Diego Salazar es periodista y autor del libro ‘No hemos entendido nada: Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo’.

Cada cinco años buena parte de los peruanos nos convertimos en matemáticos aficionados. Según se acercan las elecciones generales, nuestras conversaciones y mensajes de WhatsApp se llenan de términos como “simulacro de votación”, “margen de error, “sondeo de opinión” o “diseño muestral”.

En un sistema donde los partidos políticos son, en buena medida, meros cascarones para las ambiciones del minicaudillo de turno y los electores nos enfrentamos a 18 candidatos presidenciales en la boleta, intentamos paliar nuestra falta de convicción y confianza en las propuestas con la emoción y certidumbre que, creemos, brindan los números. Pero esta vez, los números aportan cualquier cosa menos calma.

A pocos días de la primera vuelta, tenemos hasta seis candidatos con posibilidades de pasar a la segunda, ninguno de los cuales alcanza siquiera 15% de preferencia. Pese a la ya habitual fragmentación de la vida política peruana, esta no es una situación normal: hace cinco años, en la última encuesta publicada antes de las elecciones de 2016, la candidata que lideraba el pelotón llegaba a 40.8% y el segundo alcanzaba 19.9%.

En esta carrera de incertidumbre hay un número que destaca por encima de todos los candidatos: el porcentaje de electores que responden que no saben por quién votar o que no quieren votar por ninguna de las opciones disponibles. El número, según la encuesta a la que nos asomemos, va de 25% a 36.9%. En esta carrera de ponis, el caballo que asoma la cabeza como probable ganador es la desafección política de un tercio de los peruanos.

Pese a que es así como algunos analistas lo interpretan, a mi modo de ver, esos números de desafección no son muestra de un rechazo a la clase política, sino de un rechazo más amplio y general a las élites, a aquellos que, en distintos ámbitos, llevan las riendas y tienen la voz cantante en los asuntos del país.

Unas élites que, percibimos muchos, a izquierda y derecha del espectro ideológico, no solo nos han fallado sino que, de forma insistente, nos vienen traicionando.

En mayo de 2020, el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) publicó por última vez su informe de Percepción Ciudadana de Gobernabilidad, Democracia y Confianza en las Instituciones. En ese reporte nos topamos con algunos números que dan cuenta de ese rechazo.

Cuando el INEI preguntó por la confianza de los encuestados en 21 instituciones gubernamentales y no gubernamentales, la única que superó 50% fue el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil. El organismo que emite nuestros documentos de identidad. Hasta cierto punto, resulta consolador que confiemos, al menos, en la institución que nos dice de manera oficial quiénes somos.

Después, todos, incluida la Iglesia católica, los partidos políticos, el Congreso y, por supuesto, los medios de prensa, desaprueban.

Los datos de esta encuesta fueron recabados justo antes de la pandemia por COVID-19, entre octubre de 2019 y marzo de 2020. No es descabellado suponer que, visto el desastroso manejo de la crisis sanitaria y los varios escándalos que la han acompañado, cuando se publique la siguiente edición del informe los números sean aún peores.

Pocos casos ilustran tan bien el fracaso y traición de nuestras élites como el llamado Vacunagate.

En febrero de este año, los peruanos pudimos saber que el expresidente, Martín Vizcarra, vacado por el Congreso a principios de noviembre de 2020, había sido vacunado de forma irregular poco antes, junto a su esposa y hermano, durante los estudios clínicos que la farmacéutica Sinopharm realizaba en colaboración con la Universidad Cayetano Heredia, una de las instituciones educativas y científicas más prestigiosas del país.

También, por cierto, el nuncio apostólico en el Perú, quien indicó en un comunicado que había sido vacunado irregularmente debido a su labor como “consultor en temas éticos”. El chiste, tan gracioso como patético, se cuenta solo.

Esto, por cierto, ocurría mientras el país alcanzaba nuevos récords de exceso de muertes. Según The Financial Times, Perú es hoy el líder mundial en exceso de muertes por millón de habitantes. Y el gobierno actual —el cuarto en tres años de crisis política rampante— sigue sufriendo para conseguir vacunas y a la fecha no ha vacunado ni a 2% de la población.

¿Podemos, a la luz de estos datos, culpar a los peruanos por no esperar nada de las élites que los gobiernan o controlan las instituciones que guían los designios del país, ya sea desde la academia, el mundo de los negocios o la prensa?

Unas élites cuyos miembros claman para evitar que se difunda un documental sobre nuestra historia reciente pero no tienen empacho en trabajar —sin disclaimer de cara a sus lectores— para un político de reputación más que dudosa o en colocar a sus conocidos al mando de ministerios a sabiendas de que no cuentan con la más mínima calificación para ello.

Unas élites que, pese a verse a sí mismas como líderes de opinión y presentarse como periodistas o analistas, hacen las veces de asesores en la sombra de candidatos y presidentes.

Unas élites que pagan un canal de televisión dedicado a promover fraudulentamente el uso de ivermectina contra el COVID-19 y a organizar agasajos camuflados de entrevistas a su candidato presidencial favorito.

Unas élites —por poner un último ejemplo— que no se inmutan con que, en un país donde la corrupción es considerada por mucho el principal problema (60.6% frente a la delincuencia con 41.8%, según el reporte del INEI), uno de los moderadores del debate presidencial oficial sea un periodista conocido por trabajar manejando temas de comunicación para Odebrecht. Una empresa, por si hace falta recordarlo, responsable del mayor escándalo de corrupción de América Latina en los últimos años y que en el Perú, de momento, se ha traído abajo a un presidente, ha puesto a otros tres bajo la mira, además de a dos alcaldes de Lima, una candidata presidencial y a varios de los principales empresarios del país.

¿Podemos culpar a la ciudadanía por no confiar en unas élites y un sistema que, desvergonzada y tenazmente, actúan de espaldas al país e ignoran sus reclamos?

La carrera electoral tendrá su primera meta este domingo 11 de abril y culminará de forma definitiva un mes después, cuando se realice la segunda vuelta. Pero la verdadera prueba para la democracia peruana empezará el día 28 de julio, cuando celebremos el bicentenario de nuestra independencia y los integrantes del Ejecutivo y el Legislativo juren sus cargos para los próximos cinco años.

Lastimosamente, nada hace pensar que las cosas vayan a ser distintas a lo que hemos visto desde 2016 y, más bien, con los números delante, podemos presumir que tendremos un presidente o presidenta aún más débil que los últimos cuatro, ninguno de los cuales llegó a cumplir dos años de mandato. Tanto el Ejecutivo como el Congreso enfrentarán problemas de legitimidad ante una ciudadanía que desde ya los mira con desconfianza y que, muy probablemente, no los habrá elegido de forma mayoritaria.

Mientras tanto, nuestras élites hablan de “defender el modelo” pero viven ajenas a los mínimos de transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas que exige cualquier sociedad democrática medianamente funcional. Soñando con que el 11 de abril y las siguientes efemérides de mayo y julio supongan un borrón y cuenta nueva para que todo siga igual.

Y eso, lo siento, si atendemos a la progresiva crisis en que se encuentra sumido el país y al hastío creciente de buena parte de la ciudadanía, no parece que vaya a suceder.