martes, 30 de diciembre de 2014

La ISAF como parte del plan global de asesinatos de Barak Obama por Noam Chomsky parte II

La ISAF como parte del plan global de asesinatos de Barak Obama



Un almuerzo polémico

Noam Chomsky: “Obama está llevando a cabo una campaña global de asesinatos”

http://www.apertura.com/clase/Noam-Chomsky-Obama-esta-llevando-a-cabo-una-campana-global-de-asesinatos-20130708-0003.html


08-07-2013 - 13:15 -


Es el activista político más prominente de los Estados Unidos. Polemista serial, sus definiciones sobre el liderazgo de Barack Obama y Hugo Chávez no dejan a nadie indiferente. A sus 84 años, demuestra que no hay reposo para el guerrero de la palabra.


John McDermott



Hay una cápsula del tiempo cerca de los ascensores del Stata Center en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Contiene objetos del Edificio 20, hogar de avances fundamentales en el campo de la física en tiempos de guerra y donde, en 1995, un hombre de 27 años comenzó a transformar el entendimiento del lenguaje de la Humanidad. El destartalado edificio original ya no está. Pero la lingüística sigue ahí, caminando con una campera inflada color mostaza.

“Profesor Chomsky”, lo llamo. Con 84 años, me recibe y caminamos a través del nuevo edificio diseñado por Frank Gehry, espacioso y angular. Los estudiantes sonríen, saludan y dejan más lugar que el que requiere el paso firme de Chomsky. MIT es, en parte, un monumento a sus ideas, sugiero. Sus teorías de gramática, que argumentan que el lenguaje es innato, revolucionaron la psicología moderna, la informática y la ciencia cognitiva. “Una de las cosas sobre este campo es que no hay mucho que se pueda hacer con eso”, dice de forma inexpresiva, mientras pasamos al lado de programadores faltos de sueño (otro ejemplo del humor de Chomsky: le dice Gato al perro de su asistente). Salimos al amargo día de Cambridge, hacia el restaurante. Admite que una vez estuvo a punto de ingresar a Berkeley, pero que en California hace demasiado calor para él. “Me gusta el clima frío. Significa que uno puede hacer su trabajo”.

Le digo que sentí lo mismo cuando estudié en Harvard. “Por allí no les gusto mucho”, dice. Eso no pasa con el staff del lugar elegido por Noam Chomsky para el almuerzo. En La Oveja Negra lo reciben como el cliente habitual que es. Un alegre mozo nos lleva a la mesa en la esquina del cálido bistró. Quizá el nombre del restaurante es adecuado, digo. “No en MIT, pero no tengo mucho contacto con el mundo académico principal”.

Sin embargo, la distancia de Noam Chomsky respecto de lo masivo no está restringida a su trabajo académico. Referirse a él como un lingüista es un poco como decirle fisicoculturista a Arnold Schwarzenegger. Podría decirse que Chomsky es el activista político más prominente del mundo. Para sus oponentes, es un maniático que ve al diablo personificado en Estados Unidos. Para quienes lo apoyan, es un humanista valiente, sincero y constante; un Bertrand Russell moderno.


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Le estoy por preguntar al profesor sobre Hugo Chávez, quien murió la noche anterior a nuestro almuerzo, pero llega una camarera y nos toma el pedido. Chomsky elige la sopa de almejas y una ensalada con nueces pecán, queso azul, manzanas y muchos adjetivos. Yo me quedo con la sopa de tomate y la ensalada de salmón. Él pide una taza de café y, ya que estamos por hablar sobre el fallecido líder venezolano, ordeno otra.

