¿Monstruos, nazis convencidos u obedientes? Los alemanes comunes que pudieron negarse a asesinar y no lo hicieron
El Batallón 101 de Hamburgo estaba integrado por 500 hombres comunes. En poco más de un año mataron 83.000 judíos fusilándolos a corta distancia. ¿Cómo se puede llegar a ese grado de deshumanización? La posibilidad de negarse que muy pocos utilizaron. El libro de Christopher Browning y el documental de Netflix que cuentan el caso
Lo que se había vuelto anormal era lo normal. Los asesinatos de masa se convirtieron en una rutina para estos hombres. Y pocos, muy pocos, rechazaron fusilar indefensos aunque tuvieron la posibilidad de hacerlo.
El Batallón 101 de Policía de reserva de Hamburgo estuvo activo durante unos años. Pero entre julio de 1942 y durante casi todo 1943 llevaron a cabo las tareas por las que fueron recordados. Lo integraron alrededor de 500 hombres. Eran todos muy parecidos entre sí. Pertenecían a la clase trabajadora, eran miembros de la clase media baja de la ciudad alemana. Eran obreros, plomeros, carpinteros, kioskeros, colectiveros, había algún oficinista. Todos habían intentado reclutarse cuando la Segunda Guerra Mundial era una realidad, y cuando se vio que iba a durar bastante, que el avance inicial irrefrenable del Tercer Reich se había detenido, que Alemania había empezado a tener contendientes. Por razones físicas o por su edad avanzada estos hombres habían sido rechazados como soldados del ejército nazi. Se les ofreció integrar este batallón de policía después de una breve instrucción. Aceptaron gustosos; era su manera de aportar a la causa.
Estos hombres comunes fueron enviados a los territorios ocupados en Polonia. Tres semanas después cometieron su primera matanza.
El Batallón 101, en principio, sólo iba a oficiar como cualquier otro de la policía. Tareas de control y de vigilancia, en especial de los traslados de prisioneros o de materiales para las fábricas que producían los pertrechos bélicos. Pero en julio de 1942 se transformó la naturaleza de sus funciones.
La primera acción, el bautismo de fuego, fue la matanza de los judíos del Gueto de Jozefow. Los integrantes del 101 no fueron avisados de su misión hasta llegar al lugar. Antes de esa misión les dieron muchas municiones. Y mucho alcohol.
Fueron alrededor de 1.100 víctimas. Hombres, mujeres, niños. La falta de práctica hizo que la misión fuera un desastre. Se erraron disparos, hubo muchas víctimas agonizantes. Los uniformes y las caras de los fusiladores quedaron manchadas de sangre y de masa encefálica. En sus memorias se fijaron las caras de los chicos llorando antes de que gatillaran, los ruegos para que no dispararan, la desesperación de las madres, los gemidos de los que agonizaban en la pila de cuerpos que caía a la fosa cavada unas horas antes.
No siempre los fusilados morían. A veces alguien fallaba el disparo o la herida no era mortal, y el prisionero se dejaba caer en la fosa y era tapado por los siguientes cuerpos. Una vez terminados los fusilamientos, algunos de los integrantes del Batallón 101 bajaron a la fosa y le dieron el disparo de gracia a los que aún gemían. Hubo algunos pocos que lograron simular su muerte, que lograron quedarse quietos, y pudieron salir con vida una vez que los perpetradores se alejaron.
Ese primer día, hubo al menos 12 integrantes del batallón que se negaron a disparar o que quedaron paralizados ante los ruegos de las víctimas. Les permitieron alejarse del lugar y esperar en los camiones que los habían trasladado.
Tardaron 17 horas en cumplir con su misión. Cuando pensaron que todo había terminado, los jefes ordenaron que buscaran en la ropa y en los cadáveres el dinero, las joyas y oro.
Entre julio de 1942 y noviembre de 1943, el Batallón 101 participó en 14 matanzas.
Sus hombres mataron alrededor de 83.000 judíos y envió 45.000 a los campos de concentración. En la Alemania Nazi hubo 133 de estos batallones policiales. El 101 de Hamburgo, integrados por hombres comunes (que quedó demostrado que no eran especialmente adictos ideológicamente al nazismo antes de su enrolamiento), fue el cuarto en el ranking de los que más víctimas produjeron. Así un batallón sin demasiado background ideológico, sin integrantes de un nazismo recalcitrante en los años anteriores, sin haber sido adoctrinados de manera especial, sin una selección especial, sin una preparación específica se convirtió en uno de los más prolíficos productores de víctimas. Todas esas circunstancias hacen más aterradora la historia.
Hay un dato fundamental más. Hubo hombres que, como aquellos 12 de la primera misión, se negaron a participar, que dijeron que ellos no iban a asesinar a sangre fría. Y lo más sorprendente es que ninguno fue asesinado, enviado a la cárcel o degradado. Una de las grandes preguntas es por qué sólo tan pocos se negaron, si podían hacerlo. La otra es cómo hombres comunes se convirtieron en asesinos, por qué convirtieron en rutina los asesinatos, de qué manera se acostumbraron a matar a víctimas inocentes y desarmadas.
