sábado, 31 de octubre de 2020

Erdogan: Europa, al borde del desastre por su fascismo religioso

 

  • El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ofrece un discurso en la ciudad de Van, 31 de octubre de 2020. (Foto: tccb.gov.tr)
Publicada: sábado, 31 de octubre de 2020 19:13

El presidente de Turquía condena las posturas antislámicas en Europa y advierte que el “fascismo religioso” está llevando a este continente al borde del desastre.

“Europa está al borde del desastre debido a la xenofobia y el fascismo religioso”, ha advertido este sábado Recept Tayyip Erdogan.

En medio de las tensiones que vive con los países europeos, Erdogan señala que las arremetidas en su contra son, en realidad, ataques antislámicos. “Al atacarme a mí atacan a todos los musulmanes del mundo. Y (los europeos) serán responsables”, ha dicho en un comentario amenazante.

“Hemos aplastado a los golpistas y hemos vuelto a hacer grande a Turquía. Juntos marcharemos hacia la victoria”, ha agregado en alusión al fallido golpe de Estado que sufrió su Gobierno en julio de 2016.

 

El miércoles, Erdogan acusó al Occidente, con Francia a la cabeza, de intentar “relanzar las Cruzadas” contra el Islam por medio de la islamofobia, en referencia a la publicación de las caricaturas blasfemas contra el Gran Profeta del Islam, el Hazrat Muhamad (la paz sea con él), en la revista satírica gala Charlie Hebdo que ha provocado la ira en las naciones musulmanas.

Durante los últimos días, Erdogan ha llamado a los dirigentes de los países de la Unión Europea (UE) a detener la campaña de odio contra los musulmanes, dirigida por el presidente francés, Emmanuel Macron. De igual modo, ha instado a los ciudadanos turcos a boicotear los productos franceses en reacción a los comentarios islamófobos de su par galo, que apoyó tales caricaturas con el pretexto de la “libertad de expresión”.

Estos últimos días, varios países islámicos han sido escenario de protestas contra las declaraciones islamófobas de Macron que, de hecho, incitan al odio y al extremismo en el mundo. Los países islámicos señalan que la libertad de expresión no significa, en absoluto, proferir “insultos contra los valores del Islam y las creencias de los musulmanes”.

Richard Ford: “El pegamento que mantiene a América unida no es la Constitución, ni la empatía, ni el amor, sino los dólares”

 

Richard Ford: “El pegamento que mantiene a América unida no es la Constitución, ni la empatía, ni el amor, sino los dólares”

El novelista habla de la “ignorancia" y el “nihilismo” de unos trumpistas dispuestos "a desmantelarlo todo, como alborotadores furiosos que prenden fuego a su propio vecindario”

El escritor Richard Ford, en una imagen de 2018.
El escritor Richard Ford, en una imagen de 2018.LEONARDO CENDAMO / GETTY

Esta entrevista forma parte de una serie de charlas con intelectuales, editores, activistas, economistas y políticos de primer orden que ayudan a describir el estado de cosas antes de las elecciones. Puede leer las demás entregas aquí.

En una acogedora cabaña de madera, al borde mismo del Océano, junto a su casa de Maine, reposan los cuadernos de Richard Ford. Sus últimas anotaciones minuciosas, en las que vuelve a aparecer, para regocijo de sus lectores, un nombre familiar: Frank Bascombe. Ese hombre estadounidense normal, cuya vida adulta ha acompañado a la de miles de lectores de todo el mundo, a través de esa gran novela americana que el autor administra por espaciadas entregas desde hace más de tres décadas, ayudándoles a comprender la evolución de la vida íntima de un país que este martes vuelve a las urnas, al borde de la quiebra política y moral. Durante estos meses de confinamiento, entre sus casas de Maine y de Montana, Ford ha terminado el borrador de una nueva novela de aquel personaje que se presentó al mundo, entrando en el “periodo permanente” de su vida, recién divorciado, en las páginas de El periodista deportivo (Anagrama, 1986). Ahora Frank es un hombre mayor, que busca un tratamiento para su hijo enfermo, en la era de Donald Trump. Un periodo que Ford, sutil observador de un país inabarcable, reconoce que le cuesta comprender sin recurrir a su imaginación. En las paredes de su cabaña, llenas de recuerdos, hay una vieja fotografía de dos hombres negros excavando un agujero en el campo. “Están cavando la tumba de Faulkner”, explica Ford, sonriendo. “¿Quién es el que se ríe ahora, eh?”, dice, imaginando lo que le dirían los enterradores negros al cadáver del gran escritor sureño, nacido en Misisipi como él. La raza, la historia, la ignorancia y el nihilismo se mezclan en esta charla sobre un país cuyas múltiples texturas Ford conoce como pocos.

Pregunta. Hace cuatro años escribió que no era capaz de imaginar lo que una victoria de Trump significaría para su país. ¿Qué ha significado?

Respuesta. Lo que ha significado es desesperación y confusión entre la mayoría de estadounidenses. Pero si fuéramos un país inteligente, que no lo somos particularmente, sería desesperación y confusión sobre nosotros mismos. No debemos culpar demasiado a Trump porque es solo un actor interpretando el papel que previsiblemente iba a interpretar tal como lo ha hecho. Muchos estadounidenses querían que hubiera un empresario llevando las riendas del país, como si un país pudiera llevarse como una empresa. Las empresas tienen clientes y consejeros delegados, mientras que los países tienen ciudadanos y líderes. La relación entre un ciudadano y un líder es muy diferente de la que hay entre un cliente y un consejero delegado. El problema no está tanto en Donald Trump, aunque es un imbécil, sino en nosotros. ¿Cómo permitimos que esto sucediera? ¿Cómo hemos sido tan despreocupados? ¿Cómo hemos observado tan mal nuestro país, dando tanto por descontado, para permitir que esto sucediera?