En 2006, Chávez le recomendó Hegemonía de la supervivencia: la cruzada americana por el dominio global a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas. “Es una historia mezclada”, dice Chomsky del legado de Chávez. Apunta a la pobreza reducida y a la alfabetización creciente. “Por otra parte, hay muchos problemas”, como la violencia y la corrupción policial; también menciona la hostilidad occidental (en particular, un intento de golpe de Estado en 2002 apoyado por el gobierno de los Estados Unidos). El comportamiento de ese país hacia Caracas es obviamente importante en cualquier análisis del fenómeno Chávez, pero su aparición es un indicador temprano de un patrón en una conversación con Noam Chomsky: hable durante el tiempo suficiente sobre política con el profesor y la probabilidad de que se mencionen la política internacional de los Estados Unidos o el Socialismo Nacional se multiplican.

Menciono que no se refirió a la política de derechos humanos de Chávez. Algunos de los críticos de Noam Chomsky lo acusan de dejar pasar las faltas de los autócratas mientras sean enemigos de los Estados Unidos. Lo niega con vehemencia: habló contra la consolidación del poder de la emisora estatal; protestó por el caso de María Lourdes Afiuni, una jueza que pasó más de un año presa esperando juicio por emitir críticas al gobierno. “Y hago un millón de señalamientos críticos como esos”.

Sin embargo, Chomsky piensa bien con cuánta fuerza pegarle a sus objetivos. Admite eso mientras llega nuestra sopa. “Supongamos que critico a Irán. ¿Qué impacto tiene eso? El único impacto que tiene es fortificar a aquellos que quieren seguir con políticas con las que no estoy de acuerdo, como los bombardeos”. Argumenta que cualquier crítica sobre, por ejemplo, Chávez, invariablemente llegará a los medios masivos, mientras que las que hace sobre los Estados Unidos ni se informan. Este tratamiento injusto es el destino del disidente, según Chomsky. A los intelectuales les gusta pensarse como iconoclastas, dice. “Pero cuando uno mira la Historia, es exactamente lo opuesto. Los intelectuales respetados son aquellos que están conformes y sirven a los intereses del poder”.

En 1967, la New York Review of Books (NYRB) publicó Las responsabilidades de los intelectuales, un deslumbrante ensayo de Chomsky, de entonces 38 años. En él denunciaba la sumisión al poder de la élite intelectual de Washington. Hoy todavía concentra su ira contra los Estados Unidos aduciendo que tiene el mayor poder y... que él es un ciudadano estadounidense. Esto tiene sentido, le digo, pero su posición en otra comunidad, la izquierda antiguerra, ¿no significa que también tiene el deber de llamar la atención sobre las cosas mal hechas por sus líderes?

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“Quizá algún pequeño porcentaje debería preocuparse por esa comunidad. Pero ni se acerca al porcentaje preocupado por la responsabilidad del poder estatal y de los medios masivos en los Estados Unidos”.

Chomsky ha dicho que, si fueran juzgados bajo los principios impuestos en los juicios de Núremberg, cada líder de posguerra de los Estados Unidos sería encontrado culpable de crímenes de guerra.

Le pregunto sobre su visión acerca de Barack Obama. ¿Qué hay con el presidente que se opuso a la guerra de Irak? “Está llevando a cabo una campaña global de asesinatos”. Acá está el Chomsky vintage: una idea provocativa en un fuerte tono, desafiando al interlocutor a responder. Muerdo el anzuelo, y le pido que explique. “Supongamos que un oficial alemán nazi hubiera estado llevando a cabo una campaña de asesinatos globales en el Oeste: eso hubiera calificado en los juicios de Núremberg‘. Aunque los dos todavía estamos tomando sopa, la moza nos trae nuestros platos principales. Parece una señal para dejar por un rato los crímenes de guerra. En un esfuerzo por incentivar la reflexión, le pregunto si siente que cumplió con los estándares que postuló en su ensayo en NYRB hace tantos años. “No realmente”, reconoce. “Hay muchas cosas en las que debería haber hecho más”. Dice que comenzó a resistirse al involucramiento occidental en Vietnam una década demasiado tarde y “ese es sólo un caso”. Desearía haber hecho más: en el Congo oriental, en Sri Lanka y sobre el cambio climático, por ejemplo.

