La deriva extremista de Europa en su enfrentamiento con Turquía
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En los últimos días se ha producido un cruce de declaraciones de alta tensión entre Turquía y Europa que, más allá del escándalo estacional, revelan un problema de gran profundidad, quizás insalvable, y continúan engrosando el cuaderno de bitácora del conflicto turcoeuropeo, un enfrentamiento milenario. Todo comenzó el pasado 16 de octubre, cuando el profesor Samuel Paty fue decapitado en Francia, lo que provocó la fuerte reacción de toda la sociedad gala y europea –han fallecido más de 250 personas en ataques islamistas perpetrados en los últimos años–.
Macron, en una situación política extremadamente complicada –según una encuesta de Ifop a principios de octubre de 2020, Marine Le Pen le superaba en las encuestas para las presidenciales de 2022–, optó por un discurso de argamasa extremista al denunciar el "separatismo islamista" y apostar decididamente por "imponer el laicismo". Línea argumental ultraderechista elegida en un momento absolutamente inoportuno y que encontró respuesta, tan contundente como grosera y habitual, del dictador turco, Recep Tayyip Erdogan, el cual llegó a dudar de la "salud mental" del presidente francés y llamó al boicot de los productos galos.
Tras la réplica turca, contestada con dureza por el Gobierno francés en un comunicado oficial en el que calificaba como "inaceptables" y "muy ofensivas" las palabras de Erdogan, se desató una contienda internacional con dos bandos claramente delimitados: Europa vs Oriente Medio y Magreb.
Así, desde la Unión Europea hasta distintos estados miembros, como Austria, Holanda o Alemania, han apoyado al presidente francés, calificando las declaraciones de Erdogan como intolerables, inaceptables y lo habitual en estos casos. Todo ello basándose en su defensa de la libertad de expresión y, claro, en contra del extremismo y el radicalismo. Por el contrario, desde Marruecos, Catar, Kuwait o Irán se ha defendido la posición de Erdogan.
Si acabáramos de incorporarnos al combate al encender el canal, bastaría con identificar a nuestros boxeadores y jalearlos, pero existe una serie de variables que, quizás, sería bueno tener en cuenta.
Erdogan, un dictador; Turquía, un campo de trabajo
En primer lugar, convendría aclarar que Erdogan es un filonazi al que Europa ha consentido imponer una dictadura a cambio de convertir Turquía en un gran vertedero de refugiados que se debaten entre la miseria y el trabajo esclavo al servicio de las grandes empresas europeas –en 2016 se descubrió el trabajo esclavo de adultos y menores refugiados para Zara, Mango o M&S, llegando un niño de 15 años a trabajar doce horas por 1,12 euros/hora–.
La factura de la codicia europea –junto a las actuaciones occidentales en Afganistán, Irak, Siria, Libia o Yemen– asciende a 70 millones de refugiados en el mundo, dos millones de refugiados vendidos a Turquía a precio de saldo –6.000 millones de euros, de los que solo se ha ejecutado la mitad–, un infierno en Moria –más de 20.000 personas en un campo con capacidad para 2.000– y la extrema derecha incrustada hasta el tuétano europeo.
El discurso extremista se generaliza en Europa
Porque en Europa el ascenso de la extrema derecha no solo se ha visto reflejado en las urnas, sino también en el discurso. Y esto sí es profundamente alarmante. Desde que hace cinco años detonara la crisis migratoria, el discurso extremista ha sido incorporado por la derecha moderada con el fin de frenar el ascenso electoral de los ultras y, lo que es peor, el argumentario ha sido aceptado en mayor o menor medida por el centro izquierda. Una muestra de ello lo encontramos en este caso.
No solo las palabras de Emmanuel Macron se enmarcan en un discurso extremista e inoportuno, sino que ha sido secundado casi unánimemente: Charles Michel, Josep Borrell o Ursula von der Leyen en las instituciones europeas; Mark Rutte en los Países Bajos; Sebastian Kurz en Austria; Heiko Maas en Alemania. Incluida la extrema derecha, claro. Desde Santiago Abascal en España a Marine Le Pen en Francia, que ha abogado por la ilegalización de las organizaciones de 'ideología islamista', el cierre de mezquitas o la prohibición del velo. Y atentos a estas ideas, pues hoy serán rechazadas por muchos políticos, pero quizás dentro de diez años sean incorporadas o aceptadas por los mismos.
