martes, 5 de septiembre de 2017

Un análisis sobre la situación política de EEUU ( Norteamérica se esta enemistando con todo el mundo excepto con Filipinas , Egipto, Arabia Saudita e Israel ) en realidad no gobierna Trump , sino los poderes fácticos (el establishment) señala que el The New York Times, The Washington Post y The Wall Street journal están preparando psicológicamente a la población norteamericana para iniciar la guerra contra Rusia para apoderarse de sus recursos naturales . El presidente de Estados Unidos ya no está en condiciones de imprimir su voluntad, todos extorsionan al presidente , con que Moscú posee secretos comprometedores –financieros, electorales, sexuales– contra Trump .//Por Serge Halimi editor de le Monde Diplomatique.


Un análisis sobre la situación política de EEUU  ( Norteamérica se  esta enemistando con todo el mundo excepto con Filipinas , Egipto, Arabia Saudita e Israel ) en realidad no gobierna Trump , sino los poderes fácticos (el establishment) señala que el The New York Times, The  Washington Post y The  Wall Street journal están preparando psicológicamente a la población norteamericana para iniciar la guerra contra Rusia para apoderarse de sus recursos naturales . El presidente de Estados Unidos ya no está en condiciones de imprimir su voluntad, todos extorsionan al presidente , con que Moscú posee secretos comprometedores –financieros, electorales, sexuales– contra Trump .
  

Donald Trump, abrumado por el partido antirruso

 http://www.monde-diplomatique.es/?url=editorial/0000856412872168186811102294251000/editorial/?articulo=c0240cae-6c01-4aef-81e9-6e9d9a9869e2

Serge Halimi

Director de 'Le Monde diplomatique'.

Habrán bastado, pues, algunos meses para que
 Estados Unidos se retire del acuerdo internacional de París sobre el cambio climático, 

adopte nuevas sanciones económicas contra Rusia, 

invierta la dinámica de normalización de las relaciones diplomáticas con Cuba, 

anuncie su intención de denunciar el acuerdo nuclear con Irán, 

dirija una advertencia a Pakistán,

 amenace a Venezuela con una intervención militar y 

se declare preparado para atacar a Corea del Norte “con un fuego y una ira que jamás se han visto antes en este mundo”. 

Desde que la Casa Blanca cambió de inquilino el pasado 20 de junio, Washington solamente ha mejorado sus relaciones con Filipinas, Egipto, Arabia Saudí e Israel.

La responsabilidad de Donald Trump en esta escalada no es exclusiva. En efecto, los representantes electos neoconservadores de su partido, los demócratas y los medios de comunicación lo ovacionaron cuando, durante la primavera pasada, ordenó la realización de maniobras militares en Asia e hizo lanzar 59 misiles contra una base aérea en Siria (1). Por el contrario, se le impidió actuar cuando exploró las posibilidades de un acercamiento con Moscú, e incluso se vio obligado a promulgar un nuevo paquete de sanciones estadounidenses contra Rusia. En definitiva, el punto de equilibrio de la política exterior de Estados Unidos resulta cada día de la suma de las fobias republicanas (Irán, Cuba, Venezuela), a menudo compartidas por los demócratas, y de las aversiones demócratas (Rusia, Siria), refrendadas por la mayoría de los republicanos. Si existe un partido de paz en Washington, por ahora no es detectable.

No obstante, el debate presidencial del año pasado sugería que el electorado estadounidense pretendía romper con el tropismo imperial de Estados Unidos (2). En primer lugar, Trump no hizo campaña sobre temas de política exterior. Pero cuando abordó esos asuntos, fue para sugerir una línea de conducta en gran medida opuesta a la del establishment de Washington (militares, expertos, think tanks, revistas especializadas) y a la que sigue en la actualidad. Al prometer subordinar las consideraciones geopolíticas a los intereses económicos de Estados Unidos, se dirigía a la vez a los partidarios de un nacionalismo económico (“America First”), numerosos en los estados industrialmente siniestrados, y a aquellos que quince años de guerras ininterrumpidas, con el deterioro progresivo de la situación o el caos generalizado (Afganistán, Irak, Libia) como resultado, los habían convencido de los méritos de cierto realismo. “Nuestra situación sería mejor si no nos estuviéramos ocupando de Oriente Próximo desde hace quince años” (3), concluía Trump en abril de 2016, convencido de que la “arrogancia” de Estados Unidos había provocado “un desastre detrás del otro” y “costado la vida a miles de ciudadanos estadounidenses y billones de dólares”.

