RÍO DE JANEIRO — Para los maestros de esta megaciudad ubicada a orillas del mar, la explosión de violencia ha implicado tomar decisiones cruciales como suspender o continuar las clases debido a los tiroteos en zonas cercanas a las instituciones educativas.
Para la policía ha significado enterrar a 119 oficiales durante este año y entregar más territorios a las pandillas de narcotraficantes que han seguido con las ventas al aire libre en comunidades que hace unos años se habían declarado “pacificadas”.
Antes de planear cuáles serán sus trayectos al trabajo, muchos de los residentes de esta ciudad de casi 6,5 millones de habitantes empiezan el día revisando las aplicaciones de sus teléfonos celulares que les informan en vivo de las balaceras.
En 2016, Río de Janeiro albergó con bastante éxito los juegos olímpicos pero ahora esta emblemática ciudad brasileña sufre un incremento de la criminalidad que recuerda a los periodos más oscuros de las décadas de los ochenta y noventa. Durante los primeros nueve meses de este año se cometieron 4974 homicidios en Río de Janeiro, un estado con 16,5 millones de habitantes, lo cual evidencia un incremento del 11 por ciento en comparación con el año pasado, según las estadísticas gubernamentales.
El aumento de los crímenes violentos es parte de una tendencia nacional que los expertos aseguran que se ha exacerbado por la recesión económica del país, la corrupción que ha vaciado las arcas del gobierno y la férrea competencia entre las organizaciones del narcotráfico.
El año pasado 61.619 personas fueron asesinadas en todo Brasil, según los datos recopilados por el Foro Brasileño de Seguridad Pública. Esas cifras convirtieron a 2016 en el año más mortífero del que se tenga registro en el país.
Ante el déficit presupuestario y la presencia de bandas de narcotraficantes mejor organizadas y más armadas, los funcionarios de Río de Janeiro han acudido al gobierno federal en busca de un rescate financiero, y al ejército para conseguir refuerzos.
“La situación es de una total vulnerabilidad”, afirmó Antônio Carlos Costa, director de Rio de Paz, una organización que apoya a las víctimas de la violencia. “Las armas que utilizan los narcotraficantes son armas de guerra”.
El resurgimiento de la violencia sucede cuando ya se habían logrado avances tangibles, pero efímeros, en la reducción del delito en la ciudad.
En 2008, cuando Brasil se preparaba para ser la sede del mundial de 2014 y estaba en busca de los juegos olímpicos de 2016, los funcionarios gubernamentales implementaron un ambicioso plan con el fin de aumentar la seguridad en las favelas de la ciudad. Se estableció un sistema de patrullaje comunitario y las fuerzas policiales eran recompensadas cuando cumplían con los objetivos de reducción del crimen.
Fue el equivalente a una estrategia contrainsurgente. Establecer las Unidades de Policía Pacificadora en las favelas fue pensado como el primer paso para llevar servicios estatales a esas zonas. Se suponía que una continua presencia policiaca erradicaría las redes del crimen organizado que se habían convertido en las autoridades de facto en las favelas. Después, el plan contemplaba expandir el acceso a atención médica, educación e instalaciones sanitarias decentes en las comunidades que históricamente habían sido marginadas.
Durante varios años, parecía que la estrategia había logrado avances. De la cifra más alta de 65 muertes violentas por cada 100.000 habitantes entre los residentes del estado de Río de Janeiro en 1994, la tasa cayó a 29 en 2012. Una inversión de 10.700 millones de dólares en infraestructura antes de los juegos olímpicos generó la esperanza de que se reduciría la desigualdad en una ciudad donde la indigencia y la riqueza exorbitante han coexistido durante mucho tiempo.
La principal razón por la que no sucedió se puede resumir en una palabra, según Monica de Bolle, una experta del Instituto Peterson de Economía Internacional: corrupción.
“En la medida en que se iban recuperando los territorios de las favelas en poder de los narcotraficantes, se debieron crear empleos”, agregó De Bolle. “Existía la expectativa de una enorme inversión en proyectos sociales de las favelas y después el dinero se acabó”.
En 2014, Petrobras —la estatal petrolera con sede en Río de Janeiro y uno de los motores económicos de la ciudad— quedó muy afectada por la divulgación de un enorme esquema de sobornos. Ese escándalo se reveló cuando el precio mundial del petróleo caía de forma vertiginosa. Según los procuradores federales, de forma simultánea algunos funcionarios estatales —entre ellos Sérgio Cabral, el exgobernador de la entidad— convirtieron el gasto de los juegos olímpicos en un ejercicio de fraudes que permitió que altos funcionarios y empresarios desviaran cientos de millones de dólares del erario.
Aunque los juegos olímpicos dejaron ganancias duraderas para Río de Janeiro —el ejemplo más claro fue la mejora de su sistema de transporte público—, es evidente que se perdieron oportunidades en prácticamente todas las zonas de la ciudad.
El bachillerato C. E. Clóvis Monteiro en Jacarezinho, al norte de Río de Janeiro, tiene una placa de “Río 2016” con el logo de las olimpiadas que reza: “La educación transforma”.
No obstante, cuando se le pregunta a la directora del plantel, Andreia Queiroz, sobre la transformación de la zona, ella muestra los impactos de las balas en las paredes de la edificación, incluido un disparo que rompió la ventana de un salón.