P. Usted, como se refleja en sus novelas, conoce este país profundamente. Ha crecido en el sur, vivido en el norte, en el este, en el oeste, en las costas y en las montañas, en zonas rurales y urbanas. ¿No lo vio venir? ¿Comprende el trumpismo?

R. Me temo que solo comprendo las explicaciones convencionales. Usando mi imaginación, que es lo que hacemos los novelistas, trato de mirar más allá de estas. Y el problema es cómo llegar a la gente que es tan ignorante sobre cómo funciona el país. La Constitución, el legislativo, el poder judicial. ¿Cómo vas a educar a un enorme número de estadounidenses que desconocen todo eso? ¿Cómo vas a educar a los racistas para que no sean racistas? ¿Cómo vas a hacer que un país como el nuestro, un lugar tan enorme, con tantos Estados diferentes, sea respetuoso con nuestra historia cuando no lo es? De modo que, cuando buscas las causas de la ascendencia de Trump, creo que una clara es la ignorancia, otra es la complacencia, otra es el racismo. Son asuntos sistémicos, más que el hecho de que haya un estrato de mineros desempleados insatisfechos en la parte occidental de Pensilvania. Eso es solo la explicación fácil.

P. Estuvo este verano en un mitin de Trump en Dakota del Sur, me dijo, donde pudo mezclarse con muchos de sus seguidores. Dijo que parecían compartir la convicción de que eran “desamparados sin merecerlo”.

R. Sí, creo que ese sentimiento une a muchos seguidores de Trump. Y no está apoyado por los hechos. Es el personaje que se han creado: que el Gobierno no ha sido su Gobierno, que no les ha atendido lo suficientemente bien. Pero lo cierto es que les atiende bastante bien. Les da dinero de la seguridad social cuando se hacen mayores. Asfalta sus carreteras. Mantiene abiertos sus colegios, sus bibliotecas. Les proporciona una mínima asistencia sanitaria. Hace muchas cosas por ellos, de modo que esa imagen de sí mismos como un estrato de la sociedad injustamente maltratado es solo ignorancia. No lo son. Lo que son es ignorantes. ¿Quiere saber quién está desamparado? Las personas negras sin empleo, ellos están siendo mal atendidos. Las personas con discapacidades, ellos están mal atendidos. La mayor parte de la gente en el mitin de Trump conducía grandes rancheras, conducían potentes todoterrenos, no parecía que les fuera mal.

P. Me contó también que, aunque nunca lo reconocerían, le parecieron “nihilistas”, dispuestos a desmantelar un país sin saber mucho acerca de las razones o las consecuencias.

R. Es cierto. Su defensa de Trump puede empezar con cierta lógica filosófica: la oposición a quienes lo rechazan. Pero a menudo eso degenera en nihilismo, porque se olvidan de por qué están enfadados. Simplemente están enfadados. Dispuestos y capaces de desmantelar este país creyendo que necesita ser desmantelado o que lo están salvando. Si hubiera los suficientes, lo desmantelarían todo, como alborotadores furiosos que prenden fuego a su propio vecindario.

P. Como escritor, ¿por qué cree que Hagamos América Grande de Nuevo es una frase tan poderosa?

R. Es sentimental. Es gobernar con eslóganes. Es una nostalgia del pasado, pero América está mucho mejor ahora que en ese pasado que idealizan. Si indagas en los detalles de la frase, lo que quieren es que las personas negras vuelvan al lugar donde estaban en 1955, y tener un enemigo bien definido al que poder odiar, como antes eran los rusos. Añoran un tiempo mejor que no era tan bueno. En otras palabras, es una ignorancia total. La ignorancia, amigo, ese es el problema. La ignorancia sobre la historia y los principios fundacionales de este país, sobre nuestra propia ciudadanía responsable. La ignorancia sobre qué lugar maravilloso podría de hecho ser Estados Unidos.

P. ¿Pero esa ignorancia no ha estado siempre ahí?

R. Bueno, hay razones por las que todo esto sucede ahora. Involuntariamente, Obama es una de las causas, porque sacó todas las serpientes de debajo de las alfombras, de las piedras, de los troncos. Y luego está la educación. La gente llega a la edad adulta sin saber mucho sobre cómo funciona el Estado. De manera que pueden hacer referencias a la Constitución de Estados Unidos sin tener la más remota idea de lo que esa Constitución significa. Es solo otro eslogan. ¿Por qué ahora? Hay razones específicas. El racismo, que no ha sido tan visible a pesar de que siempre ha estado ahí, ahora es prominente. Y la ignorancia sobre nuestras instituciones se ha convertido en endémica. No me refiero a que no haya, para las personas blancas, discrepancias económicas graves, porque las hay. Pero eso no lo explica todo.

P. En el libro que acaba de terminar vuelve Frank Bascombe. Es un hombre mayor en la América contemporánea. ¿Cómo vive Frank la era Trump?