Este diagnóstico, inesperado por parte de un candidato republicano, coincidía con el sentimiento de la fracción más progresista del Partido Demócrata. Peggy Noonan, quien escribió los discursos más destacados de Ronald Reagan y de su sucesor inmediato, Georges H. Bush, lo recalcaba entonces: “En materia de política exterior, [Trump] se ha posicionado a la izquierda de Hillary Clinton. Ella es belicista, desea con demasiado ahínco utilizar la fuerza armada y le falta discernimiento. Será la primera vez en la historia moderna que un candidato republicano para las elecciones presidenciales se posicionará a la izquierda de su rival demócrata, lo que hará que la situación se vuelva interesante” (4).

Interesante, la situación aún lo es, pero no exactamente como Noonan predijo. Mientras que “la izquierda” postula que la paz deriva no de la intimidación hacia las demás naciones, sino de relaciones más equitativas entre ellas, Trump, totalmente indiferente al sentimiento de la opinión pública mundial, opera como un embaucador en busca del mejor “deal” para él y sus electores. Así pues, el problema de las alianzas militares no es tanto, desde su punto de vista, que amenacen con extender los conflictos más de lo que disuaden las agresiones, sino que cuestan demasiado dinero a los estadounidenses. Y que, a fuerza de pagar la cuenta, estos ven como su país se convierte en “una nación del Tercer Mundo”. “La OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte] está obsoleta –repetía Trump el 2 de abril de 2016 durante un mitin–. 

Defendemos a Japón, a Alemania, y solo nos pagan una fracción de lo que nos cuesta

Arabia Saudí se derrumbaría si nos fuéramos. Hay que mostrarse dispuesto a abandonar la mesa; si no, nunca se obtendrá un buen deal”.

El presidente de Estados Unidos esperaba alcanzar ese “buen deal” con Moscú. Una nueva asociación habría invertido el deterioro de las relaciones entre las dos potencias, favoreciendo su alianza contra la Organización del Estado Islámico (OEI) y reconociendo la importancia de Ucrania para la seguridad rusa. La actual paranoia estadounidense relativa a todo lo relacionado con el Kremlin conduce a olvidar que en 2016, tras la anexión de Crimea y la intervención directa de Moscú en Siria, Barack Obama también relativizaba el peligro representado por Vladímir Putin. Según Obama, sus intervenciones en Ucrania y en Oriente Próximo solo eran improvisaciones, “señales de debilidad frente a Estados-clientes a punto de escapársele” (5).

Y añadía: “Los rusos no pueden cambiarnos o debilitarnos de manera significativa. Es un país pequeño, un país débil, y su economía no produce nada que otros quieran comprar aparte de petróleo, gas y armas”. Lo que entonces temía de su homólogo ruso era sobre todo... la simpatía que inspiraba en Trump y en sus partidarios: “El 37% de electores republicanos aprueba a Vladímir Putin, el exjefe del KGB. ¡Ronald Reagan debe de estar revolviéndose en su tumba!” (6).

Desde enero de 2017, el sueño eterno de Reagan ha recuperado su tranquilidad. “Los presidentes llegan y se vuelven a ir, pero la política no cambia”, concluía Putin (7). Algún día, los historiadores estudiarán esas semanas durante las cuales convergieron los esfuerzos de los servicios de inteligencia estadounidenses, de los dirigentes del sector favorable a Clinton del Partido Demócrata, de la mayoría de los representantes electos republicanos y de los medios de comunicación hostiles a Trump. ¿Su proyecto común? Impedir cualquier alianza entre Moscú y Washington.