Así pues, a ritmo de necesidades electorales, que no son otra cosa que intereses particulares, los líderes europeos avanzan hacia el discurso nacionalista cada vez con menos complejos y utilizan desgracias como la acontecida en Francia para sus juegos políticos, aunque ello suponga también un aumento de la islamofobia.
Europa, ante su fobia étnica
Es cierto que tras estos fogonazos mediáticos existen cuestiones de gran calado a nivel geopolítico –Europa ha persuadido recientemente a Chipre para evitar una sanción a Turquía, que también se encuentra en conflicto con Grecia–, pero resulta innegable que subyace un problema de mucha mayor envergadura. Un problema étnico.
Porque lo cierto es que ni Turquía es considerada europea ni los musulmanes son considerados europeos. El caso turco es clarificador al respecto de lo que podríamos denominar cuestión étnica. No solo se trata de un país geográfica e históricamente europeo, sino que ha mirado a Europa desde décadas con deseo y admiración –se incorporó al Consejo de Europa en 1949, firmó un tratado de asociación en 1963, forma parte de la OTAN y en 1987 solicitó oficialmente su adhesión a la CEE–. Sin embargo, ha sido múltiplemente repudiada.
Por ello, si Turquía ha caído hoy en manos de un extremista como Erdogan, al que incluso se le ha permitido perpetrar un 'contra-golpe de Estado' con cientos de miles de purgados, se debe en gran medida a esta cuestión étnica. Los turcos son percibidos como extranjeros, justo lo contrario que la percepción que Europa Occidental tenía de Europa Oriental, a la que siempre se miró con familiaridad.
No es de extrañar, por tanto, que después de más de treinta años de la petición turca de entrar en Europa, Europa Oriental forme parte de pleno derecho de la Unión Europea –algunos países, como Hungría o Polonia, con graves carencias democráticas e incumplimiento de Derechos Humanos– o la esfera de influencia rusa haya sido hostigada de forma temeraria para adherirla a la Unión –caso de Ucrania y Bielorrusia–, pero Turquía continúe con su estatus de refugiado.
La complejidad geopolítica
A la cuestión étnica se añade una situación geopolítica enormemente complicada: repudiada por Europa; en competencia natural con Rusia –comparten esferas de influencia, como demuestra lo acontecido en Nagorno Karabaj–, lo que le provoca inestabilidades puntuales a pesar de la buena relación entre ambos; aliada OTAN/Estados Unidos, aunque en los últimos tiempos con relaciones complejas, como se desprende de la petición de extradición de Fethullah Gülen o el choque por la cuestión kurda; y en combate fratricida con Arabia Saudí e Irán por el poder regional –lo que le ha llevado a mantener presencia militar en Irak, Siria, Libia, el Mediterráneo o Nagorno Karabaj–.
Seis millones de musulmanes en Francia, 24 millones en Europa y un laberinto
Como hemos podido comprobar, la 'Europa del Ombligo', la que se escandaliza ante la muerte en Francia de 250 personas a manos de islamistas, pero nutre de armas a los no menos islamistas sauditas para que dejen más de 250.000 cadáveres en Yemen, tiene serios problemas. En primer lugar, étnico; en segundo lugar, social; en tercer lugar, geopolítico; y en tercer lugar, y más importante, moral.
Porque los seis millones de musulmanes franceses, como los 24 millones de musulmanes europeos, son profundamente pacíficos. De no ser así, Europa estaría en llamas. Lo que necesitan esos millones de personas son posibilidades laborales, mejoras económicas, educación, sanidad e igualdad. Cuando se sientan tratados como europeos, cuando se sientan tratados como personas, cuando los líderes europeos y la ciudadanía europea muestre el mismo pesar por la muerte de un francés decapitado que por la muerte de un niño bajo una bomba francesa o cuando las ofensas a Mahoma resulten tan indignantes o tan aceptables como los insultos a Macron es muy probable que parte del problema se haya resuelto. Pero para eso se necesita generosidad.
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