Casi todo, incluso sus reflexiones personales, parece, vuelven a la política. Chomsky evidentemente tomó a fondo el dicho de Marx sobre el rol del filósofo (“Los filósofos sólo interpretaron el mundo... La cuestión, sin embargo, es cambiarlo”). Pero, ¿desearía haber pasado más tiempo haciendo investigación pura? “Lo que realmente pasa no es la academia, es la vida personal”. Transcurre 6 o 7 horas por día respondiendo e-mails, lo que le deja poco tiempo para hobbies. “Lo único que descubrí en todo el camino es a conservar tiempo para la familia”. Tiene tres hijos y cinco nietos, todos adultos, y un bisnieto que ocasionalmente juega con los camiones de bombero de juguete del restaurante. Carol Chomsky, su mujer y también lingüista, murió en 2008. “Desde entonces me sumergí en el trabajo”. Le pregunto si esta fue una decisión escapista deliberada. Luego de una pausa rara, dice: “Bueno, John Milton señaló que la mente es un lugar extraño, así que, ¿quién sabe?”.

Entiendo la indirecta y le pregunto sobre comida. “Siempre es buena acá. No soy un gran gourmet, pero este es el único lugar al que voy”. Como el MIT, es familiar y amigable. “Incluso me dan una bebida gratis cuando vengo a la tarde”. Su trago preferido es el gin tonic. ¿No es un cóctel terriblemente colonial? “Bueno, colonial británico”, concede, señalándose a sí mismo, “soy un buen estadounidense”.

Justo entonces, una mujer que estaba sentada en la mesa de al lado se acerca y dice: “Gracias, muchas gracias”, y se aleja. La reacción de Chomsky es calma; sus rasgos intensos no se mueven bajo la impactante mata de pelo blanco. “No sé quién es”, confiesa. Le digo, chicanero, que es una celebridad. “Es un lugar pequeño”. La comida acá es muy diferente a las porciones servidas por la madre de Chomsky, una inmigrante de Bielorrusia, a Noam y su padre ucraniano, en su casa en Filadelfia. Chomsky la recuerda con cariño, aunque “para los estándares de hoy, todos dirían que era veneno: carne grasosa, crema ácida”.

Le pregunto sobre su crianza: ¿el impulso político vino antes que la imaginación académica? “Sí, de la niñez”. Antes de ser adolescente escribía en el diario escolar sobre la difusión del fascismo en Europa. “Era bastante alarmante. Mis papás ponían los discursos de Hitler en Núremberg en la radio. No entendía una palabra”.

Su historia me recuerda, le digo, a la de los comienzos de The plot against America, de Philip Roth, que imagina las repercusiones para una familia judía de la victoria de Charles Lindbergh en las elecciones presidenciales de 1940. “Era bastante cercano a eso”, asume el lingüista. Lo que me lleva a otra crítica a Chomsky, enunciada por aquellos como el fallecido periodista británico Christopher Hitchens: que oponerse a la guerra en Irak, que comenzó hace casi exactamente 10 años, representó la contemporización del fascista moderno, Saddam Hussein. “Por supuesto que no. Si uno piensa que él estaba en el mismo nivel que Hitler, entonces hay que condenar primero a Reagan y Bush porque lo apoyaron con bastante fuerza”. El profesor se lanza a fondo por el caso de la acusación. Los lectores del libro 9/11: ¿Había una alternativa? van a reconocer este estilo de argumentación: contrastar un evento perpetrado por un enemigo de los Estados Unidos, como al-Qaeda, el 11 de septiembre de 2011, con un evento donde estuvo involucrado Estados Unidos, como el derrocamiento del presidente Salvador Allende, en Chile, el 11 de septiembre de 1973. “Simplemente, haga un experimento de pensamiento sencillo sobre lo que llamamos 11 de septiembre... Imagine que el avión que fue abatido en Pensilvania alcanzaba su objetivo, que probablemente era la Casa Blanca. Y suponga que mató al presidente, disparó un golpe militar que había sido planeado para derrocar al gobierno, asesinó a un par de miles de personas, torturó a decenas de miles y estableció un centro de terrorismo internacional que estaba ayudando a instalar gobiernos neonazis en la región, llevando a cabo asesinatos... Hubiera sido mucho peor que 9/11, sin ninguna duda. Y el hecho de que no podeamos verlo es un comentario de la sociedad y la cultura occidentales”.