Los motivos de cada uno eran diferentes. Los servicios de inteligencia y algunos elementos del Pentágono temían que un acercamiento entre Trump y Putin los privara de un enemigo presentable una vez destruido el poder militar de la OEI. Los dirigentes favorables a Clinton estaban impacientes por imputar su inesperada derrota a otros que no fueran la candidata de su elección y su inepta campaña: el “hackeo” de los datos del Partido Demócrata imputado a Moscú serviría. Los neoconvervadores “que habían promovido la guerra de Irak, que detestaban a Putin y que consideraban que la seguridad de Israel no era negociable” (8) se escandalizaron ante las tentaciones neoaislacionistas de Trump.

Finalmente, los medios de comunicación, The New York Times y The Washington Post en particular, soñaban con un nuevo “caso Watergate”. No ignoraban que sus lectores –burgueses, urbanos, con formación– detestaban apasionadamente al presidente electo, despreciaban su vulgaridad, sus tropismos de extrema derecha, su violencia, su incultura (9). Y, como consecuencia, buscarían cualquier información o rumor que pudiera provocar su destitución o su dimisión forzada. Un poco como en Asesinato en el Orient Express, la novela de Agatha Christie, cada uno tenía, en definitiva, sus razones para golpear al mismo objetivo.

La intriga se tramó con mucha facilidad, puesto que las fronteras que separan esos cuatro universos eran bastante porosas. La alianza era evidente entre los halcones republicanos, encarnados por John McCain –presidente de la Comisión de las Fuerzas Armadas del Senado– y el complejo militar-industrial. Los arquitectos de las últimas aventuras imperiales estadounidenses, en particular en Irak, llevaron mal la campaña de 2016 y los ataques que Trump reservó a su pericia. Unos cincuenta intelectuales y oficiales anunciaron que, aunque eran republicanos, se negaban a apoyar al candidato de su partido, quien “ponía en peligro la seguridad nacional del país”. Algunos dieron el paso y votaron a Clinton (10).

Quedaba la prensa. También temía que la incompetencia de Trump amenazara el orden internacional dominado por Estados Unidos. No tenía ninguna opinión preconcebida contra las cruzadas militares, sobre todo cuando estas podían recubrirse con grandes principios humanitarios, internacionalistas, progresistas. Ahora bien, según estos criterios, ni Putin ni su predilección por los nacionalistas de derechas eran irreprochables. Pero tampoco lo eran mucho más Arabia Saudí o Israel. Lo cual no impedía que la primera pudiera contar con The Wall Street Journal, ferozmente antirruso. En cuanto a Israel, casi la totalidad de los medios de comunicación estadounidenses apoyaban su política, aunque la extrema derecha participa en su Gobierno.

Algo más de una semana antes de que Trump asumiera sus funciones, el periodista y abogado Glenn Greenwald –a quien le debemos la publicación de las revelaciones de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia masiva de la National Security Agency (NSA)– alertaba sobre el transcurso de los acontecimientos. Observaba que los medios de comunicación estadounidenses se habían convertido en “la herramienta más preciada” de los servicios de inteligencia “que, en su mayoría, habían soñado, apoyan, a la que sirven y en la que creen”.

En el mismo momento, le parecía que los demócratas, “aún conmocionados por un fracaso electoral tan inesperado como traumatizante”, “habían perdido la razón y se adherían a cualquier evaluación, alababan cualquier táctica, se aliaban a cualquier canalla” (11).

La coalición antirrusa aún no había alcanzado todos sus objetivos, pero Greenwald ya vislumbraba las ambiciones del “Estado profundo”: “Estamos asistiendo en estos momentos a una guerra abierta entre, por una parte, esa facción no elegida pero muy poderosa que reside en Washington y que ve pasar a los presidentes y, por otra parte, aquel a quien la democracia estadounidense ha elegido como presidente”. Alimentada por los servicios de inteligencia, una sospecha galvanizaba a todos los adversarios del nuevo inquilino de la Casa Blanca: Moscú poseía secretos comprometedores –financieros, electorales, sexuales– contra Trump que lo paralizarían en caso de crisis entre ambos países (12).