R. Siempre he tratado de mantener la política electoral en la periferia de estos libros, porque no soy un gran estudioso de la política. Mi creencia es que lo que sucede en la esfera pública irradia hacia lo que sucede en la vida privada. De modo que, si puedo hablar de lo que sucede en la vida privada, si permito que esa sea mi preocupación primaria, entonces podré atrapar algunas de las brisas de la atmósfera política más vasta. Así que mantengo a Trump en la periferia. Hay una frase al principio de Felix Holt, la novela de George Elliot, que dice algo así: “No hay una vida privada que no haya sido predispuesta por una vida pública mayor”. Creo que eso es cierto. No tengo que dedicarme a la vida pública, puedo invocarla a través de la vida privada.

P. ¿Qué es lo más importante que está en juego en estas elecciones?

R. Hay muchas cosas que están en un delicado equilibrio, como que las mujeres puedan o no mantener sus derechos reproductivos, por ejemplo, que no es cuestión pequeña. Si la gente va a poder votar o si su derecho será suprimido, que no es cuestión pequeña. Si seguiremos permitiendo que fluya la savia de este país, que es la inmigración. No son cuestiones menores. Pero creo que lo más importante que podemos perder es un sentido de optimismo sobre nuestro país. No eso de que sea un país donde todo es posible, pero sí donde un tipo de idealismo personal y de optimismo puede ser depositado en nuestras instituciones públicas. Y creo que estamos en peligro de perder ese optimismo.

P. Algo parece estar moviéndose en el tema de la justicia racial. ¿Cómo está viviendo todo esto?

R. Lo veo imparable. Pero he vivido en un periodo de agitación racial desde que era un niño. Así que veo lo que está pasando ahora con Black Lives Matter como algo natural, si acaso como un vestigio, más amplificado e intensificado, de cosas que han estado pasando en este país durante mucho tiempo. Por eso es imparable. Y debe ser imparable.

P. ¿Ha seguido mucho la campaña?

R. Afortunadamente vivo muy lejos de Washington. Es una de las cosas de este país, que podemos mirar hacia otro lado. Pero esto es como la telerrealidad, cuando lo ves en el hospital, después yéndose, dándose paseos de ego en su todoterreno y saludando como Haile Salassie. Me sorprendió que no lanzara billetes de dólar por la ventana. Era completamente ridículo y extraño. Pero no era gracioso, porque es real, son seres humanos reales. Ahora, le diré una cosa: cuanto más raro se pone Trump, y creo que eso sucede cuando se da cuenta de que va a perder, me siento más esperanzado porque creo que los votantes corrientes, la gente que vive en Virginia Occidental, en Arizona, que son republicanos, empiezan a pensar: “Mierda, a este tío se le ha ido la olla”. Y creo que es lo que deberían haber estado pensando todo el tiempo, pero son tan cínicos que no lo han hecho hasta ahora.

P. Escribió que Hillary Clinton era una mala candidata pero habría una buena presidenta. ¿Qué hay de Biden?

R. Hillary Clinton es una elitista, por muy inteligente que sea. Biden no lo es. Biden es un político de los viejos tiempos, casi desgastado. Ves a tipos como Biden que son alcaldes en las ciudades, miembros de los consistorios locales. Es uno de esos tipos de dar la mano, de pegar palmadas en el hombro y darte un buen meneo. Sabe un chiste gracioso que contarte. Hillary no podía hacer nada de eso, sencillamente tenía los instintos equivocados. Era una de esas personas progresistas que piensan que ser listos es todo lo que tienes que ser. Probablemente es mucho más lista que Biden, pero Biden es un encaje mejor para nuestro país. Es mucho mejor candidato.

P. ¿Es Biden capaz de ese liderazgo moral que usted atribuye a Obama?

R. Afortunadamente para Biden, todo lo que haga será medido contra Trump. Así que no tiene que hacer nada muy grande. Ganará en el terreno moral simplemente no haciendo nada horrible. Pero es un tipo con los institutos adecuados, es inteligente, tiene una gran empatía, tiene inteligencia de calle, y conoce muy bien las instituciones del Estado, ha estado en ellas durante 47 años. Será un presidente perfectamente aceptable y no tendremos que preocuparnos por él cuatro años después, si vive. Estará feliz de salir del escenario y cedérselo a otra persona. Así que, para mí, es perfecto para el momento. Casi cualquier otro de los que compitieron también habría sido perfecto, pero debido a las peculiaridades de nuestra democracia, solo podemos permitir que uno de dos ancianos blancos sea presidente en este momento. Eso va a dejar de ser así pronto. Todos esos hombres mayores blancos están de retirada. Es otra generación la que debe manejar esto. Como cuando Kennedy se convirtió en presidente. Cuando llegó Bill Clinton pensé, vale, de acuerdo, esta es la oportunidad de mi generación de demostrar lo bien que podemos hacer esto. E hizo un trabajo bastante bueno, aunque sencillamente no pudo apartarse de en medio de sí mismo. Pero creo que otra generación tomará el mando en los demócratas, y eso es prometedor.

P. ¿Cómo se convirtió el Partido Republicano en el partido de Trump?

R. No sé la respuesta a eso porque nunca he sido un republicano. Nunca he votado republicano. Sí sé que no es un partido monolítico, y que son mucho más disciplinados que los demócratas. Tienen mucho más éxito en organizar a su gente, y son muy buenos, dentro de los confines de su ideología, en subordinar una cosa a la otra. Permitirán, por ejemplo, felizmente, que Trump abuse de las mujeres si, al mismo tiempo, consiguen un magistrado en el Supremo. Son realmente capaces de priorizar esas cosas muy bien, algo en lo que los demócratas son unos inútiles. Así que no sé lo que harán. Sé que tendrán tiempos duros. Pero de alguna manera, si sacamos a Trump de allí, me importa una mierda lo que hagan.