Este año, Queiroz empieza sus mañanas antes del amanecer viendo los reportes sobre balaceras en una serie de grupos que monitorea en WhatsApp. Decidir cuándo hay que cerrar la escuela es más un arte que una ciencia, un ritual nefasto al que tanto ella como otros educadores se han acostumbrado.
Hasta finales de octubre solo han transcurrido once días en los que ninguna escuela de la ciudad tuvo que cerrar por la violencia, según el sistema municipal de educación de Río de Janeiro. Esto implica que más de 161.000 estudiantes han sufrido interrupciones en sus estudios por los enfrentamientos.
Queiroz aseguró que la crisis de seguridad y la desaceleración económica han sido las causas de que hasta 400 de los 1500 alumnos inscritos en su escuela hayan tenido que dejar de asistir a clases de forma regular.
“Tenemos algunos estudiantes que mantienen a sus familias”, dijo mientras explicaba que los que siguen asistiendo suelen estar nerviosos. “Puedo ver que les cuesta concentrarse”, comentó. “Están aquí, pero su cabeza siempre está con el pensamiento en otro sitio”.
Tan solo con ver los muros de la escuela se distinguen las huellas de la violencia que reina afuera y la forma en que está moldeando a la política nacional.
Las letras CV —el acrónimo de Comando Vermelho, es decir, Comando Rojo— y las palabras “Fora Bolsonaro” (Fuera Bolsonaro) están escritas en todos los muros.
Las primeras son una muestra de lealtad a una poderosa banda que durante décadas ha sido la autoridad de facto en varias zonas de Río de Janeiro. Las segundas son una señal de repudio hacia el congresista de extrema derecha, Jair Bolsonaro, quien actualmente ocupa el segundo lugar en la campaña presidencial y que ha prometido inyectarle poder a las fuerzas de seguridad para matar a más “bandidos”.
Las primeras líneas de defensa para el tipo de acción que ha prometido Bolsonaro se están formando en el barrio de la escuela.
Una tarde reciente, jóvenes armados con rifles se encontraban en los puntos de entrada de un sector de Jacarezinho que controlan los narcotraficantes. Los colegiales iban caminando a la escuela zigzagueando por calles angostas y congestionadas, donde los puestos de productos comparten la acera con mesas donde los traficantes venden pequeñas bolsas de cocaína y marihuana.
Varios muros de la comunidad muestran los agujeros profundos de los impactos que dejan las municiones de las metralletas.
“Estamos en el fuego cruzado”, señaló Maria, una mujer de 63 años que arregla uñas en un diminuto salón iluminado con bombillas y quien se negó a dar su apellido porque le preocupa su seguridad. “He perdido mucha clientela”.
Una encuesta que realizó la firma de investigación Datafolha a principios de octubre reveló que el 72 por ciento de los residentes de Río de Janeiro se mudarían a una ciudad más segura si pudieran hacerlo. En la encuesta de 812 participantes y cuatro puntos porcentuales de margen de error, se mostró que menos de una de cada diez personas creía que la policía militar, la principal entidad responsable de la seguridad, fuera eficaz para prevenir los crímenes.
Los residentes hablan con el mismo desánimo al referirse a la policía y las bandas de narcotraficantes.
Ana Paula Oliveira, una activista cuyo hijo de 19 años fue asesinado por la policía en 2014, aseguró que los residentes de las comunidades de escasos recursos se sienten acosados cada vez que se realizan operativos de seguridad porque después los policías simplemente se marchan y vuelven a dejar las zonas bajo el control de los traficantes. Entre enero y septiembre, la policía fue responsable de al menos 800 muertes en el estado.
“Vienen con nosotros con un discurso de que hay una guerra”, explicó Oliveira. “Pero no es una guerra. Es una masacre de la gente pobre que vive en las favelas. Para garantizar que las élites disfruten de seguridad, es necesario matar a los pobres”.
Las zonas ricas de Río de Janeiro, entre ellas los centros turísticos como Copacabana e Ipanema, se sienten como un mundo aparte gracias a la robusta presencia de la policía. Sin embargo, no han salido libradas del aumento del crimen y la violencia ha cobrado un precio muy alto a la industria turística.
Entre enero y agosto, la ciudad perdió cerca de 200 millones de dólares en ganancias derivadas del turismo, según la Confederación Nacional del Comercio de Bienes, Servicios y Turismo. Hasta el momento, dos turistas han recibido impactos de bala en la ciudad, entre ellos una mujer española que el mes pasado fue asesinada por un policía mientras visitaba una favela.
A pesar de que históricamente la seguridad en Brasil ha sido responsabilidad estatal y municipal, en meses recientes, el gobierno federal ha desplegado cientos de soldados para contener el auge de la violencia en la ciudad. El mes pasado, el ejército cabildeó en el congreso para que se aprobara una ley que permite que los soldados que cometen crímenes contra los civiles durante los operativos sean juzgados en tribunales militares, en lugar de las cortes civiles. Muchos piensan que es una señal de que el ejército se prepara para una estancia prolongada en la ciudad.
En respuesta a preguntas que se le hicieron vía correo electrónico, Roberto Sá, el secretario de Seguridad del estado de Río de Janeiro, dijo que la “calamidad financiera” que había aquejado al estado durante el último año y medio había imposibilitado la implementación de una exhaustiva política de seguridad.
“Para ponerla en práctica, necesitamos recursos financieros que el estado no tiene a su disposición”, afirmó Sá.
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