La sospecha de una tenebrosa alianza de este tipo, que Paul Krugman, un economista favorable a Clinton, resumió al hablar de un “ticket Trump-Putin”, transformó la militancia antirrusa en un arma de política interior contra un presidente cada vez más detestado fuera del bloque ultraconservador. Ya no es algo poco común escuchar que militantes de izquierdas se convierten en apologistas del FBI o de la CIA desde que estas dos agencias sirven de refugio a una oposición larvada al presidente estadounidense. Y desde que combaten contra él mediante filtraciones permanentes.

Se comprende por qué el “hackeo” de los datos del Partido Demócrata, imputado por los servicios de inteligencia estadounidenses a Rusia, hechiza al Partido Demócrata y a la prensa. Dos pájaros de un tiro: permite deslegitimar la elección de Trump y le prohíbe promover cualquier tipo de acercamiento con Moscú. Sin embargo, cuando Washington se ofende ante la injerencia de una potencia extranjera en los asuntos internos de otro Estado: ¿quién pone de manifiesto aún esta extravagancia?

¿Y quién señala que no fue el Kremlin el que espiaba las conversaciones telefónicas de Angela Merkel, sino la Casa Blanca de Obama? Cuando el exdirector de la CIA James Clapper formuló algunas preguntas a un representante –republicano– de Carolina del Norte, Thom Tillis, este rompió dicho silencio el pasado mes de enero. Recordó que Estados Unidos “se había involucrado en 81 elecciones diferentes desde la Segunda Guerra Mundial. Esto no incluye los golpes de Estado ni los ‘cambios de régimen’ a través de los cuales hemos pretendido modificar la situación a nuestro favor. Por su parte, Rusia ha actuado de la misma manera en 36 ocasiones”. Mejor no esperar que semejante perspectiva atempere con demasiada frecuencia las fulminaciones de The New York Times contra las deshonestidades de Moscú.

El periódico también olvida recordar a sus jóvenes lectores que el presidente ruso Boris Yeltsin, quien eligió en 1999 a Putin como sucesor, había sido reelegido tres años antes, aunque muy enfermo y a menudo en estado de embriaguez, tras un escrutinio fraudulento llevado a cabo con la ayuda de asesores estadounidenses y con el apoyo declarado del presidente de Estados Unidos. The New York Times había celebrado este resultado en un editorial titulado “Una victoria para la democracia rusa” (4 de julio de 1996). “Las fuerzas de la democracia y de la reforma han conseguido una victoria decisiva pero no definitiva”, consideraba entonces. “Por primera vez en la historia, una Rusia libre ha elegido libremente a su dirigente”.

En la actualidad, el diario neoyorquino se sitúa a la vanguardia de la preparación psicológica ante un conflicto contra Rusia. Contra semejante dinámica apenas se opone resistencia. En la derecha, mientras The Wall Street Journal reclamaba, el 3 de agosto, que Estados Unidos arma a Ucrania, el vicepresidente Mike Pence mencionaba en Estonia el “espectro de la agresión” rusa y, más tarde, animaba a Georgia a unirse a la OTAN, para finalmente alabar a Montenegro, que acaba de sumarse a la alianza militar. 

Lejos de preocuparse ante esta avalancha de gestos provocadores, los cuales coinciden con un aumento de la tensión entre las dos grandes potencias (sanciones comerciales contra Moscú, expulsión de diplomáticos estadounidenses por parte de Rusia), The New York Times juega con fuego. Alababa, el 2 de agosto, la “reafirmación del compromiso estadounidense de defender las naciones democráticas contra los países que las amenazarían”; a continuación lamentó que el sentimiento de Pence “no sea experimentado y celebrado igualmente por el hombre para el que trabaja en la Casa Blanca”. Pero a estas alturas poco importa, a decir verdad, lo que Trump siga sintiendo. El presidente de Estados Unidos ya no está en condiciones de imprimir su voluntad en este dosier. Tras haber constatado esta impotencia, Moscú extrae sus consecuencias.