P. ¿Teme que Trump se resista a dejar el poder?

R. Está fanfarroneando de eso todo el día, pero fanfarronea de las cosas siempre, de todas formas. No lo sé. Pero me da miedo. Me da miedo por la violencia en nuestras calles. De verdad temo que haya resistencia violenta a que saquen a Trump de la Casa Blanca por parte de la derecha, los racistas, los de QAnon y gente así. Espero que haya personas más cuerdas que susurre al oído de Trump: “Tío, has perdido las elecciones, no hagas más daño a este país solo porque sirve a tus deseos, o a los deseos de estos memos que te siguen”. No lo sé. Esa es la mayor fuente de ansiedad que siento ahora. Siento confianza al 100% de que no ganará el voto popular, pero lo que hará con lo que obtenga, no lo sé. Nadie lo sabe. Alguien tendrá que dar un paso al frente. ¿Serán los militares, o su familia? No lo sé.

P. Hace 12 años, en Dublín, me dijo que si ganaba McCain se planteaba hacer las maletas e irse del país. ¿Tiene las maletas hechas por si vuelve a ganar Trump?

R. Como ha dicho, eso fue hace 12 años. Ahora tengo 76. Y mi esposa no tiene absolutamente ningún interés en dejar el país. Los 76 años es una edad extraña. Me siento muy joven y soy muy viejo. Y creo que muchas cosas son posibles que quizá no lo son. Además creo que Trump no va a ser reelegido. No nos fuimos cuando Trump fue elegido, como hizo mucha gente, hemos resistido estos cuatro años de desesperanza y de demencia, no nos vamos a ir ahora.

P. Tiene usted amigos por todo el mundo. ¿Siente la presión? ¿Piensa en las repercusiones para el mundo de lo que hagan ustedes el martes?

R. Soy un poco escéptico con todo eso. No veo a Estados Unidos como un modelo para el resto del mundo. Creo que la mayoría de los países tienen problemas y aspiraciones importantes que no tiene nada que ver con nosotros. Esa mentalidad de que somos un faro para el mundo la veo desgastada. Somos un país que tuvo esclavitud endémica desde el siglo XVI, no tenemos nada de que alardear. Hemos estado poniendo a la gente en peligro durante toda nuestra existencia. Tenemos desigualdades inmensas. También mucha prosperidad, eso es cierto. Si quiere decir que la esperanza del mundo depende de la prosperidad de Estados Unidos, quizá hay un argumento. Pero debajo de eso, tenemos gravísimos problemas aquí, en este continente que intentamos gobernar desde una pequeña zona de diez kilómetros cuadrados donde se encuentra usted ahora.

P. ¿Qué ha aprendido de su país un observador como usted en estos meses de reclusión forzada por la pandemia?

R. Ya sabía cuán ingobernables son los estadounidenses. Pero este es un país fundado sobre la santidad de los derechos de la propiedad, y yo no entendía realmente hasta qué punto ese derecho a la propiedad, y el valor de la propiedad, podrían afectar a la gente cuando su valor disminuye. Supongo que no estaba preparado para la disposición de la gente a sacrificar sus vidas o las de sus vecinos para que pudieran tener su pizzería abierta. Eso ha sido un poco shock para mí. Todo gravita alrededor de la independencia estadounidense, pero es mucho más complicado que eso. Me hace pensar que el mucilago, el pegamento que mantiene a América unida no es la Constitución, no es la empatía, no es el amor al prójimo, son los dólares. Cuando quitas esos dólares, todas esas otras instituciones sociales altisonantes se vician, se debilitan gravemente. Eso ha sido una sorpresa para mí. Que la gente no priorice la salud y el bienestar de sus iguales a la necesidad de ganar dinero. Sé que tiene que haber un equilibrio, que no puede haber lo uno sin lo otro, pero me sorprende hasta qué punto la empatía ha perdido terreno en este país.

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Trump , el presidente en llamas.

 


UMP

El presidente en llamas

Ilustración Edel Rodríguez

En el verano de 2015, el ascenso del histriónico constructor Donald Trump a candidato republicano para la presidencia de Estados Unidos se antojaba tan absurda que una teoría conspirativa consistía en que el magnate se había conchabado con los Clinton para torpedear la campaña de los conservadores y favorecer así la victoria de la ex secretaria de Estado. Pero Trump, también estrella de reality show, hijo de otro promotor millonario e ilustre residente de la Quinta Avenida de Nueva York, llegó a la Casa Blanca apelando ni más ni menos que a la insatisfacción de la clase trabajadora a lomos de un discurso contra la inmigración y el globalismo.

Al arrancar la campaña presidencial, se mostraba exultante, ganador antes de ganar nada, provocador. “Tengo a la gente más leal, podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería votos”, llegó a decir aquel enero, cuando aún nadie creía de veras que algún día dormiría en la Casa Blanca. No andaba disparando a nadie, al menos en sentido literal, pero sí insultaba a los inmigrantes mexicanos, prometía suspender la entrada de musulmanes al país, había convertido el “A la cárcel” c ontra Hillary Clinton en el cántico de cabecera en sus mítines y atacaba a diestro y siniestro en su cuenta de Twitter. Mientras, el culto hacia su persona no dejaba de crecer.


