Reconstruir Ayotzinapa: ¿dónde quedaron los 43 estudiantes desaparecidos?
La investigación de uno de los casos más traumáticos de la historia moderna de México entra en una nueva etapa bajo el Gobierno de López Obrador. EL PAÍS reconstruye qué ocurrió el 26 de septiembre de 2014 a partir del nuevo informe oficial y las últimas novedades del caso
Sobre los motivos, las autoridades dijeron primero que los estudiantes acudieron a Iguala a boicotear un acto político local, luego filtraron que parte de los muchachos tenía vínculos con un grupo criminal contrario al que mandaba en Iguala. La hipótesis más aceptada a día de hoy es que amenazaron, sin saberlo, parte de la logística comercial de la red de delincuentes locales: los autobuses. Los criminales de Iguala usaban autobuses para mandar heroína al norte de Estados Unidos. Los normalistas fueron al municipio a tomar vehículos para acudir, días más tarde, a las marchas conmemorativas de la matanza de Tlatelolco en Ciudad de México, la represión estatal de estudiantes en octubre de 1968.
La burocracia del tráfico de drogas, los autobuses, las rutas, apuntan a las entrañas del caso Ayotzinapa. La embestida de policías de hasta cuatro municipios contra los estudiantes, la articulación de los agentes con el grupo criminal de la región, Guerreros Unidos, y la extraña participación de la Policía Federal y el Ejército, hoy señalados de tener un papel importante en el ataque, componen una de las capas del oprobio. La otra señala el cierre en falso de la investigación, operación orquestada por la Fiscalía del Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), cuyo titular, Jesús Murillo, está preso desde agosto, acusado de tortura, desaparición forzada y obstrucción a la justicia.
Para el actual Gobierno, la resolución del caso Ayotzinapa ha sido una prioridad. El primer Gobierno de izquierda en la historia del país ve en el ataque contra los estudiantes un crimen de Estado, ejemplo del clasismo de los regímenes anteriores, némesis de los movimientos disidentes. La primera decisión de López Obrador al llegar al cargo, en diciembre de 2018, fue precisamente crear la comisión. Aunque las familias de los 43 han criticado a veces la falta de avances, o los modos de la comisión, la situación ha mejorado. Los últimos dos años de mandato son claves para la resolución del caso.
26 de septiembre de 2014: el ataque
Un contingente de normalistas, como se conoce a los aspirantes de maestro en México, salió de la escuela de Ayotzinapa pasadas las 17.00 de aquel 26 de septiembre. Tenían una encomienda sencilla, habitual para los estudiantes: debían secuestrar autobuses para que ellos y sus compañeros del resto de las escuelas normales del país viajaran a Ciudad de México, días después, a conmemorar la matanza el 2 de octubre. Eligieron Iguala por una cuestión estratégica. Podían ir a otros sitios, Chilpancingo, sin ir más lejos, la capital, que está a pocos kilómetros de la escuela, pero fracasos anteriores les habían hecho pensar que era mejor ir a un lugar donde la policía no estuviera tan pendiente.
Los estudiantes viajaron desde la escuela en dos autobuses que ya tenían secuestrados de antes. Llegaron a la entrada de Iguala y se separaron. Unos se quedaron en una caseta de peaje y otros acudieron a la terminal del municipio. Después de una trifulca con algunos choferes y trabajadores, los que estaban en la caseta acudieron también a la terminal. Al cabo de un rato, todos salieron de allí, con los autobuses originales, más otros tres que secuestraron. La idea era salir de la terminal antes de que llegara la policía.
Eran en total cinco vehículos. Tres salieron hacia el norte y dos hacia el sur. Los primeros pasaron por el zócalo, donde el alcalde, José Luis Abarca, y su esposa, celebraban un acto político. Desde allí hasta el norte del Periférico, avenida que rodea la ciudad, policías municipales de Iguala persiguieron los tres autobuses. En el cruce con Periférico, les cruzaron unas camionetas. Los policías empezaron a disparar. Un estudiante, Aldo Gutiérrez, cayó herido por un disparo en la cabeza que le dejó en coma. No ha vuelto a despertar. Otros tantos quedaron heridos. Los policías se llevaron a todos los muchachos del último autobús del convoy. Eran alrededor de 20.