Eso es lo que se planteó el historiador Christopher Browning en su libro Aquellos Hombres Grises (Ordinary Men). Y que tiene su correlato en el documental Civiles Armados, El Holocausto Olvidado, recientemente estrenado por Netflix y en el que Browning presta testimonio.
Los que se negaron no fueron vistos como “buenas personas”, ni siquiera ellos alegaban que su bondad les impedía matar a alguien. Estaban convencidos que aquellos que se rehusaban eran débiles, con posturas cercanas a la traición. Debían soportar que se les dijera que eran cobardes, ratas, traidores. Se los maltrataba, les daban las tareas que nadie quería: limpiar los baños, por ejemplo. Cargaban, también, de mayor responsabilidad a sus compañeros, con los que convivían diariamente. O al menos eso les hacían sentir. Pero ninguno sufrió represalias irreparables.
Browning con su investigación llega a una conclusión sorprendente y algo aterradora. Compara esta situación al Experimento Milgram o al de la Prisión de Stanford (dos experimentos en el que los participantes eran motivados para que propinaran daño o dolor a personas indefensas). En ambas experiencias el porcentaje de los que se rehusaron fue del 20 %. Según los testimonios que leyó y los que consiguió Browning, en el Batallón 101 la tasa de objetores fue también cercana al 20%.
Los comandantes, en los primeros tiempos, estaban más preocupados por sus hombres que por las víctimas. Veían como el peso de sus actos erosionaban su moral. Tomaron medidas para evitar eso. La primera fue que los fusilamientos fueran a un poco más de distancia y que las víctimas se encontraran de espaldas, así no les veían la cara en el momento de fusilarlos.
Algún desprevenido pensaría que las noches que seguían a las matanzas eran lúgubres, que los hombres apenas podían hablar entre ellos aplastados por los recuerdos de sus actos. Pero no era así. Muchas de las noches, el ambiente en el lugar en el que estaba establecido el Batallón 101 era festivo. Había celebraciones intensas y todos terminaban borrachos. Los jefes procuraban atiborrar a sus hombres de alcohol para que no pensaran en lo que había sucedido, para que a la mañana siguiente volvieran a sus tareas asesinas.
Los soldados según su reacción a los hechos se podían dividir en tres grandes grupos. Por un lado estaban los que disfrutaban, los que regresaban eufóricos y celebraban con grandes comilonas y recreaban a los gritos los eventos de esa jornada, eran los que día a día alimentaban y aumentaban su sadismo. En este primer grupo están también aquellos en los que predomina la ideología y suelen ser los líderes, los que creen que sus actos están fundados por ideas (fuertes), los que acomodan los hechos a sus ideas, los que se creen empujados y justificados por ellas, los convencidos.
Otros eran los que fueron llamados “los pasivos”, los que cumplían con las órdenes, con su trabajo, sin mostrar demasiadas emociones. Por último estaban “los objetores”, los que se negaron y hasta algunos consiguieron ser trasladados a trabajos de oficina a otras ciudades alemanas u ocupadas. Pero estos renuentes no afectaban el devenir de los hechos. Eran desplazados, reemplazados y hasta denostados, pero la maquinaria seguía funcionando, seguía en marcha. Nadie se animaba a poner en tela de juicio el sistema criminal.
Los integrantes del batallón recordaban con precisión sus primeras misiones, sus primeras veces matando gente. Podían recordar con precisión su pesadumbre, recreaban con exactitud las circunstancias del momento: el lugar, la manera en que ocurrieron, lo que sintieron ellos, las caras y los gritos y gemidos de las víctimas. Sin embargo, de las siguientes casi no conservaban recuerdo alguno, se les vuelven difusas, se acostumbraron. Esas misiones, esas matanzas, se les habían vuelto una rutina. Se convencieron de que era su trabajo, lo que tenían que hacer. Pensaban: “Yo soy mejor que el otro, que el que se niega y que la víctima, soy más valiente, cumplo con mi misión, soy clave, mi ayuda es vital, para que la causa triunfe”. En el camino quedan múltiples víctimas y su sensibilidad. Esos hombres se deshumanizaron.
Para Browning la insensibilidad, la inhumanidad, no fue la causa de los crímenes. Sino la consecuencia.
Todos encontraban algún tipo de justificación. Aún cuando les preguntan, tiempo después, por qué mataban a los niños. Un oficial de alto rango respondió que era indispensable, porque cuando esos chicos crecieran y vieran lo que les habían hecho a sus padres, se convertirían en recalcitrantes enemigos de Alemania y se convencían de que así estaban protegiendo su nación.
Otto Olehndorf, el máximo responsable al que debía responder, tenía cinco hijos. Y ningún remordimiento. Olehndorf, en uno de los Juicios de Nuremberg, el de las Einsatzgruppe de 1947, fue condenado a muerte.