El historiador británico James Bryce emprendió a mediados de 1880 un largo viaje para estudiar aquel joven país. En su libro resultante, The American Commonwealth, advirtió del peligro de que la democracia estadounidense cayese víctima de “un tirano”, pero no “un tirano contra las masas”, matizó, “sino un tirano con las masas”.

Donald John Trump (Nueva York, 1946) ganó las elecciones del 8 de noviembre de 2016. Muchos esperaban que, al llegar a la Casa Blanca, adoptase una actitud más presidencial. Lo que pasó después les sorprenderá.

Tuits y mentiras

El día de la toma de posesión, el 20 de enero de 2017, llovía. Es fácil recordarlo. En medio del discurso del nuevo presidente, ante el imponente Capitolio de Washington, las gotas de agua empezaron a caer sobre las libretas de los periodistas que seguían el acto y emborronaban las notas. Por la noche, en el baile de gala, Donald Trump celebró con la prensa: “La cantidad de gente ha sido increíble hoy. Ni siquiera hubo lluvia. Cuando terminamos el discurso, nos fuimos dentro, y entonces cayó”. Y así, al mismo tiempo que se inauguró la presidencia comenzó también la era de los “hechos alternativos” —tal y como los bautizó una asesora de Trump—, es decir, unos hechos diferentes de los reales.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un evento de campaña en el Aeropuerto Regional Smith Reynolds en Winston-Salem (Carolina del Norte), el 8 de septiembre de 2020.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un evento de campaña en el Aeropuerto Regional Smith Reynolds en Winston-Salem (Carolina del Norte), el 8 de septiembre de 2020.JONATHAN ERNST/REUTERS / REUTERS

Trump miente con frecuencia. The Washington Post, que hace un recuento de todas las falsedades o tergiversaciones del republicano, ha calculado que, hasta el pasado 27 de agosto, el presidente ha dicho hasta 22.247 cosas inciertas. De todo tipo y condición, desde atribuir declaraciones inexistentes a otras personas —como que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, estaba impresionado con su capacidad de acción y dijo que nadie había hecho tanto como él—, hasta acusar a Barack Obama de espiarle o asegurar que, en comparación con Europa, a Estados Unidos no le está yendo tan mal con la pandemia. En realidad, sufre más contagios y fallecidos per cápita que todos los grandes países europeos salvo España y Bélgica.

Twitter es su vía de comunicación más inmediata. Tuitea sin parar, al amanecer, de madrugada, a cualquier hora del día y, en ocasiones, de forma frenética. El pasado 5 de junio, en plena ola de protestas contra el racismo tras la muerte de George Floyd, batió su récord de publicaciones en una sola jornada: 200. La cima anterior, en el fragor del impeachment, el 22 de enero, era de 142. Por Twitter hemos sabido de su contagio de coronavirus, en Twitter ha comunicado el despido de altos cargos, ha amenazado a Corea del Norte con “una furia y fuego que el mundo jamás ha visto” o ha roto en el último momento un acuerdo, tachando al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, de “débil” y “deshonesto”.

Porque insultar, y hacerlo de forma feroz, se ha convertido en la nueva normalidad de la presidencia más poderosa del mundo. A una de las asesoras a la que despidió, Omarosa Manigault, que le había criticado, la llamó “loca”, “escoria” y “adefesio”. Aunque el insulto más recurrente de su vocabulario, independientemente de la falta que quiera denunciar, es el de “perdedor”.

Al principio de su mandato y durante meses, analistas y ciudadanos aguardaban el momento en el que Trump abandonaría el personaje de matón con el que había ganado las elecciones y asumiría al fin el porte presidencial que se esperaba, pero ese día nunca llegó. Trump seguía siendo el juez ogro del concurso de talentos The Apprentice; el magnate que se había iniciado en el mundo de los negocios reclamando, puerta a puerta, el pago a los inquilinos morosos de su padre; el tipo capaz de congraciarse con los supremacistas blancos y primar la credibilidad del presidente ruso Vladímir Putin frente a la de sus servicios de inteligencia.

El hombre espectáculo

Pero si Donald Trump es tan malo como cuentan, ¿por qué le vota tanta gente? Si es tan tóxico, ¿por qué sus índices de popularidad entre los republicanos se mantienen más o menos inamovibles? Más allá del pragmático voto conservador, que traga con sus extravagancias, ¿por qué, contra viento y marea, hay una masa de irreductibles trumpistas que le apoya en cada incendio?

Cuando uno pregunta en sus mítines por qué les gusta o votan al republicano, lo primero que responden sus seguidores es: “no es un político”. Serlo, en el ecosistema trumpiano, equivale a ocultar la realidad, vivir del contribuyente y rendirse a los principios de la corrección política. Y los ataques del presidente, sus salidas de tono, les sugieren una autenticidad que añoran en la clase dirigente. En sus críticas públicas a países aliados, aunque sean tan descarnadas como las dirigidas aquella vez a Trudeau, ven una puerta abierta a las cocinas de la diplomacia que normalmente se les cierran.

Un día, a Emmanuel Macron, le preguntaron por una discusión que supuestamente había mantenido con Trump. El presidente francés se negó a responder usando una cita del canciller Otto von Bismarck. “Nunca he explicado las bambalinas. Porque, como decía Bismack, si explicásemos a la gente la receta de las salchichas, no es seguro que siguiéramos comiéndolas”. Trump, por explicarlo con este símil, hace pensar a su público que, por primera vez, va a saber la cruda realidad de cómo se hacen esas salchichas. Si algo logra transmitir Trump es espontaneidad. “Dice las cosas como son”, “con él, lo que ves es lo que hay”, suelen decir sus votantes.

