¿Qué
hará Trump ante su primer gran atentado?
El
presidente de EE UU genera desconfianza: hay quienes ponen en duda su respeto a
la democracia
JAN MARTÍNEZ
AHRENS
7 ABR 2017 -
19:50 CEST
Donald
Trump, durante un mitin electoral en Delaware, en octubre de 2016. JONATHAN
ERNST ( REUTERS)
La
mayor cualidad de Donald Trump es ser otro. Obsesionado por la limpieza, el multimillonario es alguien
que odia estrechar la mano y que, en su amor por el lujo, puede pasarse días
revisando cientos de muestras de mármol hasta dar con ese mármol Breccia
Pernice, tono melocotón, perfecto para el atrio de su último hotel. Pero cuando
acude a un mitin en Louisville (Kentucky) y se encienden las luces, entonces
llega el otro. Ahí se transforma en un hombre del pueblo, un tipo que habla
claro y que viene dispuesto a reírse de los universitarios pedantes y a patear
al establishment de Washington. No importa que él mismo haya estudiado en la
elitista Wharton, que durante décadas haya sido el mayor escualo inmobiliario
de Manhattan o que haya amasado su fortuna a la sombra del poder. Cuando Donald
John Trump está bajo los focos, traspasa el umbral de su propia historia y
emerge para sus votantes como ese buen americano al que comprarían un coche,
una casa e incluso el futuro.
Esa dualidad
define a Trump y le ha dado la victoria. Pero también asusta más que ninguna
otra de sus características. Su capacidad para ser y no
ser genera una abismal desconfianza. En las esferas progresistas se le
considera un arribista. El showman de la telebasura. Un
mandatario que defiende a Vladímir Putin y ningunea a la canciller Angela
Merkel. Alguien inasible y extremista.
“Tenemos un presidente
que no habla de democracia ni de derechos humanos, pero que admira a
gobernantes autoritarios y ataca a las instituciones que nos permiten tener una
sociedad libre. Es algo nuevo y chocante para Estados Unidos”, explica el historiador Timothy Snyder, catedrático de Yale y autor de Sobre
la tiranía, un inquietante estudio sobre los peligros de la era Trump.
El cambio es
profundo. Con la derrota de Hillary Clinton cayó mucho más que una candidata.
Un sistema que se veía a sí mismo como un paradigma universal fue vapuleado por
un fenómeno tan masivo como imprevisto. En la Casa Blanca había entrado un
populista sin experiencia de gobierno que
agitaba la bandera del miedo. Miedo a la
inmigración, al islam, al crimen, al paro… Daba igual, como recuerda el
profesor de Sociología de la Universidad California Sur Andrew Lakoff, que fueran crisis ficticias y que la tasa de crimen
se hubiese reducido, cada vez entrasen menos inmigrantes y el paro tocase
mínimos históricos. El caso ya había sido presentado al juicio electoral y
había ganado.
Tras su
investidura, hubo quien pensó que la realidad le contendría. Pero el tigre no
se ha calmado. Ha llamado “enemigos del pueblo” a los
periodistas que le investigan, ha acusado sin pruebas a su antecesor de
espiarle, ha creado la fantasía epistemológica de los “hechos alternativos” e
incluso ha denunciado un falso fraude masivo en el voto. Su intemperancia ha alarmado a propios y extraños, y ha
abonado la tesis de que más que un presidente es un riesgo.
“Es muy
pronto para juzgar, pero la política de Trump representa una amenaza
significativa para las tradiciones de la democracia americana. Él y sus
asesores tienen muy poco respeto hacia los controles que el sistema
constitucional ha construido contra la concentración de poder. Su visión del
papel del presidente es autoritaria, sin independencia o autonomía judicial y
legislativa”, afirma Lakoff.
“La política
de este presidente representa una amenaza clara para las tradiciones de la
democracia americana”, señala un experto
“El deslizamiento hacia
el autoritarismo suele llevar tiempo. A menudo hay una secuencia en la que el
autócrata alcanza el poder, se frustra, se ve amenazado por las derrotas y
entonces arremete. Las instituciones estadounidenses son fuertes, así que no
digo que Trump vaya a socavar la democracia o que lo piense hacer. Pero podría.
Y eso supone una amenaza”, afirma el reputado profesor de
gobierno de la Universidad de Harvard Steven R. Levitsky.
La gran
cuestión es si Trump se mantendrá en la cuerda floja o
caerá en el lado oscuro. Hasta la fecha la respuesta es negativa y, en
cualquier caso, no se trata de un camino fácil. Como señala Snyder, la
democracia americana es el resultado de la profunda desconfianza de los padres
fundadores hacia los gobernantes. Fruto de ello fue un complejo juego de
equilibrios y contrapoderes que limitan la acción del presidente. Donald Trump
lo ha sentido en carne propia.
Su veto
migratorio, sublimación de su islamofobia, ha sido bloqueado dos veces seguidas
por los tribunales. Su primer gran examen legislativo, la reforma sanitaria, ha
caído en la Cámara de Representantes. Dos comités parlamentarios y el FBI
tienen abiertas investigaciones para determinar su conexión con la trama rusa.
Y la presión de los medios ha inmovilizado a su fiscal general y fulminado a su
consejero de Seguridad Nacional. El sistema que él tanto criticó le ha mostrado
los dientes.
Las instituciones de Estados Unidos
tienen mecanismos para frenar abusos de poder
“Pero dos
meses es muy poco tiempo para llegar a conclusiones. Mucho dependerá de cómo
Trump reaccione a estos fracasos. Igual se amansa. O quizá golpee más fuerte.
No lo sabemos. Es demasiado pronto”, asegura el profesor Levitsky.
Falta tiempo
para que el personaje se desarrolle. Aunque su valoración es mínima respecto a
otros presidentes a esta altura de mandato, él no deja de enviar señales a su
grada. Lejos del ruido, el presidente ha anunciado
un aumento presupuestario de 54.000 millones de dólares para el
ejército,
prepara
un plan de infraestructuras de un billón de dólares y
ha
iniciado la mayor desregulación financiera desde Ronald Reagan. El complejo militar, las grandes constructoras y Wall Street aplauden
eufóricos.
No se trata
de gestos vacíos. Muestran que Trump no es el
antisistema que muchos creían. Pertenece al engranaje, aunque a una
parte excéntrica, un híbrido entre Silvio Berlusconi y Marine Le Pen. Desde esa
distancia juega a ser una cosa y la otra. Según le convenga. A veces es
respetuoso e institucional, como en su primer discurso ante el plenario de las
Cámaras, y otras se revuelve a dentelladas, como demuestra a diario en Twitter.
En esa
oscilación permanente han discurrido sus primeros dos meses de mandato. Todos
han podido calibrar su ritmo. Convulso pero no letal. Pese a que sigue clamando
por las deportaciones masivas y el muro con México, ha moderado su discurso con
China, Oriente Próximo y hasta Irán. Lo que nadie sabe es cómo responderá ante
una crisis grave.
“Me temo que si hay un
ataque terrorista intentará recortar libertades civiles”, pronostica Snyder.
“Eso
es lo que más me preocupa. En ausencia de una gran crisis, las instituciones
son lo suficientemente fuertes para sobrevivir a Trump. Pero en el caso de un
ataque terrorista creo que contestará restringiendo libertades y concentrando
el poder, y puede que consiga apoyo popular para eso”, explica el profesor
de Harvard.
El día en
que llegue la crisis, Trump tendrá que definirse para la historia. Por fin se
mostrará a sí mismo. Será entonces cuando el mundo
conozca al verdadero Trump.
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