En septiembre, maniobras militares rusas, sin precedentes desde la caída del muro, deberían movilizar a cerca de 100.000 soldados, marines y aviadores en las inmediaciones de Ucrania y los países bálticos. Lo que ofrecería material a The New York Times para un artículo en portada que recuerde la campaña de pánico que el periódico alimentó en 2002-2003 contra las supuestas “armas de destrucción masiva” de Irak. No faltaban ni el coronel estadounidense que anunciaba de manera sombría: “Cada mañana, cuando nos despertamos, sabemos quién es la amenaza”, ni el inventario del arsenal ruso, tanto más aterrador cuanto que se reforzaba con una disposición para las “campañas de desinformación”, ni la mención de vehículos de combate de la OTAN que, entre Alemania y Bulgaria, “se detienen para dejar que los niños suban a bordo”. Pero lo más delicioso en este modelo de periodismo (en el mismo barco que el Ejército) fue seguramente el momento en el que, para localizar los ejercicios de Moscú en su propio territorio y en Bielorrusia, The New York Times recurrió a la expresión “en la periferia de la OTAN” (13)...

De ahora en adelante, cualquier intento de apaciguamiento con Moscú que provenga de París o de Berlín será juzgado como “favorable a los Acuerdos de Múnich” por un establishment neoconservador que ha retomado el control en Washington y criticado con inmediatez por casi la totalidad de los medios de comunicación estadounidenses. Nos encontramos en un punto en el que, volcándose en el importante descenso de popularidad del presidente francés, The New York Times ha desenterrado una explicación que refleja a la perfección su obsesión: “La lujosa recepción de Donald Trump y de Vladímir Putin, ambos poco apreciados en Francia, sobre todo entre la izquierda, no le ha ayudado” (14).

¿Sabrán los Estados europeos frenar el engranaje militar que se dibuja? ¿Tienen la voluntad de hacerlo? En cualquier caso, la crisis coreana debería recordarles que Washington se muestra indiferente ante los platos rotos lejos de su territorio. El senador republicano Lindsey Graham, preocupado por otorgar credibilidad a la amenaza nuclear del presidente Trump en el Lejano Oriente, dejó caer el 1 de agosto que “si miles de personas mueren, morirán allí, no aquí”. Añadió que el presidente de Estados Unidos compartía su sentimiento: “Me lo ha dicho”.   



(1) Véase Michael Klare, “La transformación de Donald Trump en jefe guerrero”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2017.

(2) Véase Benoît Bréville, “Estados Unidos está cansado del mundo”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2016.

(3) “Today”, NBC, 21 de abril de 2016.

(4) Peggy Noonan, “Simple patriotism trumps ideology”, The Wall Street Journal, Nueva York, 28 de abril de 2016.

(5) “The Obama Doctrine”, entrevista con Jeffrey Goldberg, The Atlantic, Boston, abril de 2016.

(6) Rueda de prensa del 16 de diciembre de 2016.

(7) Le Figaro, París, 31 de mayo de 2017.

(8) Michael Crowley, “GOP hawks declare war on Trump”, Politico, Arlington, 2 de marzo de 2016.

(9) Véase “El desconcierto de la ‘intelligentsia’ estadounidense”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2016.

(10) “Statement by former national security officials”, 8 de agosto de 2016, www.globalsecurity.org

(11) Fox News, 12 de enero de 2017. El día anterior, Greenwald había detallado sus declaraciones en “The deep state goes to war with president-elect, using unverified claims, as Democrats cheer”, The Intercept, 11 de enero de 2017.

(12) Véase “Marionetas rusas” y “El Estado profundo”, Le Monde diplomatique en español, enero y mayo de 2017.

(13) Eric Schmitt, “US troops train in Eastern Europe to echoes of the cold war”, The New York Times, 6 de agosto de 2017.

(14) Adam Nossiter, “Macron’s honeymoon comes to a halt”, The New York Times, 7 de agosto de 2017.

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