Hora decisiva en Venezuela
El objetivo debe ser restaurar la democracia y el Estado de derecho
La gestión de Nicolás Maduro al frente de Venezuela no puede ser calificada sino como lamentable desde prácticamente todos los puntos de vista. A la catástrofe económica que ha hundido a la población en una miseria material inimaginable hace pocos años en uno de los países con más potencial material y humano de América, se ha unido un retroceso inaceptable en el ámbito de las libertades individuales y colectivas con la instauración de facto de un régimen autoritario, aunque pretenda guardar una apariencia democrática. Bajo el mandato de Maduro se han hostigado y cerrado medios de comunicación, falseado elecciones, encarcelado a los líderes opositores y forzado al exilio a decenas de miles de venezolanos. Lo mejor para Venezuela es que Maduro hubiera abandonado el poder hace tiempo. Y esa opción sigue estando sobre la mesa y siendo necesaria.
El audaz movimiento de Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, de proclamarse presidente interino de la república debe obtener inmediatamente una legitimación democrática, siguiendo escrupulosamente los principios y procedimientos necesarios para ello. Es verdad que hace una semana la Asamblea declaró “usurpador” a Maduro, quien prácticamente acababa de jurar nuevamente como presidente del país tras unas elecciones rechazadas por la comunidad internacional por considerarlas amañadas, pero la Cámara no inició el proceso de nombramiento de un nuevo presidente. Precisamente porque Maduro se ha saltado la legalidad para alcanzar sus objetivos, es evidente que quienes reclaman con toda justicia que el imperio de la ley vuelva a su país deben dar los pasos necesarios para restaurarla. El objetivo es que la democracia vuelva a Venezuela, sin venganzas, con justicia y con respeto al Estado de derecho. Esa debe ser la exigencia de la comunidad internacional y la presión tiene que ser lo suficientemente fuerte y unánime para que otros estamentos del país, incluidas las Fuerzas Armadas, comprendan que hay un camino irreversible hacia la democracia, sin Nicolás Maduro.
En estas circunstancias, y tras el reconocimiento internacional de Guaidó por parte de EE UU y de los principales países de Latinoamérica —con la notable excepción de México, que se ha pronunciado con cierta ambigüedad—, le toca ahora a la Unión Europea dar su opinión. Con vistas al mundo, la UE es el fiel de la balanza de los procesos democráticos y lo deseable es que en este y otros conflictos de alcance global se pronuncie con un sola voz. España puede jugar un papel fundamental precisamente para conseguir unanimidad en la respuesta europea ante los sucesos de Venezuela y en el apoyo a un nuevo presidente, democráticamente respaldado. En unos momentos en que la UE sufre uno de los mayores desafíos de su historia con la crisis provocada por Reino Unido y su intención de abandonarla, la Unión tiene que demostrar que es capaz de adoptar una postura única y coherente ante algo tan propio de sus principios como es la instauración de la democracia. Y aunque es positivo que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, abogue por la celebración de elecciones libres —una solución que la comunidad internacional lleva largo tiempo reclamando— lo suyo es que abogue con fuerza por esta postura en Bruselas y no solo en una conversación telefónica desde Davos con el autoproclamado presidente de Venezuela.
Es urgente encontrar una salida política inmediata a la situación en Venezuela. Los muertos en la última jornada deberían ser los últimos del conflicto, y la posibilidad de un enfrentamiento civil a gran escala debería desaparecer del horizonte. Este es el peligro que conviene conjurar con todos los esfuerzos. La Unión Europea debe colaborar en ello, con una sola voz. Y España, con una larguísima tradición de amistad con Venezuela y con fuertes intereses comerciales, no debería convertir el futuro del país en un arma de enfrentamiento electoral interno.
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