jueves, 16 de septiembre de 2021

Así se pronuncia un sermón contra la "peste" del coronavirus . por Albert Camus premio nobel de literatura.

 Así se  pronuncia un sermón contra la "peste" del coronavirus .   por Albert Camus premio nobel de literatura. 

http://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Camus,%20Albert%20-%20La%20Peste.pdf

 paginas 47. 48 , 49 , 50





Era de talla mediana pero recio. Cuando se apoyó en el borde del pulpito, agarrando la barandilla con sus gruesas manos, no se vio más que una forma pesada y negra rematada por las dos manchas de sus mejillas rubicundas bajo las gafas de acero. Tenia una voz fuerte,  apasionada, que arrastraba, y cuando atacaba a los asistentes con una sola frase vehemente y remachada: "Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido", un estremecimiento recorría a los asistentes hasta el atrio. Lógicamente, lo que siguió no estaba en armonía con este exordio patético. El resto del discurso hizo comprender a nuestros conciudadanos que por un hábil procedimiento oratorio el Padre había dado, de una vez, como el que asesta un golpe, el tema de su sermón entero. Paneloux, en seguida después de esta frase, citó el texto del Éxodo relativo a la peste en Egipto y dijo: "La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste le hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y caed de rodillas." Afuera redoblaba la lluvia y esta última frase, pronunciada en medio de un silencio absoluto, que el repiquetear del chaparrón en las vidrieras hacía aun más profundo, resonó con tal acento que algunos oyentes, después de unos segundos de duda, se dejaron resbalar desde sus sillas al reclinatorio. Otros creyeron que había que seguir su ejemplo, hasta que poco a poco, sin que se oyera más que el crujir de algún asiento, todo el auditorio se encontró de rodillas. Paneloux se enderezó entonces, respiró profundamente y recomenzó en un tono cada vez más apremiante. ''Si hoy la peste os atañe a vosotros es que os ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar. En las inmensas trojes del universo, el azote implacable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los elegidos, y esta desdicha no ha sido querida por Dios. Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. Y para el arrepentimiento todos se sentían fuertes; todos estaban seguros de sentirlo cuando llegase la ocasión. Hasta tanto, lo más fácil era dejarse ir: la misericordia divina haría el resto. ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado sobre los hombres de nuestra ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste." En la nave alguien rebulló como un caballo impaciente. Después de una corta pausa, el padre recomenzó en un tono más bajo. "Se lee en la Leyenda dorada que en tiempos del rey Humberto, en Lombardía, Italia fue asolada por una peste tan violenta que apenas eran suficientes los vivos para enterrar a los muertos, encarnizándose sobre todo en Roma y en Pavía. Y apareció visiblemente un ángel bueno dando órdenes al ángel malo que llevaba un venablo de cazador, y le ordenaba pegar con él en las casas; y de las casas salían tantos muertos como golpes recibían del venablo." Paneloux tendió en ese momento los brazos en la dirección del atrio, como si se señalase algo tras la cortina movediza de la lluvia: "Hermanos míos -dijo con fuerza-, es la misma caza mortal la que se corre hoy día por nuestras calles. Vedle, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante como el mismo mal. Erguido sobre vuestros tejados, con el venablo rojo en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de vuestras casas. Acaso en este instante mismo, su dedo apunta a vuestra puerta, el venablo suena en la madera, y en el mismo instante, acaso, la peste entra en vuestra casa, se sienta en vuestro cuarto y espera vuestro regreso. Está allí paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo. La mano que os tenderá, ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sabedlo bien, la vana ciencia de los hombres, podrá ayudaros a evitarla. Y heridos en la sangrienta era del dolor,  seréis arrojados con la paja." Aquí, el Padre volvió a tomar con más amplitud todavía la imagen patética del azote. Evocó el asta inmensa de madera girando sobre la ciudad, hiriendo al azar, alzándose ensangrentada, goteando la sangre del dolor humano, "para las sementeras que prepararán las cosechas de la verdad". Al final de tan largo período, el Padre Paneloux se detuvo, el pelo caído sobre la frente, el cuerpo agitado por un temblor que sus manos comunicaban al pulpito y recomenzó más sordamente pero con tono acusador: "Sí, ha llegado la hora de meditar. Habéis creído que os bastaría con venir a visitar a Dios los domingos para ser libres el resto del tiempo. Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones le compensarían de vuestra despreocupación criminal. Pero Dios no es tibio. Esas relaciones espaciadas no bastan a su devoradora ternura. Quiere veros ante Él más tiempo, es su manera de amaros, a decir verdad es la única manera de amar. He aquí por qué cansado de esperar vuestra venida, ha hecho que la plaga os visite como ha visitado a todas las ciudades de pecado desde que los hombres tienen historia. Ahora sabéis lo que es el pecado como lo supieron Caín y sus hijos, los de antes del diluvio, los de Sodoma y Gomorra, Faraón y Job y también todos los malditos. Y como todos ellos, extendéis ahora una mirada nueva sobre los seres y las cosas desde el día en que esta ciudad ha cerrado sus murallas en torno a vosotros y a la plaga. En fin, ahora, sabéis que hay que llegar a lo esencial." Un viento húmedo se arremolinó entonces bajo la nave y las llamas de los cirios se inclinaban chisporroteando. Un espeso olor de cera, un estornudo, diversas toses subieron hacia el Padre Paneloux que, volviendo a su tema con una sutileza que fue muy apreciada, recomenzó con la voz serena. "Muchos de entre vosotros, ya lo sé, se preguntan adonde voy a parar. Quiero haceros llegar conmigo a la verdad y enseñaros a encontrar la alegría, a pesar de todo lo que acabo de decir. No estamos ya en el momento en que con consejos, con una mano fraternal hubiera podido empujaros hacia el bien. Hoy la verdad es una orden. Y es un venablo rojo el que os señala el camino de la salvación y os empuja hacia él. Es en esto, hermanos míos, en lo que se muestra la misericordia divina que en toda cosa ha puesto el bien y el mal, la ira y la piedad, la peste y la salud del alma. Este mismo azote que os martiriza os eleva y os enseña el camino. "Hace mucho tiempo, los cristianos de Abisinia veían en la peste un medio de origen divino, eficaz para ganar la eternidad, y los que no estaban contaminados se envolvían en las sábanas de los pestíferos para estar seguros de morir. Sin duda este furor de salvación no es recomendable. Denota una precipitación lamentable muy próxima al orgullo. No hay que apresurarse más que Dios pues todo lo que pretende acelerar el orden inmutable que Él ha establecido de una vez para siempre, conduce a la herejía. Pero este ejemplo nos sirve al menos de lección. A nuestros espíritus, más clarividentes, les ayuda a valorar ese resplandor excelso de eternidad que existe en el fondo de todo sufrimiento. Este resplandor aclara los caminos crepusculares que conducen hacia la liberación. Manifiesta la voluntad divina que sin descanso transforma el mal en bien. Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida. He aquí, hermanos míos, la inmensa consolación que quería traeros para que no sean sólo palabras de castigo las que saquéis de aquí, sino también un verbo que os apacigüe." Se veía que Paneloux había terminado. Fuera había cesado la lluvia. Un cielo, entremezclado de agua y de sol, vertía el rumor de las voces, el deslizarse de los vehículos, todo el lenguaje de una ciudad que se despierta. Los oyentes disponían discretamente sus cosas para partir,  removiéndose sin ruido, en lo posible. El Padre volvió, sin embargo, a tomar la palabra y dijo que después de haber demostrado el origen divino de la peste y el carácter punitivo de este azote no tenía más que decir y que para concluir no haría uso de una elocuencia que resultaría fuera de lugar tratándose de asunto tan trágico. Él creía que todo había quedado claro para todos. Quería recordar únicamente que cuando la gran peste de Marsella, el cronista Mathieu Marais se había lamentado de sentirse hundido en el infierno, al vivir así, sin ayuda y sin esperanza. ¡Pues bien, Mathieu Marais era ciego! Por el contrario nunca como este día el Padre Paneloux había sentido la ayuda divina y la esperanza cristiana que alcanzaba a todos. Esperaba, en contra de toda apariencia, que, a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros ciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana; la palabra de amor. Dios haría el resto. 

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