corrupción para aferrarse al poder. Brasil tiene 35
partidos políticos inscritos, de los cuales 27 están representados en la Cámara
de Diputados. La variedad es tan amplia que raya en lo cómico.
Aparte del
Partido de los Trabajadores, se encuentra el
Partido Democrático
Laborista,
el Partido
Laborista Brasileño,
el Partido
Laborista Cristiano,
el Partido
Laborista de Brasil,
el Partido
del Trabajo de Brasil y
el Partido
Renovador Laborista Brasileño.
Muchas de estas colectividades no
tienen ideología alguna: existen para captar fondos
federales destinados por mandato constitucional a los partidos políticos.
Según los politólogos, la lealtad de estos partidos está en venta, sobre todo
durante la negociación en el Congreso de los votos necesarios para confirmar puestos
en el gabinete y otros nombramientos políticos. Unos
20.000 puestos de alto nivel en la burocracia de Brasil —incluyendo los de
Petrobras— son designaciones políticas.
El Partido de los Trabajadores llegó al poder prometiendo
erradicar la corrupción, pero terminó siendo arrastrado hacia ella,
dicen algunos antiguos miembros de la agrupación. En 2005, el partido y su
fundador, Lula da Silva, fueron sacudidos por el “Mensalão”, un escándalo de
compra de votos. El jefe de gabinete del presidente tuvo que renunciar y más
tarde fue encarcelado. Pero la economía estaba en auge, y Lula da Silva fue
reelegido.
Las 84
detenciones en el escándalo de Petrobras —entre ellos las de un senador y
ejecutivos de alto nivel de grandes empresas constructoras— muestran que el gigantesco Estado brasileño ha podido al
menos formar un poder judicial con la fuerza e independencia necesarias para ir
tras las élites. Parte del mérito es de la constitución de 1988, que
garantiza el empleo de por vida a jueces y fiscales y protege sus presupuestos
de las injerencias políticas.
Getúlio
Vargas fue instalado como el primer dictador de Brasil en 1945. PHOTO: HULTON
ARCHIVE/GETTY IMAGES
En los
últimos años, los fiscales también pudieron ofrecer sentencias reducidas a los
testigos que cooperen con la investigación. Y los sospechosos ya no podrán
evitar la cárcel apelando incesantemente los
veredictos de culpabilidad en los lentos tribunales del país, como solían
hacer.
“La cultura
del conformismo se está hundiendo rápido. Las empresas están convencidas de que
tienen que cambiar”, dijo Rubens Ricupero, ex ministro de Hacienda de Brasil.
Lo que no
está claro aún es si las investigaciones de Petrobras representan un hito para
Brasil o no son más que una cruzada aislada emprendida
por unos pocos fiscales dispuestos a ejercer su poder. La independencia del
poder judicial no fue tanto resultado de alguna idea superior de la separación
de poderes, “sino un subproducto feliz de la presión de los jueces y los
fiscales por la seguridad de su empleo”, dice Ivar Hartmann, profesor de la
escuela de derecho de la Fundación Getulio Vargas.
Reducir el
Estado no es una tarea fácil. Al menos 85% del presupuesto
federal de Brasil está asignado a gastos garantizados por ley, desde los
aumentos en las jubilaciones al gasto en vivienda. Los cambios requerirán
enmiendas constitucionales.
“El problema
es que la única manera de arreglar la política es a través de los políticos”,
dice Ricupero. “¿Realmente van a votar en contra de sus propios intereses?”.
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