Los dos vehículos que salieron hacia el sur lo hicieron con algo de distancia entre ellos. El primero alcanzó a llegar a la salida de Iguala, frente al Palacio de Justicia. Allá, policías municipales detuvieron el vehículo, rompieron los vidrios y tiraron gases lacrimógenos para obligar a los estudiantes a salir. Se llevaron a todos, un grupo de 12 a 15. El segundo se quedó unos metros atrás. La Policía Federal lo detuvo y obligó a los muchachos a salir. Ellos huyeron por barrios de las afueras de Iguala.
En el primer escenario, los estudiantes que quedaban allí se reagruparon. Pidieron ayuda a compañeros de la Normal y otros maestros de Iguala. Prepararon una rueda de prensa. Rodearon los casquillos con piedras para que la Fiscalía tomara nota. Pero al filo de la medianoche, con media docena de periodistas presentes, un grupo armado atacó a la multitud. Dos estudiantes murieron allí y otros tantos resultaron heridos. El cuerpo de un tercer normalista apareció al día siguiente en un camino cerca de allí, con el rostro desfigurado. Los investigadores creen que además de los estudiantes que la policía de Iguala se llevó de los dos autobuses, ellos y sus socios criminales pescaron otra decena de muchachos en ese escenario, después del segundo ataque, y en los barrios periféricos de las afueras de Iguala, cerca del Palacio de Justicia.
La construcción de la “verdad histórica”
En octubre de 2014, Tomás Zerón era la estrella de los investigadores. El director de la Agencia de Investigación Criminal de la Fiscalía federal había asumido las pesquisas a principios de mes y desde entonces mandaba y dirigía. No tardaron en llegar los primeros resultados. El 7 de noviembre, su jefe, el fiscal Murillo Karam, compareció ante los medios para plantear un relato de los hechos, según el cual, policías de Iguala y el pueblo vecino de Cocula, asociados con Guerreros Unidos, habían atacado a los estudiantes. Los policías se los habían llevado de los autobuses y los habían entregado a los criminales. Estos los habían matado, habían quemado sus cuerpos en un basurero y habían arrojado los restos al cercano río San Juan.
Murillo, con Zerón presente, apoyaba su narrativa en las declaraciones de integrantes de Guerreros Unidos detenidos en las semanas anteriores. Además, explicó, buzos de la Armada habían encontrado en el río bolsas de plástico con restos óseos humanos. La explicación de los buzos cerraba el relato de los sicarios. La Fiscalía había resuelto el caso en tiempo récord y el Gobierno de Peña Nieto, cuya imagen había protagonizado la portada de la revista Time meses atrás, podría seguir brillando.
En las semanas y meses siguientes, la discusión se centró en la hoguera, si aquel basurero había podido albergar un fuego de las características necesarias para quemar a 43 personas. Las familias dudaban. El equipo de forenses argentinos, que había llegado a México a analizar posibles escenarios y restos, dudaba, igual que el grupo de expertos que había comisionado la CIDH para investigar el caso. En enero de 2015, Murillo y Zerón comparecieron de nuevo ante la prensa para dar detalles que, a su juicio, apuntalaban la teoría del basurero. Murillo zanjó su intervención diciendo: “Esta es la verdad histórica de los hechos”.
Pero la verdad histórica no tardó en mostrar sus grietas. Sucesivos informes del equipo argentino y la CIDH defendían que no había forma de que el basurero hubiera albergado una hoguera para quemar a 43 personas. El equipo de la CIDH señaló además que los muchachos se habían movido en cinco autobuses. Hasta ese momento, mediados de 2015, se desconocía la existencia del quinto vehículo, uno de los dos que salieron de la terminal por el sur, el que la Policía Federal había desalojado junto al Palacio de Justicia. Las investigaciones actuales señalan que es probable que ese autobús tuviera escondido un cargamento de droga.