Después de la sentencia, el fiscal visita a Olehndorf en su celda. Hasta ese momento no había tenido contacto con él fuera de la sala de audiencias, era su primer encuentro a solas. Le pregunta si puede hacer algo por él. El fiscal supuso que el nazi condenado a muerte le pediría que le enviara algún mensaje personal, íntimo, a su esposa y a sus hijos. El hombre no envió ningún mensaje amoroso. Sin ningún gesto, sin dejar que alguna emoción floreciera, el hombre ya en el patíbulo, le dijo que no estaba arrepentido: “Hice lo que tenía que hacer. Si hubiera tenido que matar a mi propia hermana la habría ejecutado”. Tiempo después le preguntaron al fiscal qué sintió al enfrentar y acusar a esos monstruos. El hombre respondió rápido que no se trataba de monstruos. Eran alemanes, patriotas, hombres promedio, que hacían lo que creían que era lo mejor para su país. Y devolvía la pregunta: “Harry Truman que ordenó tirar la bomba atómica o los hombres que iban en el Enola Gay ¿eran monstruos?”.
Otro ejemplo: un capitán del batallón llevó a su esposa a una de las misiones. Se habían casado hacía poco y ella estaba embarazada. Hay fotos que muestran a la mujer sonriente en medio de una mesa con el resto de los oficiales nazis del 101. La misión consistía en el vaciamiento de un gueto. Hubo muertos, muchos muertos: alrededor de 10.000. Otros 11.000 judíos fueron trasladados a Treblinka. Hubo violencia, sangre, pilas de cadáveres amontonados. Y la mujer, parada a unos metros de distancia observando todo el operativo. El capitán estaba orgulloso de sus actos y le mostraba a su amada lo bien que hacía su trabajo.
El grupo que integraba el 101 no era demasiado prometedor. Rechazados por el ejército por viejos y sin experiencia previa, excepto por unos pocos que habían participado en la Primera Guerra Mundial. Algunos sostienen que dentro de este batallón había varios miembros del partido nazi, varios convencidos, aunque eso no está probado por ninguna de sus actividades previas. También se les incorporaron muchos luxemburgueses (Luxemburgo había sido anexado a Alemania un par de años antes) que se comportaron de la misma manera que los que provenían de Hamburgo.
Uno de los grandes éxitos del antisemitismo en la Alemania Nazi es cómo se instala en los ciudadanos la idea de “Nosotros y ellos”. Esa distinción naturaliza la estigmatización, la persecución, la masacre. Se buscaba una excusa, algún argumento que sostuviera el odio y los hechos: a los judíos se los acusaba del avance comunista, de quedarse con el dinero de otros, de tener mejores trabajos o ingresos que debían ir a los arios. Pierden el trabajo, no pueden acceder a determinados lugares, son señalados por la calle, los echan de sus casas, destruyen sus negocios, se quedan con sus posesiones, los reducen al esclavismo, los matan. Siempre siguiendo las órdenes del Führer, que eran ley.
Pero estos hombres, los líderes y los integrantes sin jerarquía, se veían como dobles víctimas. Primero del sistema nazi que los obligó, los conminó a actuar de esa manera. Según ellos no les quedaba más remedio que seguir las órdenes del Führer, que eran ley en el Tercer Reich. No mataban por convicción sino por obedecer. Hay otra justificación. Afirmaban que ellos sólo eran un engranaje, una menor, en una gran maquinaria. Recordemos, una vez más, que sólo este batallón mató casi 40.000 personas.
Después, sostenían, eran víctimas del juzgamiento posterior, de la derrota en la guerra, de tribunales que aplicaban leyes posteriores a los hechos y, principalmente, de una nueva moral que había surgido a partir de 1945, un ordenamiento moral que no existía antes.
Browning encontró en archivos alemanes los testimonios e interrogatorios de 210 integrantes del Batallón. Eran detallados. Buceándolos descubrió las características de los integrantes, cómo se fueron habituando a los crímenes, el hecho de que tenían la posibilidad de negarse. También indagó en las declaraciones testimoniales de los diferentes juicios (en el documental se ven algunos testimonios impactantes de oficiales nazis y de víctimas).
Aquellos Hombres Grises, el libro de Browning en el que narra estos hechos y despliega su investigación y argumentaciones, fue respondido por otro texto que fue célebre a mediados de los noventa: Los Verdugos Voluntarios de Hitler de Daniel Goldhagen. Más allá de su suceso, este generó una gran polémica. En las reediciones posteriores de su obra, Browning incorporó un apéndice con una larga respuesta de más de 60 páginas a Goldhagen.
Christopher Browning llega a una conclusión perturbadora. Sostiene que la enseñanza de esta historia es que cualquier dictador que quiere perpetrar una masacre, no la va a dejar de hacer porque no encuentre quien la lleve a cabo. Siempre habrá gente dispuesta a hacerlo, a seguirlo, a obedecerlo. Esa gente nunca va a faltar.
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