Como escribió hace poco Lauren Collins en The New Yorker, durante la campaña de 2016, “si la promesa de Obama es que él era tú, la promesa de Trump es que tú eres él”.

Todo, en realidad, se reduce al show. A Trump le obsesiona la atención mediática, sigue y publicita los ratios de audiencia de sus intervenciones televisivas como si fueran logros políticos. Ataca a la prensa crítica con saña, pero es adicto a los focos. Contempla las ruedas de prensa como conciertos de rock que a veces se prolongan más de una hora. Una vez, en la ONU, pidió a los periodistas una buena pregunta como apoteosis final. “¿Recuerdan aquello que dijo Elton John? Cuando tocas la última y es buena, no vuelvas”, dijo. Y se han dado situaciones insólitas, como cuando en el Despacho Oval, en un saludo protocolario con el presidente surcoreano, Moon Jae-in, le presionó para responder a una pregunta sobre Corea del Norte.

No es que sea transparente, porque miente con frecuencia, pero no se recuerdan presidentes tan accesibles y expuestos. Muchas veces, lo que estaba anunciado a la prensa como un simple posado ante las cámaras, al inicio de una reunión, se convertía en ruedas de prensa improvisadas en las que entraba a todos los trapos.

Los mítines son largos monólogos, plagados de humor. En el del pasado junio, en Tulsa (Oklahoma), habló durante casi dos horas. Parodió conversaciones con Angela Merkel, con la primera dama, Melania, y, por supuesto, alentó el miedo: “Si ganan los demócratas en noviembre —advirtió—, los alborotadores tendrán el poder, nadie volverá a estar seguro”, dijo.

Un pantano de corrupción

La última noche de campaña, en la víspera de las elecciones de 2016, este periódico estuvo en el último mitin de Trump en el Estado de New Hampshire. En su alegato final para llegar a la Casa Blanca prometió: “Mi contrato con los estadounidenses comienza con un plan para acabar con la corrupción, quiero que todo el establishment corrupto de Washington lo sepa: vamos a drenar el pantano”.

Para entonces, en realidad, ya se había negado a hacer públicas sus declaraciones fiscales, tenía problemas en los tribunales por el desvío de fondos de su fundación benéfica y afrontaba una ristra de denuncias por negligencia contra la Universidad Trump, un proyecto educativo que acabó cerrando tras pagar una indemnización millonaria a los perjudicados. Pero el volumen de lo que iba a ser todo el entramado de irregularidades con el fisco, delitos de campaña, conflictos de intereses, intervencionismo en la justicia y amistades peligrosas de estos cuatro años aún estaba por descubrirse. En 2019, el fiscal especial Robert S. Mueller estaba culminando la investigación sobre la trama rusa, es decir, las pesquisas centradas en la injerencia del Kremlin en los comicios de 2016 y la posible conchabanza del entorno de Trump. Para entonces, el presidente de Estados Unidos estaba salpicado por hasta 17 investigaciones judiciales distintas, que abarcaban los ámbitos más diversos.

Un posible delito de financiación ilegal de campaña para pagar a dos mujeres, la actriz de cine porno Stormy Daniels (nombre artístico) y la modelo de Playboy Karen McDougal, con el fin de silenciar sus supuestas relaciones extramatrimoniales. Otra investigación, originada en Nueva York, centrada en la sospecha de evasión fiscal. Una ristra derivada de la trama rusa. Se añadían las pesquisas sobre la financiación de la ceremonia de inauguración de su presidencia en 2017. Y, además, los pleitos por su hotel de lujo en Washington, que se convirtió en parada y fonda de líderes extranjeros, embajadas y actos republicanos que incitaron las denuncias por enriquecimiento indebido. Unas fueron desestimadas, otras salieron adelante.

Porque el hombre que prometió arrebatar la Casa Blanca de “la clase política corrupta” para devolvérsela a “la gente” nunca se desvinculó de la propiedad de sus empresas, solo dejó la gestión en manos de sus hijos. Y la presidencia ha resultado ser un buen negocio: según los cálculos de The Washington Post, entre actos de carácter oficial y otros de partido, las propiedades de Trump han recibido hasta 8,1 millones de dólares de dinero público de donantes políticos desde 2017. Mientras, tal y como reveló una investigación periodística de The New York Times, apenas pagó impuestos alegando pérdidas económicas. En 2016, el año en que fue elegido, solo tuvo que desembolsar 750 dólares, la misma cantidad que en 2017, su primer año de mandato.

Donald Trump anuncia el Centro de Convenciones de 34th Street, el 25 de mayo de 1977.
Donald Trump anuncia el Centro de Convenciones de 34th Street, el 25 de mayo de 1977.NEW YORK DAILY NEWS ARCHIVE / NY DAILY NEWS VIA GETTY IMAGES

Trump ha creado, como acuñó Martin Wolf en Financial Times, el “plutopopulismo”, un matrimonio perfecto entre la plutocracia y el populismo de derechas.

La investigación de la trama rusa terminó sin consecuencias legales para Trump, aunque el caso podría reabrirse si pierde la presidencia. En 2019 el fiscal Mueller dio por probada la injerencia de Moscú, pero no halló evidencias suficientes de colusión alguna con el entorno del presidente. Respecto a la obstrucción a la justicia, otro delito por el que se investigó a Trump, justificó que un mandatario no es procesable, salvo por la vía del impeachment, es decir, el juicio político.