Más informes de organismos internacionales ampliaron las fisuras. En 2016, un segundo documento elaborado por el grupo de la CIDH denunció que Zerón había trasladado de manera ilegal a un detenido al río San Juan en las primeras semanas de la investigación, a finales de octubre de 2014. Con el tiempo y el cambio de guardia en la Fiscalía, los investigadores descubrieron que Zerón había orquestado la colocación de restos de al menos uno de los estudiantes en el río. El escenario del basurero y el río San Juan, dicen ahora los investigadores, fue un montaje, un relato falso para cerrar el caso y atajar el clamor social que invadía México en las semanas posteriores a la desaparición de los 43.
Criticado por las familias, insostenible políticamente, Zerón dimitió en septiembre de 2016. Murillo había dimitido mucho antes, en febrero de 2015. En 2018, la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas en México publicó un nuevo informe que denunciaba la tortura de decenas de detenidos por el caso. Antes y después de dimitir, Zerón siempre defendió su trabajo. Para ello, solía convocar a reporteros a su oficina. En una ocasión, el funcionario sacó un enorme archivador que contenía, entre otras cosas, fotos de hogueras en campos de concentración nazis. Era, a su entender, la prueba de que la pira del basurero había sido real. La actual administración de la Fiscalía lo acusa, entre otros delitos, de tortura y desaparición forzada.
Murillo en prisión
De mediados de 2016 al cambio de Gobierno, en diciembre de 2018, el caso Ayotzinapa quedó en el limbo. Nada se movía. Los 43 seguían desaparecidos. El hallazgo de huesos de uno, bajo la guardia de Zerón, estaba comprometido por las sospechas de montaje. Pero la aparición de una comisión especial para el caso, ya con López Obrador en el Gobierno, y la creación de una unidad especial en la Fiscalía, dieron vida a las pesquisas. En junio de 2020, los investigadores encontraron un trocito de hueso de uno de los 43 en la barranca de La Carnicería, un paraje a casi un kilómetro del basurero. Al año siguiente encontraron allí mismo un trocito de hueso de otro estudiante. Se enterraba así la verdad histórica.
El problema, sin embargo, persistía. Si no los habían quemado en el basurero, ¿qué pasó con ellos? ¿Estaban vivos, aunque fuera algunos? Más aún, ¿por qué les habían atacado con tanta saña? ¿Por qué desaparecerlos si al fin y al cabo ya habían recuperado el autobús con la droga? Aunque el grado de certeza no es absoluta, son preguntas para las que empieza a haber respuestas.
La comisión presidencial asume que los muchachos están muertos y que el ataque se produjo, más allá de la droga, porque los criminales de Iguala pensaron que un grupo contrario les atacaba, como represalia a un enfrentamiento semanas antes en un pueblo minero de la región. La comisión dice que no hay prueba alguna de que los estudiantes fueran parte de ningún grupo criminal. También señala que policías entregaron a los muchachos al crimen, que los separaron en grupos, mataron a la mayoría y esparcieron sus restos en diferentes lugares.
En las últimas semanas, el caso parecía una montaña rusa. La detención del viejo fiscal, Jesús Murillo, y la presentación del informe de la comisión han sacudido el entendimiento que se tenía del caso. La comisión ha acusado a un general del Ejército de ordenar la muerte de seis de los 43, que habrían sido mantenidos con vida durante varios días después del ataque. El general está preso desde este miércoles. La participación activa de militares en el ataque cambia la lógica que se había manejado, un problema de policías corruptos y delincuentes crueles. Si los militares se implicaron en la cacería, ¿a qué nivel de la Administración llegaban los tentáculos del crimen?
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