El yihadismo en América Latina
El ataque a la AMIA, 24 años después
La foto que acompaña esta columna es de la sede de la AMIA, Asociación Mutual Israelita Argentina, en Buenos Aires. Fue tomada este 18 de julio en ocasión del aniversario del ataque terrorista ocurrido en 1994. En el patio de entrada se observa una instalación artística en tributo a las víctimas. El espacio abierto, con el edificio nuevo (el original colapsó por completo) retirado hacia el interior, permite que la onda expansiva escape hacia arriba, disminuyendo el daño.
Ello en caso de otro ataque; así es vivir con el terrorismo. Como cada 18 de julio, el escenario para el homenaje se montó sobre la calle Pasteur al 600. Como cada 18 de julio, la sirena sonó a las 9:53am, ese instante en que el vehículo cargado de explosivos detonó llevándose casi una cuadra y 85 vidas. Y como cada 18 de julio, fue un ritual para demandar verdad y exigir justicia.
Es que se trata de una historia de impunidad, el resultado de sucesivos encubrimientos desde lo más alto del poder. De hecho, el más conocido de ellos se llevó la víctima número 86 de la AMIA: el fiscal Alberto Nisman, quien fue encontrado muerto con una bala en la cabeza la noche anterior a su audiencia en el Congreso Nacional. Iba a denunciar a Cristina Kirchner.
Nisman había descubierto que el mismo gobierno que le encomendó investigar el ataque era cómplice de los terroristas. El mismo gobierno que, durante doce años, iba cada 18 de julio a las 9:53am a honrar a las víctimas en Pasteur al 600, en realidad encubría a los autores del atentado. Ese fue el propósito del fatídico Memorándum de Entendimiento con Irán con el cual Cristina Kirchner intentó revocar las alertas rojas de Interpol, un virtual decreto de amnistía para los terroristas.
Y todo aquello por petróleo, uranio o plutonio. O una combinación de los tres, profusos recursos para la corrupción. Varias investigaciones periodísticas arribaron a la misma conclusión de manera independiente: el encubrimiento se diseñó entre Teherán, Buenos Aires y Caracas, un acuerdo forjado en el despacho del mismísimo Hugo Chávez. Agréguese el papel de Tarek El Aissami en la operación de pasaportes venezolanos negociados desde varias embajadas de Venezuela en el Medio Oriente y que terminaron en manos de terroristas.
La dimensión regional de la política exterior iraní quedó así documentada. También la importancia de su subcontratista principal, Hezbollah, cuya presencia es visible en la Triple Frontera de Paraguay, Brasil y Argentina; en Iquique, Chile; en Maicao, Colombia; y en Trinidad y Tobago, entre otros lugares de baja presencia estatal pero intenso comercio y tránsito de personas. En América Latina el yihadismo ha creado joint ventures con el narcotráfico y el lavado.
Nótese la secuencia histórica de estos acontecimientos. El ataque a la AMIA ocurrió en aquellos optimistas años noventa, cuando la caída del comunismo nos hacía pensar en la consolidación de un orden global basado en la prosperidad del mercado y la libertad de la democracia. En el siglo XXI se revirtió aquel supuesto triunfo del internacionalismo liberal. La fragmentación y el desorden mundial en curso desde entonces han alimentado la xenofobia y el racismo.
Lo cual es propicio para el terrorismo yihadista, una peculiar expresión de antisemitismo cuya coartada discursiva preferida es la crítica al sionismo. Ello le ha dado la apariencia de un progresismo que genera una cierta justificación cómplice—y miope—por parte de grupos de izquierda en América Latina. Además es una coartada inteligente, capaz de unir a esa izquierda con la tradicional derecha neofascista. Y ello lo hace aún más peligroso y más destructivo.
Ocurre que condenar al sionismo hace las veces de sutil forma de antisemitismo. El sionismo es un movimiento político nacido a fines del siglo XIX y basado en el principio que el pueblo judío, en una diáspora milenaria, tiene derecho a su propio Estado, el cual se estableció en 1948. Como tal, expresa una ideología esencialmente nacionalista no muy diferente a la que expresan varios nacionalismos europeos de la actualidad.
Tómese el siguiente ejemplo. Donde antes existían tres Estados—la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia—hoy existen más de veinte. Del Báltico a los Balcanes, y sin olvidar Asia Central, diversos pueblos—es decir, naciones—construyeron su propio Estado contiguo o superpuesto a otros previamente existentes. Sería simple racismo combatir el derecho de los lituanos, los eslovacos y los croatas, entre otros, a vivir en su propio hogar jurídico y político; en su propio Estado, esto es.
El mismo principio se aplica al sionismo: combatirlo es racismo, es decir, antisemitismo. Muy diferente es la crítica que se le pueda formular a quien gobierna ese Estado y sus políticas: exterior, migratoria, demográfica, militar, o la que sea. Cuestionar la propia existencia de ese Estado, como es el caso de Irán, Hezbollah, Hamás y otras organizaciones yihadistas es la burda justificación de su terrorismo.
Dejar este punto en claro es esencial en América Latina, donde la supuesta izquierda ha mirado con simpatía al yihadismo, creando un terreno fértil para su accionar. Digo supuesta—e hipócrita—izquierda que predica igualdad en la distribución de recursos materiales pero ignora la más fundamental forma de progresismo: la igualdad de derechos, que a su vez es condición necesaria para una definición de ciudadanía con la que se construye democracia.
Casi un cuarto de siglo después del ataque a la AMIA, hacer de América Latina un lugar inhóspito para el terrorismo es fundamental para consolidar sociedades con igualdad de derechos. Para ello, no puede haber espacio para ninguna forma de racismo. La tarea por delante es poco menos que gigantesca.
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