La tormenta perfecta
Las imágenes del 1-O no deben hacer olvidar que fue una provocación y una reacción errada del Gobierno español
El pasado agosto, la clase dirigente española se fue de vacaciones creyendo que el proceso catalán se arreglaría solo porque no era legal o porque, a la hora de la verdad, la gente se acobarda. Fue así como ignoraron un conflicto que resultaba tan previsible como las consecuencias económicas, políticas y sociales que traería tanto dentro como fuera del Estado español.
El mundo está asombrado con lo que ha sucedido en España —tal como pronosticó el primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez—, pero no tanto como lo están más de la mitad de los españoles ante el curso que está siguiendo el proceso de desconexión o problema catalán. Al final, como la historia nos ha enseñado, unos pocos dispuestos a todo valen más que muchos dispuestos a nada.
Todo lo que ha hecho el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, es una barbaridad, una tras otra. Ha tenido la suerte de que el propio mandatario español, Mariano Rajoy, le haya confeccionado un traje perfecto para que lo que era un grosero espectáculo de desatino se convirtiera en una realidad política que está por arrollar no solo a Cataluña, sino al sistema político de la España exitosa de la Transición.
Pero no basta con decir que Rajoy se equivocó porque la historia española está llena de errores cometidos por sus gobernantes a los que en una ocasión les costó un imperio, como sucedió en el Desastre de 1898, y en otra, dieron pie para que unos fascistas se levantasen en armas contra un Gobierno ineficaz, pero legítimamente constituido, como era el de la República.
Ahora con 40 años de Transición en peligro, observamos a unos Mossos d'Esquadra que se abstienen, mientras que unos policías son enviados para asumir el papel de enemigos del pueblo de Cataluña. Las imágenes del reciente referéndum catalán del pasado 1 de octubre, que han dado la vuelta al mundo, no deben hacer olvidar que fue una provocación y una reacción errada por parte del Gobierno español.
Estamos ante la fractura del sistema constitucional español. Pero, además, como si eso no fuera suficiente, se han olvidado 300 años de historia en una extraña y desafortunada repetición en la que Felipe VI parece el sucesor de Felipe V, precipitando hacia el despeñadero de la historia al rey que reina, pero que no gobierna, con un discurso en el que, si bien fue firme, se olvidó de que debía abogar por todos los que forman la base de su reino. El monarca no reina sentado sobre bayonetas, sino en un trono construido por su padre con los responsables de la Transición y sobre la base del diálogo. En ese discurso, no solo se echó de menos la invitación al diálogo y a la cordura, sino que ni siquiera tuvo la habilidad política de utilizar en algún momento el catalán durante su alocución.
Los que crearon la Constitución y los que hicimos la Transición teníamos claro que no llegaríamos a otra Guerra Civil, que teníamos que construir un nuevo sistema sobre el consenso y no de la imposición. Sin embargo, el entramado político ha fallado, y ni los partidos tradicionales (PP y PSOE), ni los nuevos (Ciudadanos y Podemos), han sabido encontrar una fórmula que estableciera límites a la actuación de los aventureros catalanes y propiciara un diálogo efectivo desde el Gobierno.
Es tarde, el daño está hecho y las heridas son profundas. Estamos en medio de la tormenta perfecta y no importa demasiado que la Unión Europea amenace con no admitir a Cataluña porque, más allá de todo eso, está la parte irracional del proceso de independencia catalán que se legitimó por los golpes de la policía y por la falta de capacidad política para anticipar la jugada.
En la también ilegal consulta catalana del 9 de noviembre de 2014, el Gobierno español, también entonces en manos de Rajoy, utilizó técnicas de interceptación que evitaron, en gran medida, el éxito de aquella convocatoria. Pero en esta ocasión, el éxito no está en los sufragios emitidos —completamente falsos y espurios—, sino en el sentimiento de un pueblo herido y lastimado frente a la difícil explicación que se golpea a la gente porque quiere votar.
Hace tres siglos, Felipe V nos dio la Diada Nacional de Cataluña, y ahora, Felipe VI, por culpa del Gobierno y por la falla sistémica del aparato político español, podría llevarnos a la división civil que, aunque no llegue a existir la independencia, será muy difícil evitar porque el deseo secesionista, el rechazo a España y las ganas de separarse tienen lágrimas, tienen heridas y tienen, como decía León Felipe, “un hacha amarilla, que ha afilado el rencor”. Como escribió Antonio Machado: “Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra que bosteza. Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
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