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Las divisiones en el frente republicano impulsan a la candidata xenófoba
EL PAÍS
1 MAY 2017 - 20:03 CEST
Marine Le Pen, este 1 de mayo en Villepinte, al norte de París. ETIENNE LAURENT EFE
La Francia de 2017 es bien distinta de la de hace tres lustros y su deriva es inquietante. No se puede interpretar de otra manera el ascenso del partido xenófobo y ultranacionalista Frente Nacional, que puede rebasar el próximo domingo el 40% de los votos frente al socioliberal Emmanuel Macron. El cuidadoso lavado de cara que Marine Le Pen ha aplicado al FN que fundó su padre ha calado en la sociedad francesa (7,6 millones de votos en la primera vuelta del 23 de abril pasado) y en las élites de partidos antes alineados con los valores republicanos y que ahora hacen dejación de ellos. El escenario no es catastrófico. Macron es el favorito para el asalto final. Pero sí dolorosamente preocupante.
El FN está obteniendo valiosos apoyos a derecha e izquierda. Retoques oportunistas en su programa electoral (que anunciaba el abandono inmediato del euro y el fin de la escolaridad gratuita para los hijos de los extranjeros) están logrando más apoyos. Estos, como señala Macron, se nutren de la cólera de los franceses, pero también de los errores y las vergonzantes cesiones de los adversarios.
El incumplimiento de los compromisos electorales de los partidos hegemónicos (ahora eliminados), la crisis económica que sufre (y, sobre todo, siente) el país y el abandono de los ideales sobre los que se erigió la República han abonado el campo al lepenismo, que hoy se permite el lujo de autoproclamarse el partido del pueblo e incluso se apropia de la fiesta del trabajo.
El conservador François Fillon extremó su discurso y ahora un tercio de sus seguidores se inclina por el FN. La derecha ultracatólica que él acogió también mira a Le Pen ante el silencio cómplice de la cúpula eclesiástica. La traición de otro conservador que se proclama gaullista, Nicolas Dupunt-Aignan, adhiriéndose al proyecto ultraderechista desbroza aún más el proceso de normalización del FN.
Especialmente imperdonable resulta la colaboración de la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon, aliado a los postulados de Le Pen con su discurso antiglobalizador, antieuropeo y chavista. Su irritante ambigüedad tras la primera vuelta en la petición del voto contra Le Pen ha sido el último y clamoroso espaldarazo a la ultraderecha. De nada sirve ya que en la recta final alerte contra el peligro del FN. Ha aventado la semilla de la abstención, la misma que regaló el triunfo al Brexit. Autorizadas voces de la derecha también exigen el derecho a abstenerse, obviando que ello solo beneficiará a Le Pen.
La gangrena del populismo y la xenofobia se extiende en Francia y en Europa. Ignorando las lecciones del pasado, se instala una suerte de condescendencia letal para la democracia. El FN, como otros movimientos ultraderechistas, bebe del colaboracionismo, del filonacismo y del antisemitismo. La designación para la presidencia interina del partido del negacionista Jean-François Jalkh es la prueba de que no se puede bajar la guardia. Solo la hemeroteca ha obligado a Jalkh a abandonar el puesto. Nada indica que sus ideas sean hoy distintas de las que le llevaron a poner en duda las cámaras de gas como sigue haciendo todavía de vez en cuando el fundador del FN
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