Este, el tercero en la historia de Estados Unidos, llegaría, meses después, de la mano de un escándalo distinto, el de Ucrania. El caso consistió en las presiones de Trump al Gobierno de Kiev para lograr que la justicia del país anunciase investigaciones que perjudicaban a sus rivales demócratas, recurriendo incluso a la congelación de 391 millones de dólares en ayudas militares ya comprometidas. Una de las pesquisas tenía por objetivo precisamente a Joe Biden, y al hijo de este, Hunter, por sus negocios en el país.

Los republicanos, mayoría en el Senado, absolvieron a su presidente, pero el proceso dejó declaraciones para la historia, como cuando un embajador estadounidense, Gordon Sondland, admitió que había presionado a Ucrania siguiendo las órdenes del presidente. O cuando otra diplomática, Marie Yovanovitch, relató que le llegaron a advertir de que “cuidara sus espaldas” y se marchara de Kiev “en el siguiente avión”.

La normalización del caos

Aquel invierno del impeachment, el que vio morir el año 2019 y comenzar el turbulento 2020, transcurrió en medio de una sensación de calma extraña. El recuerdo de escándalos presidenciales anteriores, como el juicio a Bill Clinton, en 1998, o el Watergate de Nixon, que dimitió antes de enfrentarse a la fase final del proceso, se recordaban como capítulos trascendentales de la historia del país, pero el Washington de Trump vivía instalado en la zozobra. Con un líder tan insólito como Trump, que parecía siempre subido a un toro mecánico, un impeachment parecía un día más en la oficina.

Su Administración se convirtió, desde muy pronto, en un reguero de despidos, dimisiones y ceses, algunos de ellos, estruendosos. En diciembre de 2018, cuando no había llegado siquiera al ecuador de su mandato, llevaba ya más de 30 bajas en dos años, un volumen de adioses que no se recordaba de ningún otro Gobierno.

El cese de John Bolton, su segundo jefe de Seguridad Nacional, lo comunicó en Twitter, sin advertir a miembros de su Gabinete y con trifulca mediante. El jefe del Pentágono, Jim Mattis, dimitió en una agria y pública polémica por la política de Trump en Siria. El consejero económico Gary Cohn hizo lo propio en desacuerdo con la guerra comercial y, también, atribulado por la comprensión que el mandatario había mostrado hacia los supremacistas blancos. Al fiscal general, Jeff Sessions, le enseñó la puerta disgustado porque se había recusado en la investigación de la trama rusa y favorecido la investigación independiente de un fiscal independiente. Así, una larga lista.

Altos cargos empezaron a relatar de forma anónima el frenopático en el que, a su juicio, se había convertido la Casa Blanca. Uno de ellos, cuya identidad se acaba de conocer (Miles Taylor, exjefe de personal del Departamento de Seguridad Nacional), publicó un artículo en The New York Times en septiembre de 2018 titulado “Yo soy parte de la resistencia interna de la Administración de Trump” y en él contaba que varios miembros del Ejecutivo se confabulaban para controlar los “impulsos” del republicano. “Trabajo para el presidente pero, como otros colegas, he prometido boicotear partes de su agenda y sus peores inclinaciones”, aseguraba, y subrayaba la “amoralidad” de Trump. “Cualquiera que haya trabajado con él”, añadía, “sabe que no está anclado a ningún principio discernible que guíe su toma de decisiones”.

Poco después, el prestigioso periodista Bob Woodward, publicó Miedo, un libro en el que describía la vida en Casa Blanca como un vodevil de Halloween. Mediante fuentes anónimas relataba, por ejemplo, que Gary Cohn robó un documento del escritorio del presidente, que este tenía intención de firmar para romper un acuerdo comercial con Corea del Sur, y el mandatario republicano nunca se dio cuenta. También, que el general John Kelly, exjefe de gabinete, llegó a calificar a Trump de “desquiciado” y que “era un idiota”. “Esto es una casa de locos”, sostenía.

CUALQUIERA QUE HAYA TRABAJADO CON ÉL SABE QUE NO ESTÁ ANCLADO A NINGÚN PRINCIPIO DISCERNIBLE QUE GUÍEN SU TOMA DE DECISIONES
Miles Taylor, exjefe de personal del Departamento de Seguridad Nacional

Contar las interioridades del Gobierno se convirtió en un subgénero literario. Bolton puso su grano de arena con unas memorias explosivas. Aseguraba, por ejemplo, que Trump pidió ayuda a Pekín para ganar las elecciones, detallaba situaciones incriminatorias sobre el escándalo de Ucrania y exponía la incultura general del presidente, quien, dijo, cuando preguntó una vez si Finlandia pertenecía a Rusia y se sorprendió de que Reino Unido fuera una potencia nuclear.

De esos vacíos intelectuales, Trump ha hecho muchas veces virtud, acostumbrado como está a identificar las élites académicas o burocráticas como símbolos de un sistema viciado. “Me gusta la gente poco formada”, dijo en su primera campaña. A Woodward, hace escasos meses, le describió de este modo su primera cumbre con el dictador norcoreano Kim Jong-un, en 2018: “Conoces a una mujer. En un segundo, sabes si va a pasar o no. No te lleva 10 minutos, no te lleva seis semanas. Es como: ‘Guau’. Vale. ¿Sabes? Te cuesta menos de un segundo”.

