Matar en nombre de Dios
Vivimos tiempos en los que prima el discurso de los dinamiteros, cuando son más necesarios que nunca los constructores de puentes y de convivencia
Las guerras no terminan cuando lo proclama el presidente de Estados Unidos. El atentado de Sri Lanka, con más de 350 muertos y 500 heridos, es la prueba. No ha sido el ISIS que conocíamos, el de los barbudos de Raqa y Baguz, aunque se apunte propagandísticamente la autoría. Las investigaciones se centran en un pequeño grupo islamista llamado National Thawheed Jamaa. Sorprende su capacidad para golpear en diversos puntos de manera simultánea, pero en asuntos de matar no es necesaria tanta sofisticación. Bastan explosivos, dinero, armas y personas dispuestas a morir por una causa.
El ISIS solo ha perdido el territorio, la idea persiste. Sin el califato, que llegó a extenderse por amplias zonas de Siria e Irak, se acerca al modelo de Al Qaeda: una yihad global que se desarrolla desde grupos afines que actúan por imitación; franquicias sin una relación operativa con la central que tratan de obtener prestigio bajo unas siglas temidas en Occidente. La red es ideológica, más que militar.
Existen dos interpretaciones políticas de la yihad, la guerra santa (además de la tradicional relacionada con el esfuerzo de mejora espiritual de cada individuo): la defensiva y la ofensiva. La segunda atañe solo a los súbditos del príncipe que la lanza; la primera, a todos los musulmanes.
Al tener un califato real, Al Bagdadi pudo reclamar su defensa. Era su fuerza frente al grupo fundado por Bin Laden. Fue la palanca religiosa que activó la llegada masiva de combatientes extranjeros. Ahora, sin un territorio que proteger, miles de milicianos con experiencia en combate se disponen a retornar a sus países de origen —también a Europa—. Serán un elemento de desestabilización. Solo Túnez aportó más de 4.000. Son una bomba de relojería.
Se especula con que la matanza de cristianos en Sri Lanka es una respuesta a la de musulmanes en Nueva Zelanda. De ruido de fondo tenemos a los supremacistas blancos de Estados Unidos y a las extremas derechas de Europa blandiendo fobias, casi siempre contra los musulmanes, a veces contra los judíos. Para ellos, el paraíso en la tierra sería una guerra santa que permitiera eliminar a los diferentes. En eso están unidos al ISIS y a Al Qaeda. Crecen en el cuanto peor, mejor.
No basta la cooperación entre países ni la eficacia policial. Para derrotar a los asesinos, a la radicalidad de sus palabras, sería necesaria otro tipo de política internacional basada en la decencia. Es necesario aislar a los exportadores de fanatismo religioso, pese a que se nos estropee el negocio de las armas.
Vivimos tiempos en los que prima el discurso de los dinamiteros, cuando son más necesarios que nunca los constructores de puentes y de convivencia. El ejemplo es la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern. Solo se necesita inteligencia política, un poco de decencia y empatía con las víctimas.
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