El campo de la masacre comparativa me hace sentir bastante incómodo: el ejemplo del profesor implica que hay una equivalencia moral, observo, entre los Estados Unidos y al-Qaeda, y minimiza la responsabilidad del general Augusto Pinochet durante los años de represión que se dieron luego del golpe en Chile. “Cuando los comparo a los dos, no es en términos de responsabilidad, sino en términos de la naturaleza de la atrocidad”, aclara. “Separado eso, viene la pregunta respecto de la responsabilidad. No hubo estadounidenses que enviaran aviones para matar al presidente chileno, pero los Estados Unidos hicieron lo que pudieron para implementar el golpe de Estado allí”.

Ya estamos sobrepasando el tiempo acordado para el almuerzo. Chomsky tiene a un estudiante esperando, así que me salteo algunas preguntas planeadas y le formulo la más enigmática en mi esfuerzo por entender su trabajo. ¿Cuál, si hay, es la conexión entre su investigación académica y su activismo? Parece haber un vínculo perdido, deslizo. “Tiene que ver con cuál es el centro fundamental de la naturaleza humana”. Me explica que los pensadores del Iluminismo temprano describieron cómo el carácter creativo es lo que separa a los seres humanos del resto del mundo orgánico. Este carácter se manifiesta con mayor claridad en el lenguaje. Los intelectuales que siguieron extendieron esta idea a la esfera social. “Entonces, si hay algo que restringe la necesidad natural de una persona de llevar a cabo su trabajo creativo bajo su propia dirección, es ilegítimo”.

Cuando nos levantamos de la mesa, le pregunto si siempre estará trabajando creativamente. “Mientras esté en pie, hay mucho para hacer”. ¿Piensa en la muerte? “Solía hacerlo cuando era niño. Pensaba que era terrorífico, pero pasé esa etapa”.
Le explico a Chomsky que es costumbre que el Financial Times pague la cuenta de estos almuerzos. “Brenda Anderson ya pagó”, dice la camarera. El nombre no me es familiar y le sugiero a Chomsky que esto probablemente esté rompiendo algún tipo de regla. “Es un lugar maravilloso”, dice, sin sorprenderse, y poco preocupado por romper las reglas. Se va del restaurante antes de que pueda encontrar a Anderson, quien resultó ser la gerente general del restaurante. “Bueno, puede volver y dejarles una gran propina. Son buena gente”.

En el camino de vuelta al nuevo edificio del MIT, Chomsky señala que su oficina ahora mira al edificio Koch, nombrado en tributo a los hermanos multimillonarios que apoyan al Tea Party. “Son una fuerza letal”, dice. ¿Qué hay con respecto al aula Lockheed Martin, que pasamos en el hall?, le pregunto. “Me las arreglé para evitarla hasta ahora”. Explica que cuando se unió al MIT estaba financiado casi 100 por ciento por el Pentágono, “pero nuestro laboratorio también era uno de los principales centros del movimiento de resistencia antibélico”.


Llegamos a la cápsula del tiempo. Le pregunto qué piensa que va a escribir sobre él un futuro historiador. “Creo que va a tener temas más importantes sobre los que escribir”, desliza Chomsky, antes de saludar con calidez al estudiante, disculpándose por su tardanza.

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