En la era Trump, los piropos a líderes autoritarios y viejos rivales de Estados Unidos como Vladímir Putin se han convertido en costumbre, aun cuando el Kremlin está acusado de atacar el sistema electoral estadounidense. Una de las figuras más influyentes en el presidente ha sido Jared Kushner, el marido de Ivanka Trump, la primogénita del presidente, y también nombrada asesora. El empresario, de 39 años, dijo a Woodward que para entender a Trump hay que fijarse, entre otras cosas, en el gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas. “Si no sabes dónde vas, cualquier camino te llevará allí”. Más que la dirección, trataba de explicar Kushner, importaba la perseverancia. “La polémica eleva el mensaje”, dijo también.

El presidente Trump y el presidente Putin celebran una conferencia de prensa conjunta después de su cumbre, el 16 de julio de 2018 en Helsinki, Finlandia. Los dos líderes discutieron sobre variedad de temas, incluida la colusión de las elecciones estadounidenses de 2016.
El presidente Trump y el presidente Putin celebran una conferencia de prensa conjunta después de su cumbre, el 16 de julio de 2018 en Helsinki, Finlandia. Los dos líderes discutieron sobre variedad de temas, incluida la colusión de las elecciones estadounidenses de 2016. CHRIS MCGRATH/GETTY IMAGES / GETTY IMAGES

Hablaba, al fin y al cabo, del mismo presidente que no tenía problemas en amenazar con una guerra termonuclear por Twitter. Era, en resumen, el mismo tipo que se había presentado a las elecciones convencido de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y la gente le seguiría votando. Igual que entonces, durante los primeros años de su Gobierno mucha gente se preguntaba: ¿Cómo respondería Donald Trump ante la llegada de una gran crisis nacional?

Y entonces, llegó la pandemia

Cuando el coronavirus empezó a extenderse por el mundo, Trump se instaló en la negación. “Prácticamente lo hemos parado”, sostenía el 2 de febrero; “un día desaparecerá, como un milagro”, llegó a decir el 27 de ese mes; “nada se cierra por la gripe”, insistía aún el 9 de marzo.

Luego, cuando la ferocidad del virus se hizo evidente y se declaró la pandemia, se impuso el instinto del animal televisivo y, durante semanas, ofreció ruedas de prensa diarias a cuál más errática. A menos de un año de las elecciones, y con una crisis insólita que daba al traste con su principal argumento de campaña —la economía iba rabiosamente bien—, decidió ponerse el traje de comandante en jefe ante una nación en peligro, pero lo hizo tan embebido de sí mismo que dio lugar a algunos de los episodios más estrambóticos de su presidencia.

Día tras día, contradecía a los propios expertos de la Casa Blanca en vivo y en directo, daba información errónea sobre los tratamientos y rechazaba las recomendaciones de su propio Gobierno, como cuando animó a reabrir el país el Domingo de Pascua, azuzó las protestas contra el confinamiento y se empeñó en no usar mascarilla. Esta deriva alcanzó el paroxismo el 23 de abril, animando a los estadounidenses a inyectarse desinfectante. “Veo el desinfectante, que lo deja KO en un minuto, ¿hay alguna manera de que podamos hacer algo así mediante una inyección? Porque ves que entra en los pulmones y hace un daño tremendo en los pulmones, así que sería interesante probarlo”, dijo. Dos días después aseguró que bromeaba, pero suspendió las ruedas de prensa.

Pronto retomó, eso sí, los actos multitudinarios con sus seguidores, en los que no llevar mascarilla era una declaración de principios, y redobló su agenda de actos oficiales. Mientras, se burlaba de que su rival demócrata en las elecciones, Joe Biden, pasase la campaña prácticamente recluido en casa.

La madrugada del 2 de octubre comunicó que tanto él como su esposa se habían contagiado. Con 74 años de edad, el presidente formaba parte del grupo vulnerable al virus y fue hospitalizado y tratado con fuertes medicaciones. Quien a estas alturas de su historia en la Casa Blanca pensase que el episodio sería un punto de inflexión en su relación con la crisis sanitaria, es que no ha sabido tomar aún las medidas del personaje.

Cuando abandonó el hospital, grabó un vídeo haciendo de la necesidad virtud: “He aprendido mucho de la covid, he aprendido yendo de veras a la escuela, esta es la verdadera escuela, y lo capto, lo entiendo, es una cosa muy interesante”, decía. “Esta es la verdadera escuela”, insistía, erigiéndose en experto. A las pocas semanas, volvió a los actos multitudinarios sin mascarillas.

¿Trump es natural o interpreta un papel? ¿Sus extravagancias son espontáneas u obedecen a una pensada estrategia? Preguntado por ello, John Bolton respondió en una entrevista a este periódico: “Creo que es su forma de ser, pero no soy loquero, no voy a explicar por qué es así, qué le pasó en la infancia, ni nada de eso. No me importa; lo que importa es su forma de comportarse y ha sido así siempre, según la gente que le conoce desde hace décadas”.

El show puede prolongarse cuatro años más o terminar el 3 de noviembre, pero Estados Unidos ya ha descubierto con Trump una nueva normalidad que costará mucho olvidar. En la convención republicana de este verano, la que le coronó como candidato presidencial, su hija, Ivanka, celebró ante el público: “Washington no ha cambiado a Donald Trump, Donald Trump ha cambiado Washington”. Y no pudo resumirlo mejor.